Crónica de la marcha por la paz

La marcha por la paz realizada el 9 de abril fue una movilización histórica que puso  a palpitar con esperanza  el corazón de todos los  colombianos. “Marchando  el pueblo dio su voto de confianza a los diálogos de paz que adelanta el Gobierno de Juan Manuel Santos con la guerrilla de las FARC y rindió homenaje a la memoria de los millones de víctimas del conflicto armado»

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MEMORIA DE LA MARCHA POR LA PAZ

Sin identificarme con  ninguna consigna política, y con el ánimo y   compromiso de ayudar a crear la paz apoyando los diálogos de la Habana, salgo del campus de la Universidad Nacional a las 9:00am y me pego a la marcha blanca y roja que viene subiendo  desde  el CAN  por la Avenida el Dorado. Los estudiantes de la  Universidad no marcharán. La mayoría solo piensa en  recuperar el tiempo perdido durante el paro de los trabajadores. Este brazo de la  marcha es excepcional pues lo conforman cientos de   empleados públicos que portan banderas y camisetas blancas con letreros de “Mi aporte es creer, yo creo en la paz” y “Bogotá, territorio de paz”.  También circulan mujeres y hombres con chaquetas marcadas con el colorido logo de Bogotá Humana. Los  funcionarios liberales visten camisetas rojas y verdes, y vienen  protegidos por policías uniformados y guardaespaldas que  caminan entre los manifestantes. Con ellos marcha el Fiscal General, Eduardo Montealegre. Escuché  que detrás de las pancartas con su nombre en rojo viene el Presidente Juan Manuel Santos empujando la silla de ruedas de un soldado herido en combate. Mientras tanto, por  la calle 45 sube la arrolladora marcha del pueblo, gente que salió de casa  hace dos días en canoa y bus desde la selva del Chocó, Cauca, los Santanderes, Meta y del Eje cafetero. Me pongo la capucha de la chaqueta pues el sol pega muy fuerte. Todo el mundo tiene gorra, visera, sombrero o sombrilla, la cara embadurnada de protector solar, y llevan botella de agua.  Traigo una pequeña cámara y disparo hacia donde el ojo me avisa.

A la entrada  del parque Renacimiento, encuentro un trancón de carros blindados y un nutrido grupo de hombres  de seguridad reforzado  por mujeres policías trepadas en  corpulentos caballos. Detrás del caballo gordo y su jinete de bronce del maestro Fernando  Botero se agrupa tímidamente un grupo de indígenas guambianos con sus trajes tradicionales, algunas mujeres representantes de las víctimas de la violencia, muchos líderes políticos y  funcionarios del gobierno nacional y distrital. Todos esperan  la llegada del Presidente de la Republica, el exvicepresidente Humberto de  la Calle, y el comisionado de paz Sergio Jaramillo. Allí al lado,  en el Centro de Memoria Paz y Reconciliación -contiguo al  Cementerio Central- entre la tierra traída de todas partes del  país por las victimas del conflicto armado, el presidente  Juan Manuel Santos y el alcalde Gustavo Petro sembrarán una palma de cera como símbolo de paz y  reconciliación. Sobre el frontis de los columbarios, donde están las lápidas con las miles de siluetas negras de hombres que transportan cadáveres, Auras anónimas, obra serigráfica de Beatriz González y Doris Salcedo, sobrevive un desteñido letrero ideado por el exalcalde Antanas Mockus: “La vida es sagrada”.

A lo largo de  la avenida, decorada con todo tipo de  coloridos  grafitis y las consignas de las recientes marchas estudiantiles contra la Ley 30,  me encuentro con varios colegas de la academia, también asombrados por la multitudinaria respuesta a marchar para pedir a gritos un alto a  la guerra que vive  Colombia. Entre el tumulto de  la carrera séptima hallo a Blanca Riascos, querida amiga a quien  conocí en Pekín hace unos 30 años, que  también marcha visiblemente conmovida.  En este cruce de caminos se unen  los brazos de la marcha que son como el agua y el aceite. La gubernamental  que subió desde el Dorado, con  los que vienen del Campin y los que arriban  desde la calle 72. El gigantesco enredo lo arma gente de todos los sectores políticos y sociales: funcionarios, campesinos, indígenas, comunidades negras, trabajadores, estudiantes, y variados gremios y asociaciones venidos de todas las regiones del país. Resalta la participación masiva de las mujeres “La paz sin las mujeres ¡no va!” rezan sus camisetas, pasacalles y banderas.   Todos agitan el tricolor colombiano y  sus banderas blancas, entre las que sobresale  una amarilla con el icono negro del Che Guevara.  Pero no hay  choque; la masa se funde y se mueve armónicamente. Entre cantos, arengas y comparsas, los cuerpos se estrechan amorosamente para entrar juntos a la carrera séptima rumbo a la plaza de Bolívar. En ese momento, mi cámara pide pila con un titilante letrero rojo y se apaga. Me siento frustrado.

Durante el lento caminar entre el apretujado río humano veo amigos de vieja guardia y saludo a estudiantes y conocidos que también salieron a marchar. Llevando el ritmo de las bandas, entre las piernas de los zanqueros, al lado de  las mujeres que reclaman con fotos a sus familiares desaparecidos, arribamos a la plaza alrededor del mediodía. Trabajosamente logro subir con Blanca   las escalinatas de la Catedral y nos acomodamos en el costado norte del atrio,  donde  encontramos a nuestro común amigo Guillermo González. Su  padre,  Sady González,  estuvo con su cámara en este  mismo sitio  hace 65 años, en tiempos del tranvía, para ser testigo y reportero gráfico  de los más terribles sucesos del Bogotazo. Fue precisamente él quien tomó la foto del caudillo  Jorge Eliécer Gaitán herido de muerte tres cuadras más allá, asesinato que desató una masacre, la destrucción del centro de Bogotá y la violencia que aún no termina. Sus fotografías de este terrible hecho, que abrió una profunda herida en la historia de Colombia, flotan hoy como espíritus en blanco y negro  en la memoria colectiva, y traen hasta esta marcha  un recuerdo de  sangre y ceniza. Mi tía, para conjurar que no pase otra vez, tocó madera.

He estado en casi todas las marchas estudiantiles durante 40 años y jamás vi una manifestación más gigantesca y   pacífica que ésta. En el ambiente flota un gran murmullo que tiene el sentimiento  de  una oración elevada con fe y esperanza rogando por el fin del conflicto. Recordé la imagen implorante de  las ánimas del purgatorio que había en mi casa paterna, se me hizo un nudo en la garganta  y asomó la lágrima. Colombia es un paraíso convertido por la violencia en un infierno, donde miles de desplazados buscan regresar a  su tierra para levantar un techo y sembrar maíz, mientras cientos  imploran la libertad de sus familiares  secuestrados, otros miles buscan a sus desaparecidos y piden justicia y reparación para las víctimas. El resto levantamos los brazos en  este purgatorio.

Llegamos a tiempo para ver con perspectiva  privilegiada  el apeñuscado arribo de la multitud de hombres y mujeres, niños  y  ancianos, portando  miles de banderas blancas con la imagen del Bolívar desnudo de Pereira,  que tomó como insignia la Marcha Patriótica; y las que traen estampado el perfil en blanco y negro del  rostro  de Gaitán. También ondean las añejas banderas rusas con la hoz y el martillo del PC, los banderines de  la Juco, la negra y roja del ELN, la tricolor del M-19, la bandera  de Cuba, una amarilla que desobedeció la orden  del Polo Democrático, las azules del Mira, la de los Progresistas y las del Poder Ciudadano. Pasa   la bandera de Israel con  la estrella de David, el banderín de  Fecode, la A de los anarkos, y banderas regionales de  variados  movimientos políticos, gremiales  y cívicos. Se destaca la valla grande de los “Animalistas” con más de 60 vistosos logos de distintas organizaciones  que protegen la fauna y protestan contra el maltrato animal. Vienen los carteles contra la minería y en favor del agua limpia,  las camisetas  moradas de las lesbianas, la bandera multicolor de la comunidad LGBT, la negra de un grupo de jóvenes punkeros, la  amarilla de los estudiantes rebeldes, y la  bandera blanca de la “Virgen del café”, que debió aparecer durante el pasado paro cafetero. Resaltan por todos lados los rombos rojos de “Paz a bordo”, los iconos de puños cerrados, palmas abiertas, toda clase de palomas, y un croquis del mapa de  Colombia por llenar. Entre el gentío  sobresale el torso en icopor de una mujer sin cabeza rodeada por los  enmascarados cachacos de  anonimus, y florecen por todos lados los cartelitos de “llamadas  a celular”. Circulan las  fotos de los asesinados y desaparecidos, entre ellas  la  de Jaime Pardo Leal y la del docente Darío Betancourt Echeverry. También traen en alto la cara de Fidel Castro, a Camilo Torres, una inmensa  foto en colores del rostro del comandante Chávez, y una de Kelium  Zeus, el gurú de barba blanca que dirige la comunidad  Tao.

Crece la audiencia frente a las escalinatas y miles se acomodan hombro a hombro en la plaza. Entre gritos, arengas y aplausos  creo escuchar a mis espaldas las palabras de Jorge Zalamea llamando  fuerte y claro a los creyentes en su Sueño de las escalinatas. Su  voz se eleva  entre el vuelo de los cientos de palomas y  las miles de  bombas blancas con letreros de PAZ arrojadas hacia  las nubes,  y  se confunde con las palabras exaltadas  del alcalde Gustavo Petro,  quien desde  la tarima entona un largo discurso y recita con voz temblorosa una desconocida estrofa del Himno Nacional, aquella que fue cantada  por los soldados que defendieron la soberanía nacional  durante el conflicto fronterizo con el Perú :

“Hoy que la patria se haya herida

hoy que debemos todos combatir,  combatir

demos por ella nuestra vida

que morir por la patria no es morir, es vivir”

Durante mi servicio militar no conocí esta estrofa; como éramos un pelotón de bajitos con voz aflautada un teniente nos enseñó  a entonar la canción alemana Lili Marlene.  Pero una señora, muy aseñorada,  que estaba delante se pone una mano en el pecho y  levanta el puño cerrado para entonarla  con voz emocionada, seguramente rememorando otros tiempos de militancia.  La gran pantalla de Canal Capital, instalada allí mismo, trasmite imágenes de la Filarmónica de Bogotá tocando folclor para acompañar a Toto La Momposina  y a un cantante de  joropo.  Entre gritos de los simpatizantes aparece en tarima y pantalla  Piedad Córdoba, para criticar con voz segura  a los enemigos de la paz y  exaltar el espíritu de lucha del sufrido pueblo que marchó hasta aquí para exigir  una paz definitiva y estable. Finalmente, lee la oración por la paz del escritor William Ospina:

“…La paz parece una palabra pero en realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de    generosidad, de oportunidades para todos. Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es el egoísmo. El egoísmo que se apodera de la tierra de todos para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí nacen los delitos y los crímenes…”

Un mar de gente continúa entrando a la plaza: políticos,  funcionarios, empleados,   obreros,  amas de casa,  estudiantes,  desocupados,  desplazados, suplicantes, los sin nada, y el espíritu de las víctimas. También las comparsas multicolores, grupos de danza, murgas,  bandas,  batucadas de jóvenes, zanqueros, payasos, y  vivarachas mujeres  de pecho desnudo y pintado.  Un grupo de muchachos  en  performance trae  extendida sobre  un anda el tricolor nacional y encima varios calambombos de vaca ensangrentados entre pétalos de rosa, mientras mujeres jóvenes vestidas de luto se arrodillan portando sobre el pecho  fotos de desaparecidos. Cuatro personas levantan una mesa de madera sobre la cual hay dos cubos de cartón blanco con la palabra paz escrita con letras mayúsculas de molde. También llegan los artistas plásticos, los teatreros, los escritores y  poetas, mimos y funámbulos, los maromeros de semáforo, y el alegre pibe Valderrama perseguido por su melena amarilla y  sus fanáticos. “! Por la paz, todo bien!” dice sonriente.

Y, entre la multitud, se rebuscan el billete los vendedores de pitos, gorras y sombrillas, de la gafa oscura y la visera, del sombrero vueltiao en cartulina;  de agua en botella, avena, jugo de mandarina y naranja, coco y mango con sal, algodón de azúcar y cocadas, chontaduro, pera y durazno chileno, de manzana, churros, almojábanas y buñuelos, del platanito y las papas fritas. También  “se le tiene” el cigarrillo, los dulces, la  bolsa de chitos, el  chorizo y el chicharrón carnudo. Aunque la mayoría de  almacenes cerraron  sus puertas y protegieron  sus vitrinas con mallas metálicas sospechando el vandalismo, la marcha transcurre en perfecta calma. No hay encapuchados, solo algunos moderados grafiteros,  y un grupo de muchachos que pega con engrudo afiches con el esténcil del rostro de Jaime Bateman.   Los árboles están llenos de jóvenes y niños que entre sus ramas  agitan globos.

Miro hacia arriba y veo la estatua de un  santo agobiado y cagado por las palomas, que están nerviosas porque no pueden aterrizar en la plaza a comer los puñados de maíz pira que diariamente  les tiran los fotógrafos  y los turistas. Veo entre  la guardia de policías de chaqueta verde fluorescente y los “robocop” del Esmad, marchar  tranquilamente  algunos  compañeros de estudio de los años 70 en la Nacional, ahora barbados y canosos,  otrora jóvenes revolucionarios “de todos los pelambres” antiguos militantes del Moir, la Juco, la Jupa, socialistas, maoístas  y  trotskistas, anarquistas, gnósticos y católicos del Alfa y Omega, también  algunos guardias rojos, y uno  con aura de monte. Distingo entre la muchedumbre la boina negra del filósofo Fernando Urbina, veo pasar sonriente al maestro  Umberto Giangrandi,   al colega Juan Sánchez comiendo coco, a  dos actores del  Teatro la Candelaria, uno del Teatro Libre, y  a una bonita actriz de telenovela.   Guillermo identifica  a varios políticos, entre ellos al conservador Juan Manuel Ospina, y al director del Centro de la Memoria, Camilo González;  la señora del canto comenta que esos hombres serán claves para los tiempos de paz. Entre la sopa humana de pueblo se mueven  también modelos con sus pintas de moda, punks, mimos de cara blanca, hombres de cuerpo pintado y colgandejos de latas, indígenas cogidos de la mano para no perderse en esta otra selva, hermosas mujeres negras con bellos peinados, parejas disfrazadas de zombis, hombres y mujeres con una colección de tatuajes, jóvenes extranjeros con morral, reporteros gráficos, un enmascarado de lucha libre;  también mucha señora encopetada y hombres de chaqueta de gamuza y sombrero blanco aguadeño. Las manos de todos se levantan para gritar,  y para tomar la foto con el celular o la tableta. Las cámaras fotográficas  y las  filmadoras se mueven en todas las direcciones. También veo al  nadaísta Jotamario Arbeláez, quien pide  prestada a un joven la escoba  en cuyo palo enarbola  una cartelera con el poema Manos Unidas del profeta  Gonzalo Arango:

“Una mano

más una mano

no son dos manos;

Son manos unidas

Une tu mano

a nuestras manos

para que el mundo no este

en pocas manos

sino en todas las manos”

Todas las  personas que entran a la plaza con sus banderas, carteles y pancartas, cargan también el cansancio pero traen la  cara alegre y el corazón  esperanzado. Desde el balcón de La Casa del Florero un grupo de jóvenes agita globos y pañuelos blancos. Cada cinco minutos la enorme bandada de   palomas vuela  desde la torre de la Catedral al Capitolio, y entre el edificio Liévano y la Fiscalía, ese cajón frío  de piedra amarilla a  quien la mayoría mira con la desconfianza que se le tiene a un hueco negro que oculta una  terrible memoria. El libertador Simón  Bolívar, desde su pedestal en el centro de la plaza, escucha aplausos repetidos, gritos y arengas, oraciones y pedidos, y el llanto de varias madres dolientes. Y ve escurrirse  por las cuatro esquinas la marea  de pueblo, que sube por el lado de la iglesia y baja por la calle de los sombreros, cansada de una marcha de más de 5 horas, y de  los dos o tres días de camino desde su tierra.

Sorpresivamente  escucho a mi lado el clik de la cámara de mi colega y amigo Ricardo Arcos y también el del maestro Jorge Mora, quienes llegan acompañados de otro artista,  Mauricio  Carrasquilla. A los tres  les veo reflejado en los ojos  y en la lente de sus cámaras la memoria de las antiguas marchas estudiantiles y de las acciones  de teatro y performance. Sonreímos y  celebramos esta marcha histórica sin precedentes, que seguramente desatará múltiples controversias y profundas reflexiones, y obligará  a mover la escenografía y replantear el discurso de los actores  políticos de derecha e izquierda. En la puerta de la universidad  ya hay un cartel firmado por un frente estudiantil que dice: “Si no pudieron cambiar el país con las armas, mucho menos podrán hacerlo desde la burocracia oficial”.  Pero tengo la certeza que esta marcha no terminará abruptamente, como sucede con la mayoría de las    jornadas de protesta: en una estampida hacia la carrera décima, entre explosiones  de papas bomba y el humo irritante del gas lacrimógeno.

Cuando empieza la tarde, empujamos fuerte en contravía y dejamos  la plaza a la que  sigue llegando pueblo.  Subimos a  La Candelaria, nos tomamos una sopa de pescado, y  deshacemos el camino por la séptima hasta la calle 26. En calles y carreras vemos  a los hombres y mujeres  que vinieron de otras ciudades, mirando asombrados la capital o tumbados  en los andenes con sus cajas de icopor devorando con apetito el  almuerzo. Muchos, completamente agotados, duermen la siesta y esperan los buses para retornar a casa. En el  área del Eje Ambiental, el transporte urbano está detenido: el  Transmilenio no  circula por el Museo del Oro ni en Las Aguas. A la orilla del río San Francisco  hay un numeroso  escuadrón de hombres de negro del Esmad. Están  sentados, sin sus cascos, con los escudos y los bolillos relajados, cansados de estar quietos, seguramente extrañan la batalla y piensan  en  lo que les dijo esta semana  su comandante: “Debemos  prepararnos  para los tiempos de paz”.

El pueblo se ha tomado el ancho de las calles. A pesar de la tragedia que se conmemora,  el centro de Bogotá tiene un aire de  carnaval favorecido por un hermoso cielo azul y sol picante, clima que contradice a “abril lluvias mil”. Esperemos que en verdad  “los astros están alineados” para este proceso  de paz, como anunció el presidente Santos, sin que todavía lo contradiga el astrologo German Puerta.  Por todos los  lados circula gente, se levanta el humo y el olor de la mazorca y la carne en chuzo,  los vendedores de lotería ofrecen el número ganador y el chance, circulan hombres empujando carretas con montañas  de fresas, huevos plásticos con sorpresa adentro,  y vendedores de bufandas y chucherías chinas. Una pantalla gigante instalada en la puerta de la Iglesia de San Francisco sigue mostrando lo que sucede en la plaza de Bolívar. Al lado los vendedores callejeros de esmeraldas siguen moviendo con el índice las piedritas verdes sobre los papelitos blancos, ajenos a los rumores  de guerra en las minas.  Desde la azotea del edificio de El Tiempo cuelgan largas tiras de tela blanca. Al frente, donde cayó herido de muerte Gaitán, bajo una corona de flores amarillas, unos altoparlantes negros echan al aire un exaltado discurso del caudillo cuya  voz dura y vibrante pone la piel de gallina. En todos los sitios se escucha música: la filarmónica en la plaza a ritmo de salsa, joropo y vallenato en  el camino, y sobre  una tarima en el parque Santander canta un ronco grupo de metal.  En el andén del Banco de la República, donde el que firma los billetes hace ingentes esfuerzos por subirle  el precio al dólar, una  chapolera color oro, un extraterrestre de piel verdosa, un santo color plata, un militar embadurnado de pantano, todos estatuas humanas, esperan el sonido de la moneda en su tarro de lata para moverse, saludar, bendecir,  disparar.

Sobre la carrera séptima va y viene gente y ciclistas. Los jóvenes auxiliares distritales  de uniforme rojo detienen sus bicicletas para ayudar  a una mujer desmayada en media calle. Más allá de la calle 19, sobre  los andenes, con cuerdas templadas entre postes y árboles, cuelgan fotografías  y  pancartas reclamando secuestrados y desaparecidos,  y denuncias de los asesinados en los “falsos positivos”.  Se pide justicia, reparación y restitución de tierras. Los bancos tienen las puertas cerradas. Los casinos, cafeterías y restaurantes están abiertos. Don Arturo Calle no cerró su almacén y ahora dos empleados le tiran trapo y thiner a un letrero en  la vitrina.  La iglesia de Las Nieves está llena de devotos. Adelante, los dibujantes callejeros  tienen varios clientes posando para sus retratos a  carboncillo. Un indígena boliviano, disfrazado con penacho de indio piel roja,  toca El cóndor pasa en su flauta de caña y ofrece un cedé con su  concierto, un peruano vende saxofones hechos con un tubo de PVC. En el hall del teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán retumban varios bafles con la mejor salsa caleña y un corrillo observa complacido a un habitante de la calle que tira paso,  con un tumbao que solo tienen los  nacidos en Juanchito.

Desde el Centro Internacional  viene  ya un grupo de  “escobitas verdes” limpiando  mugre,  y los recicladores recogiendo arrumes  de papel, botellas, cajas de  cartón e icopor,  listones de madera,  tubos de plástico,  banderas y  pancartas.  Bajo la horrible estructura  de concreto,   que amordaza al Museo de Arte Moderno de Bogotá y que apuñala al Parque de la Independencia,  veo  un andamio y a tres obreros retirando a martillazos  una formaleta de madera. El teleférico sube lentamente hacia el cerro de Monserrate llevando turistas.  Muchos caminantes entran al  Planetario, que en estos días  ofrece al público un cosmos renovado. A lado y lado  de las barandas amarillas del puente de la séptima hacen calle de honor más de cien policías. Por un momento dudamos si pasar entre ellos, pero sonreímos y cruzamos. Recordamos que  después de una manifestación universitaria acercarse  ingenuamente a la policía es terminar molido a bolillo dentro de la jaula.  Los ciudadanos también debemos prepararnos para los tiempos de  paz, como comunidad y aportar cada quien desde su lado. Los maestros sembrándola en el corazón de sus alumnos. Los artistas, en particular, inventándonos un arte terapia, una forma de sanar con imágenes el cuerpo y especialmente el espíritu, usando el dibujo, el color y el sonido, con palabra poética, danza, caricias y gestos, también con taichi, yoga, respiración, meditación y silencio. Frente a la Iglesia de San Diego abrazo a  Blanca y me despido de Guillermo que van al norte.  Cae la tarde, el sol ya está en Mosquera. Me duelen los pies y me  tiembla el espíritu. Camino y rememoro mi época de  estudiante cuando todos queríamos construir un mundo mejor y protestábamos a pedradas. Cuando soñaba con un campo cultivado en comunidad como las terrazas de arroz en China, en la colorida rebelión de Pepperland desde el Submarino Amarillo de los Beatles, en la vida extraterrestre anunciada en  2001 Odisea del Espacio por Stanley Kubrick, mientras dibujaba cíclopes, ángeles y monstruos  escuchando el sonido brillante de Led Zeppelin.

Sentado en el bus que me lleva a la Universidad Nacional, regreso al ahora y pienso que  eran necesarios  cuatro ojos para ver todo lo sucedido en esta gigantesca marcha, y una cabuya para amarrar las memorias desatadas. Palpo mi cámara sin pilas en el bolso y confirmo que también llevo la billetera. Cierro los ojos, respiro profundo y me relajo. Saltando la registradora del bus, sube un joven que  echa un discurso de testimonio sobre su mala vida  de atracador y drogadicto y su proceso de regeneración, y pide que le ayuden comprándole sus bombones para “vivir a lo bien” Son ¡tres en quinientos!   Creo que la presencia y el clamor de  las miles de personas que por diversos motivos y deseos marchamos hoy  aquí y en otras ciudades del país  para  apoyar el proceso de paz,  es un buen augurio  y debe  convertirse en  un mandato obligatorio para que los actores de la mesa de negociaciones concreten  la firma de un acuerdo. Y la voluntad de hacerlo debería empezar por atender el llamado urgente del pueblo a un cese bilateral al fuego.  ¡No más niños en la guerra! ¡No más secuestros, no más bombardeos, no más tatucos, no más balas!  ¡No más minas antipersona!

Cuando el bus pasa por el Cementerio Central y  veo  sobre el frontispicio de la puerta la imagen del anciano  Cronos dormitando  con su guadaña quieta, escucho de nuevo las palabras del poeta  Zalamea en  su Sueño de las escalinatas y  pienso que esta  marcha de banderas blancas debe convertirse también en un  conjuro, “…como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.”…  “¡No más cólera!/ ¡No más odio!/  ¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!”.

 

Dioscórides

Profesor Titular. Escuela de Artes Plásticas

Universidad Nacional de Colombia.

Abril 9 de 2013

 

Fotografía de Dioscórides.