De pronto lo que (no) necesita Medellín es una “fiesta del arte”

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En los últimos años Medellín ha realizado distintas exposiciones de gran formato que han reactivado la escena del arte contemporáneo, como es el caso del Encuentro de Medellín y el pasado Salón (Inter) Nacional de Artistas. Próximamente se inaugura la ampliación del Museo de Arte Moderno de Medellín, así como la tercera versión del Encuentro de Medellín. Sin embargo, para algunos hace falta que la ciudad tenga eventos de mayor envergadura. El artista Felix Angel propone en el siguiente texto una «Fiesta del Arte». ¿Será que la hacen? 

De pronto lo que necesita Medellín es una “fiesta del arte”

Con toda la reticencia que personalmente siento por ellas, se me ocurre que, después de todo y haciendo falta muchas cosas, Medellín necesita una “Fiesta del Arte”, es decir, una feria aunque no idéntica, sí parecida a la Fiesta del libro, y en todo caso una feria que no sea como cualquier otra feria de arte.

El problema de las ferias de arte en casi todo el mundo, incluida Colombia, es que son sucesos esquizofrénicos, con un problema de personalidad muy grave: quieren ser acontecimientos culturales, olvidando que por naturaleza son eventos comerciales, económicos. Todas tienen establecido un aparatoso sistema -al menos en apariencia porque la realidad a menudo se contradice-, de “selección de calidad”; todas anuncian a los cuatro vientos  “proyectos curados”, premios, becas, etc., como si fueran bienales y documentas.

Todas se asesoran de “expertos reconocidos”; todas quieren ser “tomadas en serio”, a costa inclusive de convertirse en fracasos financieros, porque el protagonismo de sus organizadores está primero, creando una situación que favorece la explotación de artistas capaces de empeñar el carro o cualquier pertenencia con tal de “colaborar” con la galería que supuestamente les “representa” para asegurarse un lugar simplemente por figurar. Mientras tanto, una gran mayoría se queja de lo mismo: en Medellín es casi imposible vivir del arte.

Todas las ferias de arte en América Latina, o digamos la gran mayoría, son un desastre desde el punto de vista del beneficio al público mayoritario, prefiriendo ser vitrinas de una minoría que quiere que la consideren más importante de lo que es en realidad.

Le iría mejor a Medellín con una feria de arte ciento por ciento comercial, donde las galerías de arte que dicen serlo y deseen participar sean admitidas sin pasar por tamices artificiales, sean ellas mismas las que asuman el riesgo de lo que expongan y respondan por la idoneidad de lo que ofrecen en un marco de absoluto pluralismo, en lugar de que los inversionistas o quienes las administran aspiren a monopolizar el competido honor de ser el árbitro de las tendencias artísticas.

Una fiesta para todos

La feria a la que yo me refiero sería una “fiesta” donde quepa de todo, y el público sienta que está en absoluta libertad de determinar qué es lo que le gusta o no a base de saber o no saber, pero con el impredecible aliciente de aprender si no sabe, y confrontar su criterio si lo tiene.

Una feria de arte con ese enfoque sería más saludable que el esquema imperante, en el que de entrada las galerías llegan con saldo en rojo –las que llegan, y la audiencia amilanada, temerosa de dar la impresión de que no da la medida así lo que le ofrezcan sea basura.

En Bogotá hacen ferias de arte que parecen más bien ferias de comida. No es el único caso. Muy pocas son las ferias de arte en América Latina donde la oferta artística se establece en relación a la realidad económica de la ciudad (y el país) donde se lleva a cabo.

Siempre se acude a la bendición de curadores alquilados, que además introducen el conflicto ético de recomendar y justificar sus preferencias remuneradas, y la extravagancia de malversar millones de pesos provistos por las cámaras de comercio y otros patrocinadores, invitando con gastos pagados –o casi pagados a supuestos coleccionistas y empleados de museos “acreditados” para refrendar el esnobismo (o sea “lo cultural”), acarreando con ello la semilla de la inviabilidad aunque justificando la necesidad de inflar los presupuestos de ejecución un año tras otro.

El público es la prioridad

Sin caer en esos mismos pecados, un proyecto realista de feria de arte tiene siempre al público como prioridad y fin, e involucra un replanteamiento de la función de la galería, el corredor, el “dealer”, el consultor, el vendedor de arte –póngale el nombre, como proveedores de lo que puede ser arte, con mayúscula y minúscula, sin limitarlo a esos dos niveles;  la feria incluiría lo decorativo, lo funcional, lo artesanal, lo inútil, etc. Nadie tiene porque predeterminar la llaneza o sofisticación del público a menos que luego de un estudio de mercadeo esté dispuesto a producir un evento dirigido a un conglomerado específico, adjudicarse galantemente las pérdidas, y sujetarse a las consecuencias si se equivoca.

Ideada en condiciones de total libertad, una feria de arte incluyente no tiene aprensión a la competencia entre los ofertantes,  y cuenta con legitimidad para encontrar su lugar dentro de la dinámica social y económica con más éxito que aquellas que construyen su andamiaje a base de obstáculos creyendo neciamente que así pueden llegar a ser importantes. No se debe temer tanto al margen de error, porque es este el que permite otras alternativas si en un momento dado la feria toma una dirección predecible, lo cual es normal en una sociedad que poco sabe de arte, que poco lo entiende, que poco lo siente, que poco convive con él, por la simple razón que poca o ninguna oportunidad se le ha dado de afrontarlo desprevenidamente, pero que eventualmente puede ser capaz de decidir inteligentemente qué es lo que atrae su sensibilidad sin necesidad de tener un ejército de sabelotodo y agendas que respondan por ella.

Descontando el profesionalismo –que por sabido se calla, una feria en esas condiciones ayudaría a reconsiderar el papel de la oferta del arte como incentivo comercial en contexto para el medio, y no aisladamente como actualmente ocurre con las galerías de arte, cada una creyendo –además, que es el centro del mundo: la más exclusiva, la más refinada, la más progresista, todas con los artistas gateando alrededor, jugando el mismo juego, y sobreprotegiendo a sus clientes para no compartirlos, como si el mundo actual diera opciones de privacidad y secreto.

El público es quien debe decidir, le guste a quien le guste o no. De otra forma es mejor que los dueños de esos negocios cambien de profesión y le dejen el campo a otros emprendedores menos pretensiosos y comercialmente más hábiles.

Un posible efecto colateral conduciría a que las instituciones ejecuten estrategias y tácticas que las acerquen con más efectividad al público que sirven y del cual dependen.

No se puede menospreciar al público, su capacidad lúdica, imaginativa y adquisitiva; esta última, cualquiera que sea es buena. El público tiene claro, por ejemplo, que hay películas mejores que otras, joyerías de mejor nivel que otras, almacenes de ropa que son más exclusivos que otros, heladerías que ofrecen helados más grandes y sabrosos que otras, y hasta mejor atención, etc., etc. Lo singular es que cuando se llega al arte, se asume que el público no es capaz de actuar con la misma lógica, y puede que así sea cuando nunca se le ha dado la oportunidad.

Un termómetro para el arte

En lugar de diseñarse como un experimento de barrio que termina con burocracia propia subvencionada por la municipalidad y patrocinando la corrupción disfrazada de labor social, una feria planteada en los términos esbozados se convertiría en un termómetro que mediría con precisión la capacidad de todos los actores que participan en Medellín en el negocio del arte, principalmente la de las galerías para zanjar sus diferencias y mancomunarse en un esfuerzo cuyos beneficios pueden ser compartidos por todos los habitantes de Medellín, una ciudad que continúa acumulando títulos, la mayoría desafortunados.

De poderse realizar una feria o fiesta del arte en Medellín que considere la continuidad a largo plazo como parte de la estrategia para convertirla en un acontecimiento exitoso, es de esperar que  aparte del  público, los artistas, las galerías de arte, las instituciones artísticas y los proveedores de servicios capitalicen y se beneficien del esfuerzo merecidamente, algunos probablemente  más que otros. Ello es inseparable de toda dinámica económica. Se trata de ir aprendiendo sobre la marcha para desarrollar la capacidad de reinventarse antes de imponer un modelo como si se supiera todo desde un comienzo, evitando terminar con un emprendimiento sin relevancia dirigido a un público tímido, pasivo, cuya inmadurez puede más que la capacidad de transformar una escena artística que, como la de Medellín, no ha podido pelechar a pesar de todo el dinero que desde hace años, con la mejor buena voluntad ha “invertido” en iniciativas artísticas con resultados que se destacan por su precariedad.

 

Felix Angel

 

publicado en El Mundo