El arte como obligación

Los médicos, los ingenieros y los matemáticos son los que efectivamente nos cambian y mejoran la vida (anestesia, vacunas, acueductos, computadores, aviones, barcos). Pero los famosos y los intocables son los teatreros y los escritores. Una secta de seres vanidosos, intocables, rencorosos, dañinos. Esta semana el gremio de los artistas no me produce sino asco. Y me incluyo.

Estoy seguro de que si yo hoy declarara —en pleno Domingo de Resurrección— que no me gusta ir a misa (cosa que efectivamente me pasa: las misas me aburren tanto como las obras teatrales), esta declaración sería tomada por los eclesiásticos con mucha más serenidad y tolerancia de la que exhibieron muchos teatreros ante mi confesión de que no me gusta el teatro.

Que yo recuerde, pocos artículos míos han despertado tanta ira como ese (Contra el teatro), lo cual me confirma en una vieja creencia: los artistas se sienten intocables; si uno los critica, reaccionan como hienas asustadas. Se retuercen, echan babaza, escupen fuego, muerden. Los más tranquilos y seguros, por suerte, sencillamente se ríen, como debe ser.

A alguien que está seguro de lo que vale el vino, le importa un bledo si un abstemio dice: “no me gusta el vino”. El bebedor o el productor de buen vino, en vez de declarar que el que no toma es un imbécil, alzará los hombros y dirá: “usted se lo pierde”. Es lo que me han dicho, sinceros y serenos, los buenos teatreros. Los malos —que son la inmensa mayoría— se han dedicado a insultarme como doncellas mancilladas, o a pedirme que pida perdón y me retracte, como párrocos de aldea ante un ateo pueblerino. Todos al unísono me dicen ignorante y me buscan la caída. Por ejemplo, que Homero no compuso cantares de gesta sino poemas épicos. ¿Serán bobos o se harán los bobos? Mi observación, muy simple, era que para mí hacer teatro hoy en día es algo tan anacrónico como escribir épica (homérica o de gesta, me da igual).

Cuando el teatro estaba vivo y era una fuerza retadora importante, las autoridades lo combatían, lo atacaban como una actividad nociva para las costumbres, incluso lo prohibían. Hoy, en cambio, como las salas están vacías aunque el teatro sea gratis, las autoridades lo tienen que financiar, patrocinar, promocionar. Y ya veo yo que si fuera por los teatreros energúmenos y ridículos, habría que declararlo obligatorio, como la misa para los creyentes. Si es tan bueno el teatro, ¿por qué no se dedican a gozárselo en vez de perder el tiempo atacando con furia al que no lo disfruta? Quizá lo que temen —porque muchos de ellos viven de la teta pública— es que el Estado se entere de que el teatro es una necesidad común un poco menos importante que el agua potable, las escuelas o las alcantarillas, y les dé más fondos a estas cosas que a las obras dramáticas de los iracundos que viven de subvenciones públicas, pero no de público.

Siempre me ha impactado la gran diferencia de carácter y de respuesta que hay entre los ingenieros y los artistas. Los primeros hacen su trabajo útil y necesario en silencio, y casi nadie los recuerda. Si un ingeniero se especializa en construir alcantarillas eficientes para evacuar las aguas negras, en general no pasa a la historia, como sí lo hacen los actores y los comediantes (o los pintores, novelistas y poetas, para no ir tan lejos). No hay quien no conozca a Racine o a Garrick, pero muy pocos saben quién fue Joseph Bazalgette. Este hombre supo diseñar las alcantarillas de Londres, el modelo para las ciudades modernas, y se inventó un sistema de túneles y diques gracias a los cuales las megalópolis pueden deshacerse de la porquería que todos producimos. El mundo está lleno de estatuas de dramaturgos, pero a Bazalgette no se le hacen bustos.

El caso es que gracias a su trabajo ingenioso y callado la gente dejó de morirse de cólera por millones, en Europa y en América. Hasta sus soluciones hidráulicas, los humanos de las ciudades —sin exagerar— chapoteaban en mierda a nivel de los pies, muchas veces al año. Los médicos, los ingenieros y los matemáticos son los que efectivamente nos cambian y mejoran la vida (anestesia, vacunas, acueductos, computadores, aviones, barcos). Pero los famosos y los intocables son los teatreros y los escritores. Una secta de seres vanidosos, intocables, rencorosos, dañinos. Esta semana el gremio de los artistas no me produce sino asco. Y me incluyo.

 

Héctor Abad Faciolince

publicado por El Espectador

16 comentarios

Esta fue la respuesta de Fabio Rubiano, publicada el primero de abril en su nuevo blog: hayteatro.blogspot.com

Respuesta a ‘Contra el teatro’. En forma de carta a Héctor Abad Faciolince por su columna contra el teatro.

El miedo provoca lo temido

He conocido gente con fobias, y muchas veces lo peor que puede hacer alguien con esta patología es hacerla pública porque de inmediato comienzan a asustarlo con eso.

Las casas de las bromas están llenas de insectos, sapos, ratas, culebras, además de vergas, vaginas y excrementos de plástico. Todo en aras de producirle risa a alguien a costa del miedo del otro, del sufrimiento del otro. Los gestos de la gente que entra en pánico ante aquello que lo descontrola son impresionantes: la boca se tuerce para un lado que nunca imaginamos, los ojos se desorbitan, hiperventilan, se agachan como si fuera a caer una bomba; gestos que, según usted en su columna, son los que odia.

Lo paradójico es que queda la sensación al leer su penoso artículo, de que es usted quien hace los gestos a los actores cuando nadie lo está asustando, está sacando la lengua cuando no hay mimos persiguiéndolo, contrae los músculos de la cara y crispa las manos sin que se asomen por la ventana de su casa actores con máscaras griegas. Está haciendo muecas solo. ¿Cuál es la razón para que sea usted quien haga los gestos que tanto odia? Y los exhiba. Además está mostrando sus heridas, el desorden de sus neurotransmisores (las fobias lo producen), sus trastornos, ¿para qué?, ¿para que lo compadezcan, lo perdonen?

Para las fobias hay tratamientos. Bien podría curarse y volver algún día a teatro. Va a tener que ver muchas obras malas para alcanzar una buena, así sucede también con la literatura. Y sí, lo sé, hay gente que dice que la novela ya se escribió y que no hay que escribir más, de la misma manera que usted dice que el teatro ya no está vivo. Afirmaciones temerarias, pero ya de lugar común, como el fin de la historia, fin del arte, fin del fin. Apocalípticos de catálogo.

Al ver el título me emocioné, pensé que había argumentos sólidos, pero casi de inmediato llegó la sorpresa y la vergüenza. Habla usted del amor al cine donde no hay esos gestos feos del teatro que le crispan. Si tanto horror le producen, supongo que odiará el cine expresionista de los años 20 donde nada de lo que allí sucede se parece a la realidad, que es una de las exigencias que usted hace, o intuyo que detesta Kusturica por lo antinatural de la gestualidad, o que también siente fobia con algún Kurosawa. En su reemplazo asumo que disfruta más las películas basadas en novelas de Jane Austen o las hermanas Brontë, donde todo es muy limpio y los gestos medidos.

En esa misma línea sospecho que no disfruta usted la pintura de los expresionistas, o de los objetivistas como Otto Dix o Gorge Grozs, o que no aguanta ver a Lucian Freud o a Odd Nerdrum donde ahí sí que hay gestos grandes y feos (para usted, no para mí), y que prefiere cuidarse su fobia viendo a los que “no hacían gesticulaciones enfáticas y sí sabían como era que se pintaba”.

Imprecisiones

Hay que aclarar, entre otras cosas, las imprecisiones frente al teatro que aparecen en el artículo. Hay gente que compra sus libros y lee sus columnas, entre esos yo, y pueden quedar con información errónea.

1. Homero no escribió teatro, de hecho no escribió nada. Narraba, y como era ciego, a lo mejor también haría muecas repugnantes para los fóbicos de los gestos. Los cantares de gesta se hicieron casi 20 siglos después de Homero. Eso usted lo debe saber, no sé por qué lo confunde.

2. Cuando dice que a quién se le ocurriría hoy hacer cantares de gesta, recuerdo que fue lo mismo que le dijeron a Cervantes cuando escribió una novela de caballerías en una época en que el género ya estaba pasado de moda. Hay gente que escribe lo que está de moda en el momento oportuno. Los de teatro por lo general hacemos no lo que esté de moda, sino lo que creemos que es necesario.

3. Los actores de cine que usted admira pasaron por escuelas de teatro, y la formación no consistía en tirarse al piso y empelotarse, eso es básico, eso es un comentario de matrona del partido conservador. Hay muchas más cosas que hacer, con emociones o con técnica, años de trabajo. Esos grandes actores de cine no son actores de cine, son actores, y siempre regresan al teatro. Mínimo una vez cada año, decía Mastroianni, y el consejo lo siguen muchos. Lo hace Philip Seymour Hoffman hoy en día (está en cartelera con “La muerte de un agente viajero de Miller”), lo hace William Dafoe permanentemente con el Wooster Group. Los pocos buenos actores que hay en nuestra televisión ¿adivina usted de dónde salieron?

4. Aquello de que el teatro moderno involucra al público es una afirmación destemplada. Ese teatro moderno del que usted habla es de los años 60 y 70 con el furor del Open Theater o el Living Theater. Hoy en día eso no es para nada común, se usa en algunos espectáculos de calle o en números de payasos o magia. Espectáculos como “Fuerza bruta” o “Villa Villa” sí involucran a los espectadores; a veces descienden del cielo actores con arneses y se llevan consigo algún espectador. Las colas para verlos son interminables y los asistentes ruegan por ser ellos los “elegidos” para volar. De antemano saben a lo que van.

Con la Fura dels baus, agrupación catalana, uno está advertido de que en algún momento el teatro se puede incendiar, hay obras con encierro, incendio y bomberos. A mí no me parecen los mejores espectáculos en cuanto a lo esencial del teatro, pero supongo que en este último caso, cuando usted está entre las llamas y llevado en brazos por un bombero actor, sí se cumplen sus expectativas de verosimilitud.

5. Dice usted que el teatro es falso. ¿Me podría decir qué obra de arte no lo es? Primera clase del primer día: el arte no es la realidad, es una construcción poética, lírica, dramática…etc. De hecho la realidad también es falsa, todos los días se dicen verdades que no lo son.

6. El teatro no es como usted dice inofensivo, ni inocente, mucho menos útil; cuando se vuelve útil deja de ser arte. Ni siquiera fue útil cuando cumplía funciones pedagógicas en el siglo XIX en Colombia. Es un trabajo minucioso, puntual, de corrección permanente para que se vea exactamente lo que se quiere decir, para poder ser lo suficientemente ético en lo que se plantea, para no estar al servicio de nadie, no ser útil para nadie. No es inocente, porque lo que se diga y haga puede insultar, o asustar, como a usted; y no es inofensivo, muchas veces ofende. “Casa de muñecas” ofendió a la sociedad noruega; “Las brujas de Salem”, a la norteamericana; todo el teatro abierto argentino ofendió a la cúpula militar, por eso les incendiaron el teatro; La Candelaria ofendió también y varias veces fueron allanados y les confiscaron los fusiles (eran de madera, de utilería).

7. El cine no es teatro moderno. El cine es hijo del teatro, lo que pasa es que es un hijo que se volvió rico y a pesar de todo siempre regresa a casa a pedir consejos. El cine muestra, el teatro alude, evoca. No montamos en un escenario cien soldados a caballo, pero hacemos que se sienta que ya van a entrar. En el cine de hoy tampoco son de verdad, lo siento. Las tropas multitudinarias son por computador, ojalá eso no lo aleje también de las salas de cine. Ah, y las muertes son de mentiras y la sangre también. Como en el teatro.

Tratamiento

Solo espero que usted haya escrito eso por congraciarse con alguien, o por apresurado, por cumplir con su columna. Quiero pensar eso, que en medio del apresuramiento cometió errores no solo históricos, de concepto y de argumentación, sino de redacción, como unir Homero y cantar de gesta. Ojalá algún día rectifique.

El teatro es más de lo que usted dice. Y los actores son más que sapos. De hecho, han sido los menos sapos con el establecimiento y con los poderes económicos.

Yo le tengo un poco de miedo a ciertos sapos, y podría pensar que al escribir usted un artículo (con gesto y muecas de alabanza) a Julio Mario Santo Domingo, en el momento oportuno, se comportó como un sapo, y podría pensar también que ese es el único teatro que le gusta, el Julio Mario, que ante él no haría gestos de pánico sino reverencias. Si ese gesto cercano al de un sapo no me dio miedo, debió ser porque uno de los tratamientos efectivos contra las fobias es la exposición a lo temido, o porque tal vez usted no lo sea.

De todas maneras lo invito a que se trate.

Sí, escribir en domingo día de contemplación, chat y arreglo de uñas es hasta aburrido, pero si el señor Héctor Abad Faciolince se ocupará de leer un poquito más sobre el arte y los artistas, comprendería que su asco esta pasado de moda y que de  esto ya se hablo hasta el aburrimiento y mucho más que eso, incluso el gran súper genio y artista Aleman Joseth Beuys planteo, que todos podemos ser artistas y de hacho puede suceder y que todos pueden llegar al reino de los cielos desde otros horizontes, incluso el inventor de la locomotora puede ser considerado santo y llegar a Dios, es fácil a través del  trabajo que impacta y hace el bien común o el arte, Héctor con nombre épico y que conoció de cerca el talón de Aquiles debería saber ya que el arte y los artistas no son los intocables, eso me suena a la pataleta como respuesta. Los artistas la rebelión, la provocación y la respuesta a nuestros mancillados derechos no le preocuparan al señor Faciolince, los maltratados artistas, incluso con su mundo social sin definir, sin seguridad social, sin nada, solo desde su poética o su furia de hiena como lo dice Héctor es que se hacen visibles sus mundos, callarlos o intentar callarlos es lo más infame que podríamos hacer, llamarlos resentidos o animales salvajes por que hablan del hambre  física o de reconocimiento y no de los gustos personales de cada uno de nosotros, eso si de verdad da ASCO ¡¡¡¡.
Hay tantos temas para tratar y no perder el tiempo respondiendo estas provocaciones fútiles, innecesarias y hasta un poco babosas.

 

La utilidad del arte no es física y habitualmente reemplaza la función de la religión, porque necesitamos seguir creyendo en el ser humano con independencia de ritos establecidos o sin ella, buscamos iluminar nuestra ignorancia. 

Vaya uno a saber si entre los ingenieros no se dan espectáculos de ego inflamado.

Muy a mi pesar, he debido aceptar que somos los seres humanos los que padecemos de ello, no son las profesiones, los oficios: somos nosotros y eso no cambia mudando la profesión como se cambia una camisa.

El arte no es igual a un martillo, pero seguro que tiene utilidad. Aunque no sepamos siempre cómo opera. 

Querido diario: acabo de leer la columna de Héctor Abad Faciolince contra el teatro y me ha gustado mucho. Conozco esa vieja opinión de ciertos intelectuales despreciando las artes escénicas y en este espacio me he ocupado en varias ocasiones del asunto. La diferencia es que Héctor se arriesga a manifestarla en público con inteligencia y humor. No, no me voy a poner bravo, ni voy a escribir un comunicado para que lo firmen todos los teatreros de Colombia, ni voy a declarar persona non grata al escritor para que lo abucheen a la entrada del Teatro La Candelaria. Eso sería peor. Su caso, como nos lo aclara en la columna, es una simple fobia. Y si tomamos medidas de hecho, quizás le acrecentamos el problema.

Yo me temo que el drama de Héctor no es precisamente Andrómaca sino cierta aversión que tienen los intelectuales por el sudor. No les gusta que en el arte se hagan esfuerzos físicos. El arte y la cultura, según ellos, se hicieron para disfrutarlos en el sillón de la casa, con un buen whisky y una estupenda grabación de, no sé, digamos, Franz Liszt, como música de fondo. O en la taberna. Pero los desgarramientos actorales sobre un escenario no los soportan, como si el teatro fuese siempre la expiación emocional o “la sacudidera de costales”, al decir de Carlos Mayolo, otro al que no le gustaba el teatro (y terminó sus días escribiéndolo). Están en todo su derecho, mis amigos los intelectuales. Yo tampoco me soporto el mal teatro, así como no me soporto las malas novelas. Cada cual administra sus rechazos de la mejor manera. Tengo un amigo cineasta que odia leer libros de ficción. Le parece lo más fatigante y mentiroso del mundo. Tengo un amigo director de teatro que considera el cine la más limitada de las artes, porque persigue la ilusión de realidad. Mi amigo Héctor Abad, por el contrario, no se soporta el teatro por anacrónico y porque “no hablan nunca como uno”, según sus palabras. Es que no se puede, Héctor. Así como “El olvido que seremos” no lo escribiste en versos alejandrinos, tampoco se puede representar a Shakespeare hablando como cuando conversás con Alberto Aguirre. Además, el teatro también ha crecido, como la poesía o la novela. Así como ya nadie escribe emulando a Lope de Vega, ya hay directores de teatro que pertenecen al siglo XXII y actores que hace rato dejaron de hablar como sir Laurence Olivier.

En fin. No me voy a poner a discutir, porque nunca nos vamos a poner de acuerdo. En el fondo, es un asunto de tradición y del tipo de leche que bebimos en la infancia. Héctor, según cuenta en el libro que le dedicó a su padre, vivía rodeado de libros. Yo nací, hijo de pintor y bailarina, me crié en Bellas Artes e hice la primera comunión y perdí la virginidad entre coreógrafos, modelos de dibujo anatómico, grabadores y, cómo no, escenógrafos, vestuaristas, actores y directores de escena. Aprendí a quererlos y a entender sus universos y ahora viajo por el mundo buscando obras de teatro, coreografías de ballet y, sí, películas y novelas. No tengo, por fortuna, nada ni contra los sapos, ni contra los anacronismos. De todas formas, así como no se escriben hoy por hoy cantares de gesta (hasta donde me acuerdo, querido Héctor, los cantares de gesta no los escribía Homero sino que tuvieron su edad de oro en la Edad Media. Pero, fresco. Ya pasaron de moda) y los libros de papel muy pronto serán estigmatizados por acabar con la naturaleza, como las corridas de toros, así mismo quisiera encontrar una justificación para que el teatro o la danza tengan su espacio en el mundo de los defensores del “théâtre dans un fauteuil”, como decían los franceses en alguna época. Tengo muchas razones para defender las artes escénicas. Pero lo mejor es hacerlo a través de este diario. Con Héctor más bien conversaré algún día sobre su hermoso libro de poemas titulado “Testamento involuntario”. Lástima que ya nadie escriba diarios y la poesía sea una especie en vías de extinción. Estamos fritos. Pero, por favor, Héctor, para finalizar, no te pido que volvás al teatro, pues lo que veo es que siempre te metés al montaje equivocado. Creo que nunca te voy a acompañar a una platea. Cada vez que se te ocurre sentarte frente a un escenario, la obra sale mala. Aunque me temo, querido Héctor, que la culpa no es del teatro sino tuya.

Pero prosigamos, querido diario, que me desvío. Estábamos en el Festival Iberoamericano de Bogotá 2012. Ayer me fui a ver la esperadísima “Rock and Roll” de Tom Stoppard, puesta en escena del Teatro Nacional de Kosovo, bajo la dirección de Dino Mustafic. En la mañana, para prepararme, fui a la conversación que el responsable de la puesta en escena tuvo con el cantante de rock y actor Mario Duarte y el director catalán Marc Caellas. Muy interesante el asunto, pero me parece que la conversación se desvió y se pusieron a hablar de la situación política de Kosovo, a hablar de Emir Kusturica, vaya uno a saber por qué y “Rock And Roll” pasó a un segundo plano. Pero en fin. Cada uno modera como mejor le parezca. Yo hice un discreto mutis por el foro y esperé la función de la tarde, que empezaba a las tres. Pero la maldición del festival de este año, que son los equipos de traducción, obligó a atrasar la presentación por espacio de tres horas. ¡Menos mal que Héctor Abad no fue! Me hubiera muerto de la pena. Yo como soy militante de las causas perdidas, me fui a cumplir con las obligaciones del resto de mis personalidades y regresé al auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional a la hora señalada.

Dos horas de espectáculo, con una traducción enrevesada y una puesta en escena, bastante triste. Quiero decir, “Rock And Roll” es un texto estupendo, escrito por un dramaturgo y guionista al que admiro lo suficiente pero que, representado por los jóvenes actores de Kosovo, se convirtió para mí, rocanrolero fundamentalista, en una experiencia fatigante. No. No le echo la culpa al sistema de subtitulaje. Creo que el problema es más de fondo. Si nos justificamos diciendo: “lástima que los textos no se ententían”, quiere decir que en la puesta en escena no hay nada. En ese caso, le damos la razón a Héctor Abad y nos quedamos en casa, leyendo a Tom Stoppard. Yo recuerdo que, en los primeros festivales de teatro de Bogotá, no había subtítulos. Ni siquiera las horribles traducciones simultáneas con audífonos. Y uno veía el teatro polaco y el teatro japonés y el teatro de la antigua Yugoeslavia y disfrutaba los montajes. Porque el teatro no son los textos. Eso ya lo dijeron nuestros primeros padres hace mil años. Pero volviendo a “Rock And Roll”, creo que me quedé con las ganas de más, de mucho más. Es una lástima que con las hermosísimas voces de los actores del elenco, con la banda de rock que los acompañaba, con la estupenda obra escrita por el autor de “Shakespeare In Love” o de “Rosencratz y Guildenstern han muerto”, no hubiesen hecho una pieza maestra. Semejante tema (la dimensión liberadora de la música en los jóvenes de la cortina de hierro entre 1968 y 1998, fecha, ésta última, en la que los Rolling Stones fueron a la república Checa) merecía algo más y no el montaje “cubista” al que se limitaron tímidamente Mustafic y sus muchachos.

Salí corriendo para el concierto de Bebe. A la española la conozco desde los tiempos del álbum “Pafuera Telarañas”, gracias a la educación brindada por mi asesora en músicas libertarias, Vivian Newman. Cuando iba a España me gustaba oír a Bebe y aprender a excitarme con su perversa inocencia. Luego me di cuenta de que en Colombia no gustaba. Especialmente los hombres la detestaban. Yo callaba, para no entrar en conflictos. Pero canturreaba en mi interior sus canciones. Así que cuando supe que Bebe venía a Bogotá, me disfracé de niña posmo, me puse unos tacones puntilla, una pañoleta palestina, un maquillaje fosforescente en las uñas y me escurrí en el Pabellón de Corferias donde cantaba María Nieves Rebolledo. Al llegar, una de las acomodadoras me dijo que el concierto ya había empezado. Mentiras. Era tan sólo la sufrida telonera que trataba de calentar el hielo del auditorio con una triste malagueña. Había buen público, no lleno, pero sí el suficiente como para desvirtuar la teoría del odio por la damisela. Pero cuando entró la Bebe, el asunto se calentó. El público, claro: chicas y más chicas, especialmente mis amigas de la comunidad del anillo. Traté de asumir mi disfraz de chica posmo y de saltar encima de las sillas, para que nadie me mirara con ojos asesinos, pero pronto fui descubierto. Me hice atrás, por consiguiente y supe gozarme a Bebe, en silencio, luciendo mi calva de travesti tardío, sin que se me mojaran los interiores. Salí feliz del concierto. Pero no se lo voy a decir a nadie. Ahora la moda es hablar mal de todo y de repente me gritarán “anacrónico teatrero” por expresar mis emociones en público.

Presiento, querido diario, que pronto voy a tener que cambiar de profesión y dedicarme a algo mucho más contemporáneo. Voy a volverme estrella del reggaetón. Eso sí que está al orden del día. De repente, hasta invito a Héctor Abad a algún concierto.

Sandro Romero Rey
http://bogota.vive.in/blogs/bogota/un_articulo.php?id_blog=3630999&id_recurso=450041476

Me causa una gran desazón leer la diatriba de este escritor hacía el oficio del teatro. A pesar de las diferencias que son tan frecuentes entre nosotros los artistas siempre hay algo que las hace valederas, cierta sensibilidad y solidaridad de la que adolece tanto el artículo como la dura respuesta de Héctor Abad Faciolince a sus colegas.
Durante diez años edité una revista de arte y nunca llegó a mis manos un artículo tan alejado de una apreciación digna de un crítico o de un artista. Es triste ver como muchas de las columnas de opinión, tanto de los periódicos El Tiempo y El Espectador, como de la revista Semana, son usadas para ataques tendenciosos y personalizados en la política. Verlo en el arte es algo que me deja perplejo.  

Ojalá los editores dejen de usar las columnas de opinión de manera amarillista y por el contrario hagan de ellas un lugar de reflexión y de enriquecimiento para los lectores.

Pensaba responderle algo a Hector Abad y su curiosa mezcla de fobia al teatro y de fulminante pontificado cultural, pero, la verdad, es que Sandro lo ha hecho mucho mejor de lo que yo podria haberlo hecho. Asi que me pongo de acuerdo con él y ya está.

A mí me parece que lo de Abad es un punto de vista que hay que tomar en cuenta para pensar si los espacios de representación propios de las artes escénicas siguen siendo los mismos y cómo su práctica se relaciona en este mundo contemporáneo con las dinámicas de distribución del poder. Siempre es sospechoso que el arte obtenga patrocinio oficial… Lo que tal vez debemos pensar en las artes escénicas es a cuál teatro le cae el guante que tira Héctor y a cuál no. Por ejemplo: hay una diferencia entre la sala mediovacía de las obras del circuito comercial del Iberoamericano y las salas llenas del Alternativo. En lo que sí se descacha el escritor es en hablar de teatro en general o de arte en general… como si fuese un campo homogéneo (por eso lo compara con la Ingeniería)… En lugar de irse lanza en ristre contra una crítica el campo de las artes escénicas debería trabajar por investigar sobre su función en esta sociedad; sus espacios de construcción de sentido y las posibles transformaciones a abordar…

La desazón a causa de esto es compartida.

Lo menos que espera uno es que una crítica de arte, a diferencia de una opinión personal, se acepta en la medida en que el crítico es tenido en la sociedad como una persona con el bagaje necesario para hacer su labor apoyado en la carga de conocimientos y no en sus caprichos como lo podría hacer cualquier ignorante en la materia.

La desazón se comparte porque es una muestra palmaria de la situación de la crítica en general para cualquier campo creativo en Colombia. 

Aunque se pueda comprender que vivir estrictamente de la literatura como de cualquier arte es difícil y que por eso labores de pane lucrando son cosa corriente entre artistas y se acepta por la condición, no por ello debe darse tal ligereza.

Se anhela decencia al hacer los trabajos mercenarios, que como mínimo, debiesen llevarse a cabo con la altura necesaria para evitar envilecer los oficios, el de crítico en este caso. 

se me hace que es más una salida en falso de viejito aburrido y cascarrabias en busca de adrenalina; yo no le parararía tantas bolas, siente uno, en el fondo, el atavismo paisa de un tal Uribe Velez; pregúntenle al ex para que cree que sirven los artistas

Se está haciendo un escándalo por nada. El que a unos les guste y a otros no, es tan natural como que los lectores de esta pagina entren porque les interesa, y los que no, pues están en facebook mandando aplicaciones a personas que no conocen. Si algo se ha dicho desde Kant es que en cuestiones de gusto no se discute, cada quien tiene el suyo y es el dogma el que pretende que todos pensemos lo mismo. Él verá que le gusta, no está obligando a nadie a seguirle. He leído algunos textos de él como escritor y me resultan «entretenidos» y aunque mi opinión cuente tanto como la de un mono, seguramente, si algún día se motiva -o mejor se atreve- a escribir y llevar a las tablas una obra, será ante todo un fiasco, y tal vez, una catarsis. 

De abadías y otros lugares oscuros

Creo con toda honestidad que se requiere de un ego colosal para pensar, tener siquiera la idea de que los actores sufrimos por no gustarle. Seriamente, señor Abad, me río. Y no me río para quedar en la categoría de los que usted llama los buenos teatreros, no faltaba más, porque tendría que saber usted un poco de teatro para que su clasificación me importara, digamos, aun cuando fuese un rábano.

Y creo que usted no sabe, porque va, o iba, al teatro a buscar lo que el teatro no le puede dar. Como usted poco entiende del tema quisiera que me permitiera intentar ilustrarlo, si existe la posibilidad de hacerlo. La pintura, por la que usted tal vez no sienta tanta fobia, tuvo su historia, un camino de hallazgos formales y conceptuales. En el renacimiento apareció la perspectiva y desde ahí, los esfuerzos por conquistar una imitación total del objeto, la mímesis absoluta. Así los autores flamencos produjeron bodegones exactos al original, los paisajistas y retratistas franceses hicieron lo propio; se había conquistado pues la realidad. Pero en el siglo XIX, tras estos alcances, y justo cuando aparecía la fotografía, los pintores se preocuparon menos por la fidelidad a lo representado y más por la representación en sí misma. Así un señor Cezanne empezó a ponerles bordes a las frutas, a los platos, a las montañas, a la gente; empezó a pensar el cuadro como una entidad en sí misma que no era deudora de la realidad representada más que como pretexto mismo para el acto de pintar, y vino otro señor, el de la oreja, que pintó nubes como le dio la gana, y después otros y otros que renunciaron, no por falta de habilidad o de talento a imitar lo que veían sino que pensaron en la pintura como medio y fin de su quehacer. Esa narrativa terminó dicen algunos, hace 50 años aproximadamente.

El ejemplo va a contarle que el teatro hace rato de dejó de querer imitar la vida tan cual es. Así como a la pintura le apareció la fotografía, al teatro le apareció el cine. ¿Tenían que dejar de pintar los pintores porque había aparecido un nuevo medio que hacía en segundos lo que el pintor tardaba meses? Si eso hubieran pensado los artistas, seres infames, hienas asustadas e inútiles, el siglo XX no habría conocido a Picasso, nos habríamos privado de los impresionistas, no habríamos experimentado lo que se siente al estar frente a un cuadro de Francis Bacon.

Usted dice que el teatro murió. Bueno, diga algo nuevo. Según Hegel hace un par de años deberíamos haber conmemorado una ceremonia por el bicentenario de la muerte del arte, pues hace más de dos siglos este señor dijo que el arte había muerto. Y después de él lo han dicho tantos, que honestamente lo tuyo es un periódico de ayer.

No sé que teatro tuvo que ver usted allá en su lejana infancia, y digo lejana sin saber cuantos abriles tenga, porque sus razones, parecen de hace marras. Pero en cualquier caso, quiero dejarle saber que el teatro que se hace en este siglo busca cosas distintas a las que busca el cine, y las vez las mismas, busca cosas distintas a las que busca la novela, y la vez las mismas, busca incluso cosas distintas a las que busca la pintura, y a la vez… El arte es uno solo, pero cada medio tiene su forma de hacerse poesía. Hay hoy montajes que buscan imitar la vida, así como existe hoy pintura hiper-realista. Y lo logran. Y es válido. ¿Usted ha llorado en cine? ¿Si, verdad? ¿por qué? ¿por qué llora usted frente una pantalla blanca que solo es un lienzo coloreado por unas luces proyectadas por un aparato, que desaparecerán en cuestión de minutos cuando finalice la proyección. Por qué llora si esos actores están tan lejos y hoy son más viejos más gordos y más feos, como usted, que hace 10 años cuando filmaron esa película. Usted llora como lo hacemos todos, porque queremos creer, porque nos dejamos llevar, porque nos entregamos y aceptamos que esa película es algo más que 24 cuadros de celuloide por segundo. Para amar el teatro, para amar lo que sea, hay que tenerse fe, dar por un querer la vida misma, sin morir, eso es cariño, no lo que hay en ti.

Y de cualquier forma, el teatro va mucho más allá de la representación, si no quiere creer no crea, la mayoría del teatro que se hace hoy en día está dado más en función de la experiencia, del manejo poético del espacio, de las metáforas hechas imágenes, que de tratar de convencer a un fóbico de que el problema no es si él le gusta o no. Y se lo dice un ateo.

El Abad: “Lo digo sin orgullo, casi con pena:
ir al teatro me produce una aversión
parecida a comer hígado de perro crudo”.
 
El perro: ¿Porque quieres comparar
Héctor Abad Faciolince
el hígado que me han dado
con tus quince mil esguinces?
 
Está bien que no te guste
ni el teatro ni la escena
¿pero tenés que decir
que no me quieres por cena?
 
Yo tampoco comería
mi hígado, ni aún cocido,
pero del tuyo compadre,
¡bien que haría un encurtido!
 
En vinagre está flotando,
de mala sangre está lleno,
sólo he de ponerle un pique
y cuidarme del veneno.
 
¡Oh! Hector Abad, tú dame
ese manjar de mis días
cómo sufro mil afanes,
¡cuando en tu panza, hay comida!

Yo sólo quiero decir que este es un ejercicio bizantino de discusón, un acto de complicidad con la máquina de la opinión en la que se prentede fabricar los gustos y las aversiones. Lo cierto es que nuestra vida, especialmente la interior, no es un catálogo de «Ins y Outs», de cositas que nos gustan y cositas que no, sino un rio donde la nausea y el gozo se confunden muchas veces en el mismo fango vital. Recuerdo el olor de selva de la primera mujer que amé, cómo quería yo salir corriendo, escapar de su perfume tirano y no verla más y al mismo tiempo quería ahogarme en… su veneno. Muchas fueron las noches batallando con el recuerdo, el de su boca carnìvora, el de sus caderas como antiguos cántaros de aceite y su silueta a contraluz, sentada en el marco de la ventana desde donde voló el amor hasta estrellarse en el pavimento. Vértigo, deseo, amor y asco… la incomodidad permanente de temerle a lo que más extrañas, el puro miedo a desaparecer y a no ser más, a ser borrado del mapa por la fuerza telúrica de los abismos. Lo que Héctor llama asco o fobia, no es más que eso. El rezago de un amor truncado, de un golpe en la cabeza, de un pequeña cobardía que se hizo grande por tratarle de cambiar el nombre. Fabio lo llama trauma, otros burguesía, pero al final no es más que amor, vida bien vivida, miedos bien sentidos. El disgusto de Héctor es el grito anacrónico e infantil del niño enamorado que ya no puede retroceder el tiempo, que se perdió la escena justa, el gesto preciso y siente desde entonces un hueco el corazón. Lastimosamente, eso queda en el pasado y no hay remedio para ese mal diferente al de dejarse devorar del dragón en los sueños o en la poesía, la nostalgia desde la ventana o el antagonismo declarado. Héctor escogió esta última via con el Teatro, transformando el gozo perdido en nausea manifiesta. Pero el teatro, como el amor, como el primer amor, se resiste a perderse en el disfraz del recuerdo y la opinión y lo que permanece es su olor en todos los rincones de la vida, resonando, vibrando, pegándose en la piel de cada dia. Despues de mi primer amor, los perfumes de mis amores futuros quedaron trenzados con ese primer misterio y se me aparecen sin avisar, haciendo muecas y gestos en la memoria. Lo bueno, para mi, es que no tengo que publicar una columna de odio para causar sensación y me puedo limitar a decir la verdad: que extraño lo que no pude conocer, que tengo la dulce nausea de sentirme muy pequeño frente a una montaña enorme cuyos caminos no puedo ni imaginar. Héctor en realidad no odia el teatro, simplemente se siente pequeño por no haber podido nunca entender su magia a pesar de codiciarla con el hígado (el suyo y no el del perro).

Argumento pérfido así sea poético. según Usted el disgusto por el teatro solo puede ser producto de un trauma. Lo dicho sigue en pié: la secta de los artistas «puros» exigen adoración so pena del señalamiento de que hay algo dañado en quienes no nos entregamos al arte incondicionalmente.

Pues no sé si sea pérfido, pero el mismo Héctor califica su inclinación como una fobia, irracional, visceral, inargumentable. Esto tan sólo es una paráfrasis de aquello que dice en la columna, con algo de más: Héctor no nos cuenta el cuento completo, no nos cuenta la historia de su fobia, tan sólo nos muestra su rostro presente, deformado por el tiempo. A nosotros sólo nos queda imaginar. Y nos podemos imaginar cualquier cosa que nos permitan nuestros propios mundos interiores y exteriores. No entiendo por qué piensa usted que yo señalo algo en Héctor que no señalo en mi mísmo, pues todos tenemos los daños, adornos y marcas que nos da la vida, y eso le da forma a nuestro rostro y a nuestra palabra. No critíco la opinión de Héctor, más bien la entiendo a mi manera. Si critíco, en cambio, esta polémica inútil por la fobia confesada, estas espinas levantadas por un problema de gusto aberrado, estas cultas e innecesarias correcciones sobre los géneros literarios. Y critíco también que por defender su asco de los inoficiosos, Héctor ataque sin mesura a un gremio tan diverso y lleno de riqueza y arremeta contra los flacos apoyos que nos hemos ganado (y que también nos hemos usurpado en medio del «rosquerismo» de nuestro gremio), que no podrían financiar ni una escuelita decente. 

Es injusto que aquellos que vivimos cerca del teatro no reconozcamos que existen muchos «vividores» que hacen poco por el arte y todo por la panza, que no aceptemos que algo del arte ha muerto en el proceso de volverlo mercancía rentable; pero también es injusto que Héctor, impulsado por su fobia y la necesidad de defender una columna impulsiva, nos meta a todos en el costal de lo insulso y lo muerto e insinúe que nos comemos lo que no le dan a los niños y a los hambrientos.  Pero aparte de eso, respeto su derecho a escupir su leche sobre el teatro (al mismo tiempo que deploro la hipersensibilidad de mis colegas al respecto, pues para asumir ese riesgo nos paramos sobre el escenario) y lo alabo por su valentía, si bien se le acaba a la hora de contarnos como llegó a odiar a los «sapos» de sus pesadillas.

Creo que hace falta que usted lea bien lo que escribí pues se refiere tan solo a la fobia de Héctor (intensa, grosera, desbordada) y no al mero disgusto cualquiera. Bien se ocupa él de mostrar que lo suyo es sensacional, salido de la medida normal del «no me gusta el teatro». No creo que a ese Héctor que agita su asco sobre el escenario como una bandera, le incomode que se le busque el orígen a su aversión, ni creo que le parezca denigrante que se le nombre  «miedo» o «trauma». Espero mejor que nos cuente lo que falta del cuento o que se ria en silencio del intento.

Dentro de su texto, El olvido que seremos, Abad Faciolince admite que terminó de escritor porque no teniendo la más remota idea de hacia dónde conducir su vida, le salió por el camino eso de escribir. 

No todo el que escribe es artista, ni intelectual automáticamente. Tampoco un crítico.

El arte es imprescindible para poder vivir una vida más completa que la que puede dar la mera biología del cuerpo.

¿Gusto?,

puede gustarme o no la mazamorra [también lo dijo en el texto citado atrás, que ahora parece nada más que un anecdotario escrito y no una obra], porque estando obligado a tener que comer, el gusto propio me autoriza a escoger; pero si soy artista, y sobre todo si paso de crítico, no tengo la opción del gusto para emitir juicios de valor apoyado en mi carga de prejuicios.