Defensa del vividor como artista

Hace tiempo renuncié a escribir reseñas de autores o temas que no me interesaban. ¿Para qué perder el tiempo con lo que nos indigesta? La avidez de novedad, la ansiedad por calcular el valor de lo que sabemos de antemano transitorio o superfluo, es un mal que hace del crítico un ser miserable. Prefiero, en cambio, sostener conversaciones frecuentes con aquellas obras que me inquietan o perturban (no sólo como escritora, sino como simple ser humano desdichado o perplejo), ir en busca de afinidades, discrepancias, repercusiones. Así me ha sucedido con los ensayos que Guillermo Fadanelli ha ido publicando aquí y allá en suplementos, revistas y libros; ensayos lúcidos, mundanos, con frecuencia habitados por el “huésped inquietante” del nihilismo, ensayos que ganan profundidad con el paso del tiempo —del mismo modo que lo ha hecho su narrativa—, sin perder por eso el talante irónico ni el sentido original de sus obsesiones (la intuición de la nada, el monstruo de las relaciones humanas, la or-fandad del escritor, la no-existencia como forma de libertad, la crítica del concepto hegemónico de cultura…). Y es así como los he leído, con un interés creciente, desde que abandoné la universidad y me dediqué a la vagancia, hace por lo menos diez años.

En aquella época, había decidido tomar un desvío drástico en mi vida, pero tenía cierta dificultad para encontrar algo a qué asirme. Entre un libro y otro, di finalmente con mi estrella polar: un hatajo de vividores, ociosos y réprobos que iban de Diógenes a Guy Débord, pasando por Villon, Montaigne, Baudelaire, Gombro-wicz, escritores nómadas que habían decidido andar sin rumbo fijo, callejeando lejos de casa en busca de un pensamiento propio. Aquel pelotón de vagabundos, que a veces se quedaba sin comer o dormía en buhardillas inmundas y parques públicos, había emprendido un camino celosamente autónomo para esculpir su existencia. No intentaban agradar a nadie, habían renunciado a la fama y las convenciones sociales, eran la encarnación de la singularidad o el descontento. Si algo deseaban, era tan sólo ir en contra de la ley general del con-formismo y vivir según sus principios, a espaldas de un mundo cada vez más indigente, un mundo vaciado progresivamente de sentido.

A esa estirpe del andar febril pertenece, sin duda, Fadanelli: “De no ser un vago no habría tenido tiempo suficiente para desperdiciar mi vida buscando quién sabe qué cosas en las páginas de una novela”, escribió en Plegarias de un inquilino (México, Cal y Arena, 2005), una declaración de principios —sacrificarlo todo por la causa perdida de la literatura— en vías de extinción, si aceptamos que hoy la figura dominante del escritor ha dejado de ser la del tránsfuga, el paria o el rebelde, para adoptar la del profesional de las letras (ese buen hombre que siempre está ocupado), el artista finalmente hecho prisionero por los engranajes sociales. Escapar a esos engranajes para adoptar una vida genuina, distinta a la vida de segunda mano que nos ofrecen la tecnología o el mercado, es una de las discusiones que se abren camino en el libro de ensayos más reciente de Fadanelli, Elogio de la vagancia.

Si la conversación es la forma en que el vago piensa con los otros en voz alta, el ensayo sería la encarnación literaria de la cháchara, una vagancia por escrito. Así son estos ensayos, breves, informales, inconclusos y sin certidumbres, abandonados como el vago mismo a la corriente imprevisible de las cosas. Nada más atractivo que ver cómo se despliega una idea, cómo se forma a sí misma, cómo tuerce y cambia de rumbo sin llegar a fondo, para cederle el lugar al propio lector, ese individuo que también piensa. Después de todo Elogio de la vagancia es eso, una defensa del pensamiento autónomo, la intuición de que en literatura no hay caminos de un solo senti-do, que nada en ella se completa sin que participe el mundo singular del lector, y por eso sigue siendo, a pesar de su desprestigio, una de las mejores vías para afilar el conocimiento de uno mismo.

En el universo moral de Fadanelli, la vagancia sería lo contrario al método, el sistema, la rutina académica; y el vago, el antagonista del tecnócrata, el erudito, el guía o el ideólogo, es decir, de cualquiera que ostente una verdad única o subordine el placer del conocimiento a la eficacia o el éxito. Una reflexión se pasea por todo el libro: sólo a través de la vagancia y su andar errático, sin otra finalidad que no sea la del extravío mismo, es posible alcanzar un tipo de saber del que no es capaz ni la ciencia formal ni la técnica ni las doctrinas filosóficas (que profesan la filosofía pero han renunciado a vivirla). Se trata de un saber insustituible y excepcional, una forma de inda-gación en los misterios de la existencia ya no en teoría, sino en la práctica. La vagancia sería entonces el arte de la experiencia individual (crearse un mun-do) y, también, una forma peculiar de pensamiento contraria a los procedimientos del pensar filosófico o científico, algo que Fadanelli llama, en uno de los en-sayos emblemáticos del libro, el pensar vagabundo: la posibilidad de que cada hombre obtenga “sus propias conclusiones en vez de seguir a ciegas las ideas de otros”. A diferencia de los burócratas de la razón, el vago aprende a vivir, a pensar y a actuar cada vez que choca con los fragmentos desordenados de la realidad: cuando se encuentra con la muerte, la ebriedad, el placer o el deseo, cuando conversa con los otros, cuando está hambriento.

Si la trayectoria del vago nació como protesta romántica contra las presiones anónimas de la sociedad y sus valores seculares (trabajo, familia, patria), esas “responsabilida-des que se inventan los tontos”, en estos días, su actitud (su desesperación) habla también de las pérdidas a las que se enfrenta un mundo dominado por los dioses de la técnica y el pragmatismo económico. Entre todas ellas, la mayor, lo sabemos desde Nietzsche, es la pérdida del ser individual. Elogio de la vagancia es entonces un apasionado alegato contra la estandarización que impone la realidad contemporánea bajo cualquiera de sus máscaras (incluidas las democracias liberales); un elogio de los espíritus libres que sobreviven al reino de lo homogéneo; una defensa de la novela como fin en sí mismo, ajeno a su valor en el mercado. Se trata, de algún modo, de una prolongación, digresiva y libre, de otro ensayo, En busca de un lugar habitable (Oaxaca, Almadía, 2006), escrito desde la agonía del humanismo a la manera de una lúcida (y también, por qué no, conmovedora) despedida. Fadanelli fue entonces extraordinariamente agudo al escribir: “Cada tribu tiene derecho a enterrar a sus propios muertos”, es decir, a explicarse esa muerte con sus propias palabras, un ritual que continúa ahora ante los funerales de la singularidad.

No es común encontrarse con vagabundos en las calles de la literatura mexicana; lo que sobra más bien son los prohombres, los ex alcohólicos, las celebridades y los fun-cionarios. Fadanelli continúa siendo una excepción, un habitante incómodo, alguien que ha corrido el riesgo de comprometer literatura y vida sin pérdida. No en vano es también uno de los pocos autores que desde este país ruinoso se ha aventurado seriamente a la comprensión crítica de nuestro tiempo, lejos del boato teórico de la hora, siguiendo más bien los pasos erráticos del vividor.

Vivian Abenshushan*
http://salonkritik.net/08-09/2009/02/_defensa_del_vividor_como_arti.php#more

Elogio de la vagancia
Guillermo Fadanelli
México, Lumen, 2008.

*Originalmente en Hoja por hoja