ejercicio de agrimensura

Se percibe en el ambiente un miedo solapado hacia los objetos. La ley del arte determinó que ahora sólo tiene sentido leer andamios, aquellos que sostienen los objetos, aquellos que los rodean, los nombran, los definen, les dan sentido. Realmente es dificil llegar al objeto cuando está envuelto en mantos impermeables y opacos porque así lo dicta la ley, o mejor porque los mantos son la ley. Y sus guardianes se esfuerzan en opacar los objetos, o en divulgar la ley, o como se ha escrito en esfera pública, hacer ruido y desviar la atención. Cuando alguien hace el esfuerzo de leer un objeto, rápidamente le recuerdan que ese territorio es prohibido, que solamente se está permitido llegar hasta el manto que lo cubre, maniobrar dentro de la ley. Algunos argumentos que sostienen esta ley son la muerte del autor, el matrimonio del arte con la vida y la muerte del arte.

Otra prohibición, además de acercarse a los objetos, es delimitar territorios, porque ante los ojos de la ley no hay diferencia entre arte educación, cultura, vida, comunidad, país, artista y sociedad. Todo es lo mismo, así tiene que ser, y quien se esfuerza en leer objetos está cruzando el límite de lo permitido y entrando, paradojicamente, al terreno de los límites. El oficio del agrimensor ayuda a entender algunos fenómenos, especialmente los relacionados con la repartición de tierras del latifundio artístico. Por ejemplo, ante los ojos de la ley el autor murió hace tiempo. El agrimensor diría que el autor no ha muerto, o que si murió reencarnó en otro cuerpo, o en términos de propiedad de tierra, se efectivó una reforma agraria. También diría que la reforma no es tan democrática como la quieren mostrar.

Un ejemplo es el pasado Salón Regional. Tres artistas reconocidos en el medio y con el necesario capital reputacional fueron encargados de repartir tres parcelas (las sub curadurías de pintura, escultura y dibujo), que fueron designadas para los artistas más jóvenes y por ende, menos responsables o con menor conocimiento de la ley. Y como las tierras no son igualmente deseables (unas son mejores que otras), a uno de los tres grupos, el único que participó de la versión Boyasence del gran evento, se le designó el corredor de un edificio que tendrían que administrar conjuntamente (si no me equivoco entre 11 jóvenes artistas). Como todavía no tenían la edad legal para hablar solos, lo cual estaba completamente claro para la curadora general, sus nombres no figuraron en la primera publicidad del evento, y en una demostración admirable de honestidad, la subcuraduría en torno a la escultura figuró como proyecto del sub-curador. En otras palabras el autor es el sub-curador (quien se sorprendió con la decisión) y no tanto los participantes «individuales».

En el evento de Bogotá la autoría de las sub-curadurías no se delimitó tan claramente. Por ejemplo la parcela de pintura, presentada como proyecto colectivo donde cada joven artista propone y crea individualmente y el sub-curador sólo junta los objetos, no los edita, no los toca, no interviene en sus destinos, ante los ojos de la ley fue un admirable ejemplo de armonía y de trabajo colectivo donde todos los artistas hablaron con voz propia y el subcurador sólo agrupó. Lo cual supone que cada pintura propone singularmente, que se autocontiene, y se sostiene sola. Pero ante los ojos del agrimensor esta obra (una obra y no un grupo de obras) se aproxima más al collage personal que a la obra grupal. Un artista tiene una idea bien clara sobre un tema y se vale de ayudantes para ilustrarla. Después la justifica con un texto claro para quien no entendió su idea. En otro caso paralelo, a los artistas jóvenes de la subcuraduría de escultura se les exigió explicar sus objetos en una publicación que redujera el riesgo de que estos pudieran susurrar algunas palabras con su propia voz (los objetos). Justamente porque ya no existe la voz individual del artista ni del objeto en beneficio de la armonía general.

Y para no generar más ruido voy a aclarar que estas subcuradurías me parecieron lo mejor del Regional, fueron una excelente idea, y el hecho de estar más del lado de la autoría individual que de la obra grupal y pseudo democrática no les quita interés. El hecho que La Gran Pintura Mediática hable más de las ideas en torno a la pintura de Fernando Uhía que de los pintores individuales que participaron, no le resta interés. Delimitar es un ejercicio sano.

Pero la historia no termina aún, con seguridad en Tunja hubo más acción que en Bogotá. Para facilitar la lectura de las obras de la sub-curaduría en torno a la escultura, la curadora general del evento propuso que se montaran todas juntas en un simpático corredor. Pero infelizmente no se logró coherencia en el grupo. También hubo un percance entre una obra, un consumidor de drogas local, un policía y el primer autor de la obra (a quien convencionalmente se llamaría el artista). Fue difícil para el muchacho convencer al agente que alrededor de su obra había algo más grande que la respaldaba, que la contextualizaba, y sobre todo que la neutralizaba. La cocaína, la marihuana y el bazuco de la obra ya no eran droga, eran institución. Al parecer el consumidor que quiso llevarse la droga y el policía fueron los únicos espectadores que por algunos minutos lograron ver el objeto detrás del evento. Después, para resolver tanta incoherencia, la curadora general llegó hasta las últimas consecuencias de su propuesta de autor y corrigió el montaje grupal. Con sus propias manos intervino las obras.

La prohibición de leer objetos dirije la atención al terreno de los nuevos autores.

El autor no está muerto simplemente ya no es el artista.

Néstor Gutiérrez