Doris Salcedo, La puesta en escena

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Imagino el auditorio del lunes 10 de marzo de 2014, una multitud abarrotada haciendo fila a las puertas de la Universidad donde años atrás ella deambulara por sus corredores. Ahora su deambular es incorrecto, pertenece a las esferas en que una individualidad se somete a lo público, en que un ser se hace público debido a una cierta actitud y espectacularidad. En un pasado no muy remoto debió deambular por alguno de esos pasillos oscuros hoy reemplazados por estos corredores inmaculadamente construidos para crear una retirada cada vez más expresa de un barrio que desaparece, en aquella época la Universidad apenas si se dibujaba sobre ese entorno hostil. El edificio de ladrillo se alzaba tímidamente en lo que aparecía como una zona roja de las entrañas de Bogotá. Detrás de tantas puertas y ventanas se escondía una maleza humana invisible de día.

El blanco impecable del auditorio, las maderas, el juego contenido del granito, todo ha sido constituido para devorar ese pasado apenas reconocible en algunas edificaciones aledañas que se niegan a desaparecer. Hace unos años viví en uno de estos edificios que aún seguían en pie resistiendo. En el primer piso doña Rosita había comprado con los ahorros de toda su vida una diminuta habitación que ocupaba la entrada del primer piso, en realidad se trataba de la portería, pero por alguna maniobra inmobiliaria ahora le pertenecía y era su casa, la propiedad del inmueble le devolvía una cierta dignidad que la vida se había encargado de liquidar, nadie conocía con exactitud su pasado, pero había rumores secretos de quién había sido en realidad.

Diligentemente doña Rosita lavaba la escalera a diario y la entrada, para después, como si tratara de una ceremonia, regar las plantas que otro vecino había colocado en los pasillos simulando un jardín, nosotros contribuimos con un cuadro de gran formato que comenzó también a transformarse en un espejismo de esa altivez de la portera propietaria. El edificio era un lugar amable, un pedacito pendiente de un tiempo apenas remoto que resistía el avance de la Universidad.

Rosita vivía con su esposo, un pensionado viejo que pasaba el resto de sus días en piyama. Era bastante mayor que ella, pero ella lo cuidaba como si fuera su hijo; en sus jaulas, unos pájaros multicolores debieron hacerle aparecer ese diminuto reino como un paisaje infinito. Pero eran propietarios. Nosotros en cambio habíamos llegado hasta allí cercados por las mezquindades familiares. Vivíamos en un apartamento diminuto, como tantos que habitamos en ese centro infame; en las ventanas que daban contra las calles, restos de telas de pintar habían sido puestas como cortinas semejando las velas izadas de un barco y  en las sillas dos gatas placidas nos recordaban el paso del tiempo, su inutilidad.

El dueño de nuestro apartamento fue el primero en ceder. Al poco tiempo de habernos trasteado a otro sector de la ciudad, supimos que nuestro apartamento ahora era una bodega de la Universidad. Almacenarían archivos inútiles, cajas, material de desecho, y así, poco a poco fue minándose la resistencia hasta que todo el lugar fue acaparado. Nunca volvimos a saber de Rosita pero presentíamos el aire todavía saturado con el decol y con el agua con que iniciaba su labor diaria, quizá todavía barre incansablemente la escalera, el exterior de asfalto que constituía su pequeña patria en la tierra.

Luego supimos de su demolición, imaginé el pequeño camión de trasteo, las jaulas de los pájaros, un hombre viejo en piyama siendo conducido otra vez a los extramuros de la ciudad. La siguiente vez que pasé por allí imaginé previamente el nuevo edificio que habría reemplazado al nuestro, su puerta roja, su escalera habrían dado lugar a una edificación nueva. Pero mis ojos se estrellaron contra la nada, tanta vida arruinada, tantos recuerdos, la suma de tantos sacrificios, había sido allanada. En el lugar del edificio no había nada. Era un hueco inminente de gris por donde se podía ver hacia atrás, la perspectiva de edificaciones que daban nacimiento a un auditorio y a la cafetería.

Ese vacío había sido necesario para mostrarlos.

Las negociaciones inmobiliarias se habían adelantado por una necesidad de espaciamiento urbano, los edificios debían brillar, ocupar un lugar en nuestra “memoria”. La puerta roja y la escalera eran cosa del pasado, ni siquiera lo nuevo o el progreso venían a sustituirlas. Desaparecerían impunemente, ningún recuerdo visible, ninguna piedra restante, nada que diera cuenta de su paso por la ciudad, simplemente se evaporaba y con el vacío de ahora, la constancia de todos nosotros recorriendo a diario sus pasillos, detenidos con Rosita a comentar el nuevo día, observando con curiosidad su entrega a esas escaleras.

Me senté en la cafetería para tener un mejor ángulo, apenas una sombra se proyectaba en la pared y un recorte de azul en lo que debieron ser las escaleras. Apuré mi café imaginándome todavía asomada a la ventana de las telas, me vi mirando hacia afuera el pasar de los carros, los estudiantes que cruzaban la acera por alguna cerveza, el hombre de bluejean y pelo blanco que diariamente se paraba en la esquina fumando y con el que de vez en cuando me cruzaba con unas palabras de saludo. Todo iba desapareciendo sin ninguna constancia. Nadie podría entender la mirada abismal de ese día tomando mi café. Me veía desaparecer.

La muerte se hacía evidente. Se transformaba en esta indolencia.

Imaginariamente prosigo en silencio en esta procesión silenciosa, en pocos minutos una mujer entrará a este edificio y nos hablará de las víctimas, nos hablará del duelo de la muerte, su poética. En pocos  instantes una multitud enardecida por las candilejas de este espectáculo silencioso, se emborrachara con su discurso. La memoria de los cientos que han muerto en Colombia debiera regresar en este silencio fabricado, el llanto de las madres que sin ninguna explicación vieron desaparecer a sus hijos, la sangre que cubre nuestros campos generación tras generación.

Todos queremos exorcizar tanta ruindad. Todos buscamos un testigo, un héroe que traiga de regreso a los que ya no están. Algo, una palabra o una imagen que de sensibilidad a tanta piel anestesiada. La charla evoluciona como en una iglesia, el dolor se hace comunión pública, pero yo sé que es secreto, yo sé que es  irrepresentable como la antigua escalera que nadie ve. Ninguna placa rememorando su existencia.

Ver se retira de los hombres.

Sus palabras aluden a artefactos fabricados para conmemorar esas ausencias. Los Imagino dispuestos impecablemente en salas mortuorias. Imagino que tienen algo semejante a ese espacio vacío en  que una franja de tiempo de mi historia quedó sepultada para siempre.

La puesta en escena de esta mañana gris de lunes me evoca ese silencio, el de los pájaros en sus jaulas irremediablemente perdidos en un lugar sin remisión, así estarán los cuerpos insepultos, desperdigados por los campos y ríos de Colombia.

Claudia Díaz, marzo 16 de 2014