El arte en el acto de matar

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El mayor logro de El acto de matar, la película de Joshua Oppenheimer, pareciera ser la nominación al Oscar de este año. Nominada a “Mejor documental”, la obra recorrió la alfombra roja y se sumó a ese puñetazo televisado de glamour con que Hollywood le recuerda cada año al mundo su dominio sobre el multiplex mental de miles de millones de personas.

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El acto de matar no obtuvo el Oscar. Es una película fuerte. Algunas personas ven el corto promocional de dos minutos y eso les basta, otras ven las dos horas y cuarenta minutos y salen felices por comparación luego de la dosis de horror foráneo (en el país en que sucede la acción la película está prohibida).

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El comienzo, como en tantos documentales, es una parrafada de contexto: Indonesia, 1965, un golpe militar otorga al comunismo la categoría de enemigo y, con la ayuda directa de los gobiernos de Europa y Estados Unidos y, con el auspicio local de periodistas, políticos y hombres de negocios, más de un millón de “comunistas” son asesinados. El ejército usa paramilitares y gánsters para ejecutar las matanzas. Son ellos quienes ganaron la guerra, continúan hoy en el poder y persiguen a sus opositores. Los vencedores escriben con orgullo la Historia y el presente del país. En el documental son ellos mismos quienes escenifican las secuencias de la trama de sus memorias, actúan como víctimas y victimarios para mostrar qué hicieron y cómo, “la película sigue ese proceso y documenta sus consecuencias”. Sin pudor. Sin miedo (han pasado más de cuatro décadas desde que todo comenzó y los asesinos dicen que sus crímenes ya han proscrito).

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En el documental no hay una sola imagen de archivo y solo vemos las creaciones de un trío de estos gánsters. El que más destaca es Anwar Congo que, además de asesino, trabajó en una sala de cine.

Imagen El acto de matar

A la mitad de la película, Congo y su socio supervisan una escena en la que Congo hace de un hombre torturado del que solo queda su cabeza viva sobre un montículo de tierra. Su socio criminal, sobrevestido y maquillado de mujer, lo alimenta con pedazos de su cuerpo cercenado hasta provocarle nauseas. Congo, como actor y director, comenta: “Imagínate si la película termina con esta escena. La gente pensará que es mi mal karma. Pero si este es el principio, todas las cosas sádicas que hago después estarán justificadas por este sadismo. ¡Totalmente justificadas!” Su socio le dice que esto va contra la lógica lineal de la narrativa, Congo le dice que eso se soluciona con una elipsis, un “túnel de tiempo” en la edición.

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Al cruzar esta escena con algunas secuencias del final del documental se produce un efecto perturbador: Congo, más introspectivo, sufre de insomnio, sonríe menos, incluso ordena detener el rodaje de una secuencia donde lo van a estrangular con el mismo método que usó para asesinar a cientos de hombres. Vemos a Congo hastiado, asqueado, quiere vomitar. Uno puede pensar que el asesino está arrepentido y creer en el poder sanador del arte: memoria, catarsis y recuento han surtido su efecto: crimen y castigo, un final feliz que reconcilia.

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Pero recordemos la escena del “túnel de tiempo”, ahí Congo da prueba fehaciente de conocer al detalle los efectos y afectos del arte. La cosa se vuelve compleja: ¿es Congo un artista que interpreta su arrepentimiento? ¿quién dirige a quién en esta película? ¿Oppenheimer a Congo o Congo a Oppenheimer? O ninguno de los dos y el karma del arte es algo más esquivo, tan esquivo como la verdad misma.

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Este es tal vez el mayor logro de esta obra masiva, ir más allá de un periodismo lírico satisfecho de crear monumentos solemnes o memoriales efímeros de indignación, “arte contemporáneo” que gracias a su fotogenia sirve de portada para sesudos libros académicos y decora nichos de conmiseración en apartamentos de lujo. El documental supera ese “efecto Guernica” que permite recrear una fecha o evocar un suceso para contribuir con su “granito de arena” a invocar el dolor del otro, un arte incapaz de mirar de frente a los ojos del lobo y que a cambio de complejidad solo ofrece íconos de didactismo moral y plegarias bienpensantes.

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El acto de matar es terrible, es una gran mentira oscilante que representa verdades tan humanas como absurdas e inasibles. Algo habrá que aprenderle a esta obra en Colombia donde tanto arte quiere dar cuenta de lo que aquí se ha vivido.

(Publicado en Revista Arcadia #103)