De ingenuos y oportunistas

Habiendo leído el título de la última columna de Lucas Ospina en Arcadia («Arte político, politizado y politiquero»), creí que el autor nos iba a iluminar con una distinción interesante que nos daría instrumentos de análisis para interpretar mejor la relación entre arte y política. No hay tal, se trata más bien de un recurso retórico para expresar su reticencia frente a un arte que se dice, o que es presentado, como político y que, como se comprende al final del artículo, es solo una reticencia a que los artistas introduzcan temáticas políticas en sus obras » tal vez ese pintorcito decorativo, ahora tan ninguneado, sea el más político»…

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Habiendo leído el título de la última columna de Lucas Ospina en Arcadia («Arte político, politizado y politiquero«), creí que el autor nos iba a iluminar con una distinción interesante que nos daría instrumentos de análisis para interpretar mejor la relación entre arte y política.

No hay tal, se trata más bien de un recurso retórico para expresar su reticencia frente a un arte que se dice, o que es presentado, como político y que, como se comprende al final del artículo, es solo una reticencia a que los artistas introduzcan temáticas políticas en sus obras » tal vez ese pintorcito decorativo, ahora tan ninguneado, sea el más político». Dicha reticencia parece, por lo tanto, recordar el viejo paradigma de la autonomía del arte: solo reduciéndose a ser una práctica puramente estética, el arte podría conservar su autonomía.

Ahora bien, si autónomo es aquel que es capaz de pensar por sí mismo, o como diría Kant, de no valerse sino de su propio intelecto, tal paradigma de la «autonomía» del arte descalifica, paradójicamente, el arte como una práctica intelectual autónoma pues puramente estético significa en general lo que no tiene que ver con la esfera de lo conceptual, es decir con la esfera de la relación entre el intelecto y su exterior.

Traigo a colación el paradigma de la «autonomía» del arte porque de otro modo no sabría como se puede sustentar desde un punto de vista lógico la conclusión de Ospina. Me explico: Lucas Ospina pasa la mayor parte del artículo dándonos algunos ejemplos de «artistas politizados criollos» que, actuando dentro del «mundillo del arte», pecan de incoherentes («críticos implacables con el mundo son dóciles con el mundillo del arte»). Luego, Ospina denuncia el funcionamiento auto-referencial de dicho «mundillo» en el que «Los teóricos críticos legitiman a los artistas, quienes a su vez legitiman a los teóricos» y finalmente el autor nos suelta su conclusión, es decir que el único arte político posible sería precisamente aquel que no tiene que ver con lo político. Conclusión vistosa pero que no puede deducirse de lo anterior, pues si así fuera, sería como si uno dedujera que los belgas tienen todos el pelo verde porque uno ha conocido seis o siete personas que se decían belgas y que tenían el pelo verde.

Así entonces la estructura lógica del artículo se presenta al revés de su redacción; los ejemplos que Ospina nos da son solo ilustraciones de la afirmación que vendrá al final presentada como conclusión, pero los presupuestos teóricos de dicha afirmación no se encuentran en el artículo o sea que Ospina los presupone como algo dado.

Pues en rigor de buena lógica, uno podría concluir muchas otras cosas a partir de dichos casos; por ejemplo que dichos artistas son ingenuos u oportunistas y que si se quiere hacer arte político y ser coherente, no hay que ser ni ingenuo ni oportunista. Se podría concluir también que hacer arte político desde adentro del «mundillo del arte» implica un cierto grado de dificultad y una cierta inteligencia para utilizar dicho «mundillo» sin dejarse utilizar a su vez. Se podría concluir entonces también que para evitar el riesgo de ser un artista utilizado por el «mundillo del arte» sería mejor hacer arte político por fuera de dicho «mundillo» (siempre que existan un adentro y un afuera, claro está) y que si uno quiere ver ejemplos de arte político coherentes, debería intentar mirar por fuera de dicho «mundillo» pues en su interior habrá una buena probabilidad de toparse con casos de arte político incoherente.

Entonces uno hubiera podido plantearse preguntas que tomarían más en serio la cuestión artística en sí: ¿si Shibboleth no se hubiera hecho con la complicidad del «mundillo del arte» sino que una noche un grupo de artistas anónimos «politizados» hubiera violado la seguridad de la Tate Modern Gallery para realizar la grieta sin autorización del «mundillo del arte», sería esa una obra eficazmente política?

¿Habría transformado de algún modo la realidad (la relación entre el intelecto y su exterior) o habría simplemente pasado a la historia como un acto de llano vandalismo? ¿Habría sido un acontecer? Es decir, habría irrumpido en lo real y en las lógicas que lo fundan, generando devenires radicalmente nuevos, singulares, e irreducibles a las lógicas que estructuraban, antes de su aparición, lo real?

¿O habría sido tan solo un acto mudo por sí mismo que no tendría sentido si no fuera acompañado de un cierto discurso para explicarlo? ¿Y entonces lograría ser una acción/reflexión política con los medios del arte o por el contrario algo más banal, una mera representación de las ideas políticas de sus autores que ni siquiera las ilustraría muy bien?

En resumen, esos ejemplos de «artistas politizados» incoherentes podrían impulsarnos a investigar lo que pasa más allá del «mundillo del arte» y a preguntarnos, al menos, si el arte político se reduce a cualquier arte que plantea temáticas políticas o sociales o si se requiere mucho más que eso… Ospina en cambio se deja llevar con rapidez a la conclusión de la imposibilidad del arte político y es probablemente porque él presupone a priori tal imposibilidad. Pues si el único arte capaz de lograr algo de «autonomía» («a fin de cuentas, indiferente a todos, hace lo que le da la gana, está en otro tiempo, usa la política como material para hacer arte y no el arte como pretexto para hacer política.») es según Ospina el puramente estético (el de «ese pintorcito decorativo, ahora tan ninguneado»), eso quiere decir que Ospina acepta acríticamente una configuración de lo mental que se impuso en un cierto momento en Occidente en la que la separación entre estético y conceptual es uno de los pilares fundamentales.
Ospina es por lo tanto dócil con la vieja institución crítica inaugurada por Baumgarten.

En ese sentido, Ospina habitaría el mismo horizonte en el que entraría, por ejemplo, el vetusto realismo socialista, que se pretendía arte político porque representaba las condiciones de la opresión y la lucha que las clases oprimidas libraban por su emancipación. En tal horizonte la conceptualización de la realidad social y de las estrategias políticas para transformarla tendría que guiar y preceder a la producción artística políticamente comprometida pues siendo ésta solamente una producción estética, no tendría los medios para conceptualizar la realidad ella misma. El arte «político» no sería entonces sino representación, ilustración, comunicación, de discursos artísticos que la precederían y los artistas no serían sino amplificadores de los discursos propuestos por los ideólogos de profesión. Así las cosas, tendría razón Ospina, mejor dedicarse a hacer arte puramente estético que dedicarse a repetir lo ya pensado por otros, mejor dedicarse a decorar las casas de la familia y amigos que sacrificar lo que quizás sea lo más artístico del arte, es decir la creación radical, la capacidad de reinventar lo real…

¿Pero quién dijo que el arte tiene que ser estético? ¿Por qué intentar liberarlo imponiéndole un paradigma que le impide pensar, que le impide reflexionar sobre la realidad en todas sus dimensiones?

En sus comienzos, la separación entre estético y conceptual nace de una particular visión de lo conceptual que reduce el concepto a ser una simple representación mental de un objeto conocible es decir que conceptualizar la realidad se reduciría a construir un reflejo inteligible de ella. Si esto fuese así, no sería posible pensar ninguna política radical, todo se reduciría a hacer reformas a lo ya existente pues en la base del pensamiento no habría sino el reflejo de lo ya existente. Ello significa que la política misma tendría necesidad de ir a mirar en lo estético, pero despojándolo de lo estético mismo: del prejuicio de lo no conceptual, de lo puramente sensible.

Lo que está en juego entonces, cuando se intenta pensar a la relación entre política y arte no puede ser la simple denuncia de un puñado de artistas ingenuos u oportunistas (que por tanto es muy posible que ellos tampoco hayan pensado sino superficialmente a dicha relación). Pues aunque esta denuncia quizás no deje de escandalizar al «mundillo del arte» «criollo» (y servirá tal vez para que algunos abandonen su ingenuidad), no puede eximirnos de las cuestiones más profundas que están detrás.

La misma reflexión podría hacerse sobre los críticos ingenuos u oportunistas.

Nada nos garantiza que el discurso que denuncia la auto-referencialidad del «mundillo del arte» que se legitima legitimando, no pueda ser usado como discurso legitimante por críticos oportunistas e ingenuos.

Una última cuestión deja abierta el artículo de Ospina: ¿A qué se refiere exactamente el autor con «mundillo del arte»?

Digamos que me aventuro en una hipótesis. Dado que Ospina denuncia la auto-referencialidad del «mundillo del arte», no parece referirse al mundo del arte entendido en un sentido amplio (el conjunto de todos los que hacen arte, reflexionan sobre arte, lo financian, lo exhiben, lo conservan, lo enseñan…) que sería un mundo rico pero contradictorio, lleno de prácticas disimiles y difícil de reducir a una sola lógica. La auto-referencialidad implica, en cambio, una organicidad, un sistema con la capacidad de perpetuarse en el tiempo modelando y reproduciendo sus propios elementos; lo que sería más bien una institución. El «mundillo del arte» sería entonces la institucionalidad artística y Ospina denuncia con algunos de sus ejemplos la colaboración de una parte de dicha institucionalidad con una institución mucho más poderosa: el capital transnacional (el que también en virtud de su autoreferencialidad no vacila ante sus víctimas: «Unilever ha producido abusos laborales, civiles y ecológicos en los “bordes”, en países del “tercer mundo”, hechos trágicos que afectan a esos mismos “inmigrantes” que Salcedo representa.») y con otros de sus ejemplos la relación entre una parte de la institucionalidad artística con políticas antidemocráticas («la imagen del político con tufo fascista»). Denuncias que son sin duda importantes, pero que Ospina usa otra vez como ilustraciones de una tesis ya dada por cierta: la autoreferencialidad de la institucionalidad artística. O sea que Ospina descubre el agua que moja, no solo porque uno de los peligros de cualquier institución es la autoreferencialidad (como consecuencia de su objetivo de perdurar en el tiempo que a veces puede imponerse sobre su misión de conservar y reproducir diferentes aspectos de la vida humana) sino porque al menos durante todo el siglo veinte los artistas no se cansaron de proponer prácticas artísticas críticas de la institucionalidad. En particular la así llamada «crítica institucional» (relacionada más con el conceptualismo que con el paradigma de la autonomía del arte) desarrolló estrategias interesantes desde el arte y al interior de los mismos espacios institucionales. Por lo tanto, si no estuviera anclado en el paradigma de la autonomía del arte, Ospina hubiera podido concluir que el arte político debería comenzar por (o aliarse con) las prácticas de la crítica institucional. Pues paradójicamente él denuncia que el arte político haya sido estetizado («A esto parece que ha llegado el arte político: es un género más, parecido al de pintar bodegones o marinas en el siglo XIX.»), es decir que haya perdido su criticidad, para ser utilizado como simple criterio formal de inclusión/exclusión de ciertas prácticas artísticas en la institucionalidad (bastaría entonces un simple ‘eso tiene cara de arte político’ para que una institución lo incluya) y al mismo tiempo que él denuncia dicha estetización nos propone como solución una estetización aún más extrema, la del arte puramente estético, que no se ve porque escaparía a la posible cooptación por parte de las instituciones como criterio de inclusión/exclusión (de hecho ya lo fue en el pasado). Así las cosas, lo que finalmente Ospina parecería lamentar es que, por ejemplo, la Fundación Daros no adquiera pintura decorativa latinoamericana…

 

Gustavo Sánchez Velandia

 

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9 comentarios

Cordial saludo.

No estoy de acuerdo con respecto algunas de sus aseveraciones, no he leído el texto de Ospina, pero considero que usted recae en dos errores muy grandes. El primero en que refiere a lo estético como a lo simplemente formal, diferenciado de lo conceptual, cabe aclarar que eso de lo estético es el campo de lo sensible y que requiere de un cuerpo conceptual, de un lenguaje de significado que otorgue sentido a lo que percibimos -los estudios de antropología de la sensibilidad u la semiótica tendrían mucho que ampliarle-. Segundo, el mismo mundillo del arte, como pareciese que lo reconocemos como un conjunto de instituciones que se legitiman entre ellas mismas y al son del mercado mundial, están muy lejos de una práctica revolucionaria -como intenta definirla- pues toda obra u acción revolucionaria dentro de estas mismas instituciones, se ve enmarcada, difuminada por los mismos discursos que ellas emanan; no creo que una grieta u una pintura ayuden a cambiar el mundo. Tal vez lo que si necesitan las personas en general, es revaluar la noción de arte que poseen y el lugar que le dan en sus vidas.

Gracias por su comentario.
Bueno, según Leopardi el error (la falta de correspondencia entre el pensamiento y la realidad) es fuente de felicidad pues éste no encierra al pensamiento en límites rígidos (precisamente la correspondencia entre el pensamiento y la realidad). Sin embargo hablar de error en ciencias humanas me parece demasiado taxativo, yo preferiría hablar de interpretaciones. Sin duda su interpretación sobre el uso del término estético es valida aunque como usted mismo lo nota no es pertinente al interior de este artículo. ¿Me podrá entonces permitir el error moderno de usar el término estético en otro sentido? Pues es en su sentido moderno que lo estoy usando; ya Kant se quejaba de tal uso que traicionaba el de los antiguos e ironicamente es en Kant que la estética moderna (en la que se había subsumido la crítica del arte) encuentra la formulación explícita de la dicotomía entre el juicio de gusto y el concepto (el mismo Kant cederá a tal uso). Es en tal dicotomía que se funda la teoría de la autonomía del arte.

Muy respetable su uso del término estético en su sentido propiamente griego, pero le recuerdo que los griegos oponían lo sensible a lo inteligible, con lo que no estarían de acuerdo con sus opiniones (para ellos lo que usted dice sería un gran error para usted el horizonte griego lo es… maravillosa acumulación de felicidad leopardiana). Yo estoy de acuerdo en que no existe lo puramente sensible, que la percepción misma está ya atravesada por el concepto (que requiera de un lenguaje no lo sé, Deleuze y Guattari demostraron bien en el antiedipo -al menos para mi que soy un ignorante- que el inconsciente no puede reducirse a un lenguaje. Usted me preguntará que tiene que ver el inconsciente con la sensibilidad, ahí se lo dejo para que lo piense y conversemos otro día. Por otro lado usted parece relacionar lo conceptual a lo lingüístico, ahí también tendría mis reticencias). Pero si llamamos estética a la teoría de la sensibilidad entonces no es teoría del arte. Si usted quiere, y así logra entender mejor mi artículo, cambie estético por formal, pero recuerde que lo formal también se puede interpretar de otro modo, como lo que individua la materia informe (aristóteles) y entonces de nuevo caemos en felices errores…

En cuanto al segundo «gran error», si usted leyó mi artículo, se dio cuenta que hay un momento en que digo que si uno quiere ver arte político tal vez tenga que mirar afuera del mundillo del arte, con lo que estoy parcialmente de acuerdo con usted. Sin embargo me parece que la cosa no es tan simple. por qué dejarle las instituciones a los reaccionarios? Usted parece decir que las instituciones son reaccionarias en sí, eso para mi implica decir que el ser humano es reaccionario en sí con lo que cualquier acción revolucionaria adentro o fuera de las instituciones estaría viciada a priori. Le explico el porque: yo pienso el problema de la institucionalidad a partir de la institución de instituciones, es decir la cultura. El ser humano sin cultura no existe y por eso que la cultura perdure es un bien, sin embargo cuando esta se vuelve autoreferencial y se petrifica, suele poner en peligro la vida misma y extravía su razón inicial (servir a la vida humana), se vuelve irracional. (Aclaro que el argumento no es mío, es de Enrique Dussel). Con las instituciones entonces hay que tener tacto, ni tanto que queme al santo ni tanto que lo ilumine, se trata de un práctica de equilibrismo, un arte. Si las instituciones se han vuelto irracionales (autoreferenciales, ha extraviado su razón de ser) una práctica revolucionaria es intentar reapoderarse de ellas y reencaminarlas. No se trata de cambiarlas desde adentro, sino de un modo transversal… bueno, creo que estos elementos bastan por el momento. En cuanto a la grieta: por eso pregunto en mi artículo: ¿transforma la realidad? ¿genera aconteceres? no se si tales preguntas se puedan descartar con un simple «no creo». y luego si concluimos que no, entonces la pregunta que surge es ¿por qué no? lo mismo valdría para la pintura. Creo que una de las cosas por la que escribí mi artículo es que me parece que descartamos facilmente muchas cosas por que a priori «nos parece que»… en realidad no interrogamos la cosa que criticamos, solo la descartamos porque no cuadra con nuestros cuadros conceptuales ya asumidos (pero de donde vienen dichos cuadros?). Para mal o para bien Marx y Smith contribuyeron profundamente a cambiar el mundo y ello con simples libros… por que no con una grieta o una pintura? quizás la cosa depende no tanto de la pintura o de la grieta (que desde un punto de vista no es sino un gran dibujo, pero la escritura de Marx o de smith también, no?) sino del uso estratégico de tales cosas…pero en algún momento la estrategia puede requerir esas cosas. El M-19 se sirvió mucho de estrategias artísticas que recuerdan el conceptualismo y logró transformar el mundo colombiano.

Yo me quedaría con el maestro ignorante. El espectador emancipado insiste demasiado en el paradigma estético del arte y por eso tiene problemas para entender las propuestas conceptualistas y post-conceptualistas.

Agradezco todas sus consideraciones, especialmente en el punto primordial de las interpretaciones, pero toda interpretación, sea un texto o una imagen conllevan un resultado o incidencia en el mundo -en eso estamos de acuerdo-. En esa misma vía, yo pienso que las artes si pueden hacer mucho ante la generación de cambios necesarios en la sociedad, pero no como entes cerrados dentro u fuera de una institución, sino como movimientos culturales de mayor alcance y de mayor rigurosidad discursiva, y es que el mundo se compone de muchas cosas y muchas tantas que no alcanzamos a comprender. Ya lo decía Sontang, en cuanto a que el arte solo es un gesto ante la realidad.

Arte como construcción de movimientos culturales? Eso está bonito. en esas también se la pasaron bastante los artistas en el siglo pasado, no sin dejar de lado el discurso (aunque lo que creo que importa es el rigor de pensamiento más que de discurso), desde los más reaccionarios como los futuristas, hasta los más progresistas como fluxus, Beuys con su idea de la escultura social, el arte povera (de hecho en esas anda todavía Pistoletto http://www.cittadellarte.it/ ), a veces más que ser un ente cerrado el arte es pensado como un ente cerrado: se piensa que lo que hacía Beuys era envolver cosas con fieltro y no utilizar eso como marco para difundir y poner en acto la utopía «arte», se piensa que Pistoletto empujaba bolas de periódico en las calles y no que eso era una práctica para ir concretizando su ciudadela arte… a veces nos quedamos con las trazas del arte, las confundimos con ella y luego la acusamos de no ser suficientemente algo más que esas trazas… Bueno, pero si usted tiene nuevas cosas que decir al respecto debería escribir un artículo por ejemplo y ampliar su punto de vista. El objetivo de mi artículo era que la discusión no se cierre con un simplista «el arte político es una quimera», como si todo lo construido se pudiera olvidar de repente porque atravesamos una profunda crisis mundial, cuando precisamente tal crisis requeriría que reactiváramos todo eso que se ha construido, que lo pensemos otra vez, que intentemos ver en que ha fallado on que ya no es de actualidad… así que lo que hay es trabajo por hacer

Por eso mismo pienso que el espectador emancipado es interesante, porque Ranciere trata de defender un paradigma estetico de «dissensus», de discusion (y de hecho el espectador emancipado nace de esa nueva pedagogía que busca discutir y no solo insertar conocimiento). Pensar que el paradigma estétio que intenta proponer Ranciere deja afuera lo conceptual y postconceptual (o reducir a su vez lo conceptual y postconceptual a… a qué de hecho) es «no haber entendido» Ranciere. En fin, estoy mucho mas de acuerdo con Ud Gustavo que con lo que dice mi tocayo, quien tiene una mania de crear titulos grandilocuentes para despues no decir nada.

Y de hecho, el gran problema aquí es: por qué el arte no cambia el mundo? Por qué una imagen (una construccion sensible) no cambia el mundo tal y como quiere el que la creo? Pues porque una imagen es una imagen, por que una imagen es una posibilidad de subjetivacion, un oportunidad de distancia. El gran error es creer que frente a una imagen el que la mira va a sentir todo el proposito de su creador y va a convulsionar y se va a transformar y va a morder a los otros infectandolos de un virus de emancipacion y todos coordinados van a salir a cambiar el mundo y demoler todo y crear una sociedad justa y feliz…. Nada funiona así y no hay que pedirle eso a las imagenes. La imagen llega y depende de lo que cada uno lleve por dentro la imagen «actua» y uno cambia, pero levemente o violentamente, eso depende de cada persona… pero ese cambio se produce en algo que no es el tiempo real, es otro tiempo, en fin es algo complejo y personal y en parte ininteligible. Ese es el poder de la imagen, de las construcciones sensibles, sea conceptual, post conceptual activismo politico con tintes artisticos en fin (creo que es bueno diferenciar los elementos en ciertos gestos de indole «activismo politico» porque es tambien un problema cuando las instituciones artisticas reciclan y recodifican el activismo politico). En fin, todo es complejo. Maxence Alcalde en su libro «L’artiste opportuniste», que lastimosamente no existe todavia en español, da unos comentarios muy interesantes sobre arte, transgresion e institucion «hoy».

justamente afirmar sin más que el arte es una construcción sensible es desconocer el conceptualismo. La actitud conceptualista implica pensar que el arte no es más «sensible» que cualquier otra construcción humana y de rebote cuestionar la hegemonía que la filosofia pretende ejercer sobre lo inteligible (precisamente lo conceptual). Dicho esto entonces aplíquele a «El Espectador Emancipado» las mismas conclusiones que él le aplica al arte y la incoherencia de ese texto resulta evidente. En cuanto al disenso, me parece fundamental y por eso insisto en disentir de la subsunción del arte bajo un paradigma estético en lo que no puedo ver sino la incapacidad del filósofo (en este caso Ranciere, pero no es el único) a aceptar los cambios ya distantes que se dieron en el arte del siglo pasado y que aun, en mi opinión, nos competen. El filósofo le tiene miedo a que lo conceptual se le desborde de sus casillas bien predefinidas y sobre todo bien escritas; a lo máximo que llegó Deleuze fue a aceptar que el arte también piensa (pero que no se le ocurra conceptualizar sino es el caos!). Pero entre el arte particular del concepto que es la filosofía y el arte de la sensación hay un gran vacío para explorar (y que ya ha sido en parte explorado).