El arte en el nuevo orden

El nuevo orden es un orden futuro. No podría ser de otro modo, en el pasado y en el futuro se encuentra la felicidad. El futuro y el pasado son las conjugaciones de la felicidad. En el presente la felicidad se disgrega y se hace patente el desencanto. La decadencia. El tedio comenzó a hacerse palpable. Un tedio de vivir y hacer. Entonces el viejo ideal se hizo inalcanzable. Fueron los comienzos del Spleen. De la decadencia. El naturalismo se transformó en la realidad. No en un estilo sino en una forma de la vida. Se hizo necesario.

“¡Qué importa todo nuestro arte de las obras de arte, cuando se nos escapa de las manos aquel arte superior, el arte de la fiesta! Antes se exhibían todas las obras de arte en los grandes caminos festivos de la humanidad, como signos recordatorios y monumentos de felices y supremos momentos. Ahora con las obras de arte se quiere apartar a los pobres hombres agotados y enfermos de los grandes caminos de sufrimiento de la humanidad y se lo hace por breves instantes de concupiscencia; se les ofrece una corta embriaguez y una breve locura.” Nietzsche, La Gaya Ciencia

“Una vez más pensé en Huysmans, en los sufrimientos y las dudas de su conversión, en su desesperado deseo de incorporarse a un rito”. Sumisión, Michel Houellebecq

En este texto no digo nada nuevo, sólo parafraseo lánguidamente los apartes de una novela reciente que ha causado escándalo.

El nuevo orden es un orden futuro. No podría ser de otro modo, en el pasado y en el futuro se encuentra la felicidad. El futuro y el pasado son las conjugaciones de la felicidad. En el presente la felicidad se disgrega y se hace patente el desencanto. La decadencia.

El tedio comenzó a hacerse palpable. Un tedio de vivir y hacer. Entonces el viejo ideal se hizo inalcanzable. Fueron los comienzos del Spleen. De la decadencia. El naturalismo se transformó en la realidad. No en un estilo sino en una forma de la vida. Se hizo necesario. Y los medios de reproductibilidad consiguieron consolidarlo a través de la captura de imágenes cada vez más precisas. La naturaleza se hizo artificial. En últimas lo que importaba era una cierta forma de vida. Algo que contuviera el aburrimiento. Que lograra detener ese insoportable terror de la nada.

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Muchos artistas se arrastraron hacia la conversión. Hacia la metanoia. Ese parecía ser el camino. Llevar alguna vivificación a esa vida que se tornaba insoportable y desértica. Entonces se fabulaba hacia adelante. Donde se sabía se encuentran los lectores que habrían de comprender. Ante todo se propugnaba por una libertad de sí y por un estilo. Un estilo que se sintetizaba en dos hechos contundentes, su economía y su seriedad.

Se trataba sobre todo de superar la humanidad y sus ismos. Occidente soportaba la ruina de esos discursos con los que intentó justificar gran parte de su más reciente historia. Superada la religión, un laicismo ético pareció coronar todas las acciones del hombre. Y sostener la vida. Y la verdad. Sostener la Ley con su trama de Derechos y Deberes del ciudadano. Y las consignas de igualdad y fraternidad.

Leyendo la novela en la que desde sus primeras apreciaciones el autor hace una defensa de la literatura contra el arte quizá, que había sido el gran tema de su libro anterior El mapa y el Territorio y que comenzaba a ser motivo recurrente de otras novelas recientes en que se hablaba también de artistas e instalaciones, de arte contemporáneo y de críticas y éxito y dinero. Me preguntaba si el arte tendría o habría tenido alguna vez esa misma función de poner en comunicación a dos seres en esa conversación de alma a alma que el mundo de hoy hace cada vez más un imposible. Y recordada a Proust y pensaba que quizá el autor hacía referencia a ese breve ensayo suyo en que se habla de la lectura y la amistad auténtica. También recordaba a Montaigne y sus largos paseos a caballo mientras iba desprendiéndose de toda esa vida de trámites y burocracia y que ahora eran esas ideas que iban hilvanándose en la cabalgadura y que dieron origen a esa particular escritura que llamó ensayos.

Imaginaba esa conversación en un museo donde casi siempre estamos silenciosos en esas aproximaciones y distanciamientos que marcan el ritmo de las visitas. Como demarcando aún sin existir realmente, un posible encuadre de obra. Y entonces sentí que no había conversación sino mirada. Exploración. Y que todas nuestras facultades se hallaban inmersas en esa observación solitaria. Y que de pronto la soledad era más silenciosa todavía y se transformaba en color y forma y en materia. O en esa perplejidad de lo que no acabamos de entender. Y que nos lleva a buscar afuera, en los títulos adosados o en algún catálogo que venga en nuestro auxilio. Un auxilio crítico.

¿Pero qué buscaba el estudiante de arte? en letras era comprensible que prácticamente hacia adelante no había nada por hacer y que era por lo general un agregado, un lujo al historial personal. En artes esa profesionalización se encaminaba hacia algo más contundente. Más externo. Pero en esta novela el arte se omitía. Quizá demarcando cómo esa importancia que parecía haber tenido el arte en el flujo de capital y que ocupó tantas décadas del presente más cercano, se evaporó sin previo aviso, perdiendo todo interés para pasar a otra cosa.

Ahora lo central no era el éxito en la consecución del dinero. Sino algo más explícito y fundamental. La constitución misma de ese tejido social por la familia, y que en los avatares de una novela podría constituir una trama, un intríngulis que definiría la narración. Aquí, en la novela, los hechos eran escuetos, apenas un análisis escueto de la situación. Casi una tesis moral sintetizada en las 282 páginas de la edición en español. La aritmética humana parece llevarnos a una serie de encuentros previos a manera de ensayos hasta la constitución final de la familia que en occidente es monógama y cuya constitución requiere una práctica. Una práctica previa, y que en una novela podrían ser las evoluciones de una trama con un desenlace, antecedido de líneas digresivas, que evolucionarían. Esa trama estaría causada por dos líneas, una romántica, y otra, pragmática. Y lo que parecía imponerse era la segunda.

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Ahora son frecuentes las mezquitas. También en Bogotá. Y divertirse en las tardes fumando narguiles o bebiendo té azucarado en vasitos de vidrio. Pasando por el puente que baja de los Héroes hacia la ochenta me sorprendió una construcción. Después alguien me dijo que era la mezquita más importante que se había construido en Bogotá. Igual pasaba en Cali y en otras ciudades. El Islam se extendía. No era una fantasía literaria.

La tesis era aceptar el régimen actual de cosas que desde el siglo XIX podría calificarse como tedio de vida y al que solo podía resistírsele con una marcada dosis de hedonismo, cinismo e individualismo. Así en esta perspectiva terminal las religiones del Libro se presentaban como el único frente capaz de contrarrestar la destrucción moral del individuo, las tres subrayaban el carácter preponderante de la familia como agente de esos valores y tradiciones que era necesario conservar. La familia con un eje central patriarcal y un eje secundario obediente de esa transmisión. La reciente emancipación de la mujer en el siglo XX había erosionado ese pilar y las familias comenzaban a extinguirse y a transformarse en familias sin hijos o en familias de un solo individuo. Dramáticamente la sociedad se veía ante un callejón sin salida, entonces apareció el islam.

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En un momento las filosofías multiculturales que invadían la escena planteaban una sociedad tolerante y de respeto a la diferencia. El multiculturalismo dividió la masa en grupúsculos cada vez más infinitesimales donde cada uno pretendía su propia reivindicación y su propio estatus en esa ciudadanía universal. El lema era todos somos iguales ante el capital. Todos tenemos las mismas capacidades. Si nos toleramos todo tiene cabida. Y así crecieron esos guetos y la maraña social fue una estrambótica polifonía cultural marcada por rasgos culturales cada vez más caricaturescos. Los grupúsculos pedían igualdad. Y en últimas propugnaban por los mismos derechos y libertad que en el pasado había tenido el hombre de los derechos humanos. Este era un nuevo humanismo. Y en cierto modo a pesar de sus ingentes esfuerzos de cohesión social, promovía la desintegración y la anarquía. La sociedad se había convertido en un campo de batalla donde la causa de vida era luchar por los derechos de la propia especie. Y cada nueva conquista parodiaba sin saberlo el viejo orden social. La familia estaba casi en extinción pero lo nuevo eran parodias de lo mismo. Nada había verdaderamente original en esos vínculos, el matrimonio igualitario por ejemplo emulaba la vieja unión patrimonial, seguía siendo burgués. Y una defensa en que el capital seguía en curso.

El capital pensó asegurarse en ese consumismo a ultranza que propugnaba el individualismo. Pero fracasó. La vida entera parecía un programa árido y sin ningún incentivo. Las profecías de los poetas simbolistas de fin del siglo XIX parecían cumplidas. Sólo esperaba una aterradora nada. Un spleen. Pero sin emoción. Una vida necesitada de la más absoluta inconsciencia para poder ser sobrellevada.

Pero entonces sobrevino la unión, la unión musulmana y una manera nueva de entender el futuro.

Ante todo se trataba del control social. Pero no de manera externa por una policía y el sistema de hipervigilancia que había imperado hasta ahora. Se trataba en cambio de una entrega. De una rendición de la voluntad.

Algo semejante pareció ocurrir a finales del siglo XIX y comienzos del veinte. Cuando algunos poetas y escritores se separaron del ala decadentista para abrazar la conversión. Después esas ansias místicas fueron reemplazadas por la idea de la libertad. De la existencia.

Siguiendo la pista de un decadente hasta su conversión el personaje de la novela arrastra su propia ruina. Busca el camino. Busca incluso seguir las huellas de ese escritor en el que basó sus búsquedas y ya a las puertas de abrazar su destino como la guía hacia su propia conversión hace un hallazgo. Y encuentra que en el lugar de Dios se hallaba una felicidad pacífica. Una felicidad consagrada a reunirse con amigos y a comer. Encontró que la verdadera felicidad para ese escritor Huysmans a quien había consagrado toda su vida de estudio, era esa vida de pequeño burgués para quien la vida transcurre en una mesa con amigos.

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Es en la posibilidad de transmisión de valores donde radicaría el poder de una sociedad. Una sociedad perece y se estanca cuando esos valores no encuentran una ruta de continuidad. En el sistema patriarcal del islam la perpetuación de esos valores necesarios para la perpetuación de un nuevo orden estaba asegurada de manera casi matemática. Más que un dogma el islam pareciera una perfecta profilaxis en que está resuelta la vida. Su perpetuidad. La vida de un cierto orden. Esa vida significaba reducir los pormenores de fracaso a que había conducido el modo de vida occidental en su decadencia. El capital se aseguró su perpetuación pero no contó con que las fisuras de un nihilismo in crescendo irían permeando sus cimientos. A ese tedio de vivir que culmina en un sinsentido en que se pierde cualquier aliciente occidente pensó sobreponer el consumo y el éxito y el lujo. Pero aun así los pasos del nihilismo no se contuvieron. Ahora en cambio se trataba de una perfecta filosofía moral en que esas desviaciones habían sido limadas y corregidas por el nuevo orden.

Darwin tenía razón. La mejor selección es la que logra transmitir sus valores a la siguiente generación asegurando la reproducción de esos valores. Para eso es necesaria una entidad en que el valor sea inmodificable y no fluctúe ni caiga bajo el capricho de las circunstancias. Entonces no se trata de una ideología, de una nueva forma de pensar. Es en realidad el sentido que la palabra evolución cobra como verdadera dimensión espiritual. El islam asegura la evolución de lo mejor sin tacha. Y para ello se vale de un mecanismo preciso. Sin sujeción al error o la predictibilidad. Ese aparato cuenta con un núcleo básico representado por la familia. Y regulado externamente por la educación. La familia se entiende como resultado de esa selección natural en cuanto que es lo mejor del valor lo que se busca perpetuar. Para perpetuar el valor se ha realizado una depuración apartando cualquier indicio irracional que malogre el mecanismo. El matrimonio es una unión concertada y seleccionada para reproducir el valor. Externamente el aparato educativo controlado por el estado se encarga de continuar el modelado del valor. El valor no debe entenderse bajo la óptica de ningún humanismo. Sino de manera abstracta como la unidad de la evolución. Entonces en esa depuración del aparato reproductor que garantiza la selección el matrimonio es el mecanismo reproductor en que el valor abstracto cobra forma. La vida social entera debe entenderse entonces como un perfecto aparato de relojería sin sujeción a error. Un aparato que cualquier moralista del mundo antiguo habría envidiado como culminación de esa búsqueda de felicidad y que los ilustraron volvieron a conjeturar.

El camino del valor, de la tradición y la moral marcan definitivamente la liquidación de la revolución. ¿Pero cómo funciona el mecanismo, la ruta que confluye al triunfo de una civilización? En principio se trata de una idea. La vida verdadera, su conquista. La consecución de la felicidad. Entonces viene el examen. Y la disposición del aparato moral. La puerta de entrada es la conversión. La conversión es un acto voluntario de rendición a lo superior. La conversión es un cambio de mentalidad. Y luego dejado el destino en manos de algo más grande, la conservación tiene lugar en la familia, en la sociedad. La familia de conveniencia aquella que nace del análisis y del acuerdo, es la entidad en que se asegura la perpetuación del valor. Por otro lado la pequeña empresa, da por liquidada la idea de las grandes industrias. La sociedad se reorganiza alrededor de la familia y de las pequeñas industrias artesanales.

La tesis es que la atomización de la especie no se detiene con una ética del estilo multicultural sino por una creencia unificadora de la especie. Y esa creencia parece ser el islam. Una creencia que tendría por su claridad, la capacidad de revertir la destrucción del tejido social. El nuevo orden parecía un perfecto mecanismo de relojería en que todo parecía previsto. Si la felicidad estaba garantizada como un asunto de selección natural, esa selección natural requería del mecanismo de una cierta pieza para funcionar. Esa pieza era en principio la familia constituida como motor social. La familia se concebía en una línea patriarcal. Lo femenino estaría supeditado a lo masculino. El deseo como expresión del tejido sería suprimido. Sería una necesidad que supliría el matrimonio polígamo. El esposo encontraría en su núcleo de intimidad todas las necesidades de vida mientras su propia vida estaba encaminada hacia esa rendición total. La mujer se rendiría a su señor. Sería su fuente de deseo y su propia rendición la transformaría en una niña. En un menor de edad. Con todas las consideraciones que ese nuevo estatus le confiere. Madre, amante, niña, secuencias de un estado matrimonial encargado de simplificar la vida, su idea de felicidad. Y así asegurar el valor de esa civilización, su perpetuación.

El arte como el amor, en su versión romántica también habría de desaparecer. Dios era irrepresentable. Quedaba la decoración. La iteración. El sentido de un mundo pronunciable en los más bellos ritmos de un Libro. En suma se trataba de una purificación de la vida. Del arte de una política encaminada a encontrar la felicidad.

 

Claudia Díaz, julio de 2015

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