De colonias y perfumes

Un eslogan de acción frecuente en el arte colombiano dice que se puede, “sí-se-puede”, como si antes no se hubiera podido (y el después hubiera sido dudoso o inexistente) y se pensara, mal que bien, en la historia del eurocentrismo latinoamericano, del colonizador sobre el colonizado y ahora, que se pudo sobreponer, el que fue colonizado ha llegado hasta el pedestal del colonizador para extenderle la mano, y señalar no su igualdad de condiciones, sino su esfuerzo en la escalada y su contradictorio sentimiento de obediencia orgullosa.

Mona

Un eslogan de acción frecuente en el arte colombiano dice que se puede, “sí-se-puede”, como si antes no se hubiera podido (y el después hubiera sido dudoso o inexistente) y se pensara, mal que bien, en la historia del eurocentrismo latinoamericano, del colonizador sobre el colonizado y ahora, que se pudo sobreponer, el que fue colonizado ha llegado hasta el pedestal del colonizador para extenderle la mano, y señalar no su igualdad de condiciones, sino su esfuerzo en la escalada y su contradictorio sentimiento de obediencia orgullosa. El gesto sorprendido del personaje que asciende parece sólo existir como espectáculo en un teatro de variedades ligado a las causas de su lucha política, social y epistémica, pero purificado de toda espiritualidad perdurable: lavado de sus intenciones iniciales que buscaban denunciar, evidenciar, dar cuenta de, su larga noche de entrenamiento ha dado forma, lo sepa o no, a una estética del trabajo “honrado”, del obrero-artista y su búsqueda de respetabilidad y de honores, ya que viene “desde abajo”, remontando sus orígenes espurios.

Sin embargo la expresión “sí-se-puede” no es una arbitraria generalización de la realidad de todos los artistas sin linaje, pero sí la más frecuente. Por lo común, “se pudo” es como haber violentado un orden antinatural, un secreto de difícil acceso, una puerta que abre ante ellos un cielo mágico de aventuras inéditas (o no) en un pre-olimpo, en una sala de espera llena de biografías similares: cenicientas en la bolsa especulando un precio para su luminosa zapatilla de cristal. Y lo que tiene esto de fábula se puede alegorizar, exagerando, con la imagen de un campo cubierto por cadáveres hermosos, que, abandonados por las últimas huellas del espíritu, desprenden un fuerte –y a ratos fatuo– resplandor de vida. Su ascendencia impura, y el hecho de hacer de esto un tema de salón, “venir desde abajo, eso vale más”, gritan las damitas y los barbudos, sugieren olores raros, a tufos de intereses publicitarios orientados en la marca que usarán generosamente para sellar su eslogan (a modo de epitafio) sobre la lápida conmemorativa: “llegó a pintar con aguapanela, ¡qué esforzado y qué orgullo!”

En otras palabras, “haber podido” es el punto entre un antes y un después bien diferenciado, una crucificción embalsamadora que hace de los artistas, según me parece, sobre todo con aquellos de orígenes orgullosamente pobres, monumentos de la burocracia estatal. No sé si me hago entender. Volteadas las cartas, se empieza por un estudio demográfico-moral de los participantes con algo de mistificación romántica y aderezos de pimienta promocional.

El ascenso de estos obreros de la estética necesita un clima de profunda magia que conserve intacta toda la rugosidad de su esfuerzo, de su trabajo vocacional, junto con su diseño último (el resultado público) para poder establecer desde la versión oficial paralelos imaginarios: el arte como un símbolo de progreso general. Sobrarían los ejemplos sino fuera inútil enumerar, señalando, las pruebas particulares de cada biografía incluidas en el relato oficial. Mas en esto parece haber escondida una meditación sobre los usos del lenguaje que contiene, en última instancia, un indicio decisivo sobre la responsabilidad de la enunciación y la auto-traición que contiene su uso emotivo o desfachatado.

A veces es sólo un bulo bien intencionado que se populariza según el brillo que alcanzan los logros de aquellos que ascienden, y que por ello convertidos en autoridades visibles, aquello que dicen produce resonancias. De esto ya hay modelos preexistentes. Las columnas de opinión en los periódicos y a veces ni siquiera; entre grupos pequeños también hay voces torpes que se erigen dominantes.

La historia negada o tergiversada de un estado social de derecho que mide sus éxitos sociales a través de una legitimación urbana de lo callejero en el arte, como sucede ahora, incluso de lo rural que puede ser vendido por su carácter retador pero inofensivo, del pueblo que también puede, a través del arte que lo representa, estar cerca del artista o convertirse en él. Lo cual simplifica con hipocresía las luchas de-coloniales y encuentra su justificación en esas frases de inclusión poética (“soy legión”, “soy el campeón del pueblo”) que son apenas un grado de la representación política que en el arte, diferente a las gestiones que podrían llevarse en un congreso de izquierdas, pierden todo su valor de efectuación práctica.

La ruptura del nexo natural entre arte y realidad da paso a razones oportunistas: el prestigio que vale un pensamiento estético otorga la sensación de haber recuperado eso de lo que puede estar hablando una obra cualquiera, una especie de Dorian Grey falseado en el discurso oficialista: los campesinos desposeídos, la cocaína, los perros tristes y asesinados, la tía margarita y su gato persa… produce el efecto, dados los usos del lenguaje inclusivo, de tenerlo bajo control, monitoreado, de estar en feliz simetría con las estructuras de poder y lo que representan. Como un acto en sala negra donde todos los objetos se cifran en una vida superlativa: la pobreza se convierte en una pobreza artística, las masacres y el abuso armado de las fuerzas militares se traduce en incursiones artísticas con un simple giro burocrático, lo mismo que leer en una página porno que asistiremos a una escena de sexo anal artístico, una follada de leyenda.

 

Felipe Cáceres