Crítica sin crítica, Ideas para un ensayo lapidario

Crítica sin crítica significa sin intención crítica. En abandono de todo juicio. De toda conceptualización. La Crítica regresa a su punto cero. Y se presiente inútil. Un exabrupto. Pero es en ese remontarse hasta su inutilidad en que realiza esa necesidad de tratarse como provisionalidad. Una vez soslayada esa inutilidad. La crítica desaparece. La Crítica busca ‘nombres’ para una experiencia que debiera permanecer ‘intacta’. Los nombres desdibujan ese aparecer de la obra ocultándola. Lo que era obra se transforma tan sólo en una experiencia interpretativa. Un análisis que liquida toda posibilidad de ese encuentro. Los nombres de la Crítica son formas añadidas a la experiencia. Una lectura superpuesta. Una capa que oculta.

“Hasta que se haya arrojado a los mercaderes del templo, el del arte no será templo. Pero el primer cuidado del arte del porvenir será arrojar a aquellos.”

León Tolstoi, ¿Qué es arte?

Recuerdo un fragmento de Gulliver. En el Mundo de los caballos sucedía simplemente la vida y en ese suceder espontáneo no había razón para hablar de Bien. Mal. Miedo. Vida. Muerte. Bueno. Correcto. Incorrecto. Tampoco había ocasión para La Ley. El Derecho. El castigo. El premio. La culpa. La vida fluía. El hombre (el yahoo) que vivía preso en estas categorías morales y no podía dejar de interpretar todo como signo de algo. No acertaba a entender pero ansiaba esa sabiduría. Esa simple plenitud. En ese Mundo de los caballos también se prescindía de la fe. No era necesaria.

caja

Prólogo

Una línea de sombra.
(En una calle)

El ruido de la podadora es ensordecedor. Parece imponerse la necesidad de un césped a ras que oculte la maleza. Que cercene de una vez por todas esta selva. Eso debieron pensar los conquistadores de estas tierras cuando construyeron esas plazas de piedra inmensas. Sin ningún árbol a la vista. O así lo imaginamos en el estado actual de esta plaza. Piedras de río por las que es difícil caminar. Habrán desalojado el lecho de un río para empedrar esta vasta extensión. Y fue reciente pero pareciera una historia remota. De la Colonia. En realidad el viejo general pensó emular las plazas españolas haciendo tapizar esta plaza. Es difícil caminar. El pie se arquea de manera artificial rompiendo la curvatura natural del paso para el que fue diseñado. Aquí habrían tenido cabida las artes inútiles de Charles Bovary. Mientras tanto los turistas prosiguen en su andar a pesar de la resistencia de este río seco convertido en este inmenso espacio llano de la desolación. Pero están las montañas imponentes. La promesa de su escalada y el cielo que alcanza una curvatura extraordinaria para proyectar esos atardeceres inéditos que venimos a contemplar en las gradas de esta catedral que hace marco a la plaza.

Yo me quedo atónita mirando las imágenes. Sopesando una y otra vez su total desproporción en ese atrio gigantesco del altar. Debieron suplantarlas y esconder las originales para un tráfico de figuras religiosas. La iglesia es inmensa y abismal. Ningún sentimiento salvo el de este desconcertante vacío de lo que ha sido despojado y saqueado. Una ruina sin ningún atractivo.

Otra vez la sierra contra el césped. La cita semanal que el vecino propicia para mantener a raya el quicuyo. Soñando tal vez con un campo de golf perfecto. El orden de estos muros simétricos. Los árboles transformados en arbustos enanoides para su control total. Y entonces la sensación de arrasamiento. Nada que podamos evitar salvo el cemento y el gris y esta naturaleza controlada.

Entonces regreso inevitablemente a la fotografía. Esta que tengo entre mis manos.

Ese día hacía esa extraña mezcla de calor y frío penetrante de Bogotá. Y viento. Y la espera en un dispensario de drogas de Bogotá donde los usuarios que han pagado cuota extraordinaria fingen estar recibiendo una mejor atención que la que reciben los usuarios ordinarios del sistema de salud en Colombia. La fila interminable de otras veces ha sido cambiada por esta fichita en que un número impensable me separa en cincuenta usuarios más para alcanzar mi turno.

Entonces me asomo a la puerta. Hace sol y viento. Y miro.

Nada relevante salvo el tráfico de buses atestados. Y gente caminando de prisa hacia la estación de transmilenio en la autopista.

Pero de pronto veo la cajita.

Tan minúscula y solitaria en este parchecito de calle bogotana.

Y me detengo en esta soledad tan elocuente. Reviso a los transeúntes pero por ningún lado diviso al embolador. Y sin embargo los utensilios están detenidos con la atención que su propietario le imprimiera tan sólo un instante atrás. Al llegar tal vez estaba pero entonces era tan solo una mancha en la entrada de este dispensario.

Ahora hay una sombra separando el pedacito. Haciendo notoria la situación.

No puedo evitar querer capturarlo pero también pienso que es ofensivo. Vine por unas drogas y está mal desviarme en este registro. No estoy en un viaje. No soy un turista. Y sin embargo me sorprendo con mi camarita clicleando la ciudad. Inoficiosamente.

Aprovecho la ausencia del propietario y disparo.

La fotografía podría serme útil para mi escrito sobre suplantación.

Quizá demasiado. Una alegoría perfecta de ese estado de cosas.

La sombra está allí separando los dos mundos.

Inevitable pensar en Conrad. El mar. Ese momento en que es inevitable la detención y estamos del otro lado. Vislumbrando el pedazo de territorio conocido que hemos empezado a abandonar para adentrarnos en el mar abierto.

Aquí no hay playas ni territorios ignotos por aparecer. Se trata tan solo de una línea. Un límite en que se juega la subsistencia. Y luz y la oscuridad como una metáfora demasiado trillada para enmarcar la separación.

Entonces llega el embolador y se sienta del lado de la luz. En el lugar del hipotético cliente. Suplantándolo.

Pero el juego no es completo. Del lado de la sombra. Nadie. Y todos saben que es él. Esperando a que aparezca alguien.

 

El germen de una idea

En octubre de 2014 viajé a Bogotá para terminar un curso que había comenzado en marzo. Llevé conmigo algunos libros y mi libreta de anotaciones. También debía cumplir una labor penosa consistente en la reunión familiar para conmemorar la muerte de mi madre. Entonces recordé los sucesos del año anterior en que también ciertas ideas me llevaron al ensayo y decidí empezar a escribir estas anotaciones. Como un punto de partida al ensayo que esperaba poder escribir. Ahora estoy en el filo de la convocatoria a pocos días de alcanzar el plazo fijado para entregar en papel los ensayos del premio de crítica. La demora no ha sido un descuido o la necesidad de un trabajo en la tensión de un plazo por cumplir. Mi demora tiene un propósito. Señalar con este límite autoimpuesto la urgencia de un proyecto imposible que tal vez quede sólo como una frase suelta en una libreta. Así trascribo con esa doble urgencia estas líneas con la certeza de imprimir un cierto afán a mis palabras. No un afán simbólico sino este afán de correr rápidamente, en un sentido literal. Para evitar perder la ocasión de entrega de esta idea.

Estas fueron las ideas que se me fueron ocurriendo entonces y que comencé por escribir en la libreta de anotaciones color lila. La había comprado un mes atrás en previsión a la anterior que ya daba señas de completarse. Las mismas libretas siempre. Solo que ahora me había decidido a cambiar el consuetudinario rojo y negro por otros colores menos convencionales que comenzaron a llegar a la tienda. Recuerdo que llevaba unos poemas de Celan o no. Tal vez eran unas cartas a su amiga poeta Nelly Sachs. Lo llevaba conmigo para esos momentos difíciles del encuentro familiar. En esas cartas encontré una idea que me venía rondando hace un tiempo. Y la idea puesta allí familiarmente bajo la forma del poema cobró la dimensión de un motivo para escribir. Era la frase que estaba esperando. Porque esa frase tan sintética constituía el programa de una vida en que los dos poetas habían comprendido la inutilidad. El desgaste de las palabras en el poema. Y sin embargo dadas las condiciones apremiantes de la existencia era necesario seguir escribiendo. Entonces esas palabras fueron el motivo y como Celan di comienzo al programa.

En las libretas escribo estas ideas que son cada una en sí misma. Pequeños textos completos. Ensayos. A la manera de Montaigne. A continuación las transcribo en el orden en que fueron apareciendo. Como una génesis del motivo en cuestión para el ensayo que empezaba a escribir. Hacerlas aparecer aquí a continuación de este relato previo parece cortante. Como objetos sacados de su entorno familiar y puestos en otro lugar para exhibir sus contenidos. Sin embargo comprendí y comprendo que no hay otra manera de producir este injerto. Salvo la transposición artificial de las ideas como un listado de cosas inútiles. Helas aquí.

Crítica sin crítica significa sin intención crítica. En abandono de todo juicio. De toda conceptualización. La Crítica regresa a su punto cero. Y se presiente inútil. Un exabrupto. Pero es en ese remontarse hasta su inutilidad en que realiza esa necesidad de tratarse como provisionalidad. Una vez soslayada esa inutilidad. La crítica desaparece.

La Crítica busca nombres para una experiencia que debiera permanecer intacta. Los nombres desdibujan ese aparecer de la obra ocultándola. Lo que era obra se transforma tan sólo en una experiencia interpretativa. Un análisis que liquida toda posibilidad de ese encuentro. Los nombres de la Crítica son formas añadidas a la experiencia. Una lectura superpuesta. Una capa que oculta.

La Crítica es un velo interpuesto para evitar la visión directa. La desnudez de aquello que de otra manera sería inadmisible. Esa provisionalidad que es esa experiencia hecha obra. Ese ponerse de algo en lugar de otra cosa. La Crítica suprime ese acierto provisional y lo transforma en necesario. Solidificándolo en los nombres y en las formas. Haciendo de lo inédito pura interpretación. La Crítica es esa visión de Pablo de la mujer. La necesidad de cubrirla con el velo. De evitar su volverse hacia lo interior. Porque es un no saber de nada. Una experiencia que precede la mediación. Mujer sin nombre. Pablo la condena. Y desde entonces la mujer. La obra. Lleva el velo. Se ve necesitada del velo para asistir a la experiencia. Al templo.

Crítica sin crítica. Algo semejante a la necesidad de transcripción. Acciones de reiteración de lo mismo. Pelar patatas. Pulir lentes. Dibujar rayitas. Escribir críticas de cine inútiles. Sin ningún sentido a la vista. Y sin embargo aparece el sentido cuando menos se pensaba.

¿Y si la Crítica. Dios mismo fueran unos efectos narrativos deliberados? Una Crítica sin crítica puede escribirse como un ejercicio narrativo que engaña al lector. La Crítica como técnicas de narración. Hacer de la Crítica un problema de narración no fidedigna.

Historia de un pacto. Habría que preguntarse si la Crítica no abraza sus últimos momentos. Un comenzar a debilitarse de sus facultades y sus ansias. Sus aspiraciones. Un desdibujarse que declina en una paradójica incomprensión de su propósito. Se trata de una muerte. O simplemente estamos ante el hecho de una transmutación en que los campos de la Crítica se tornan borrosos y sus alcances son indiscernibles para un ojo no entrenado en las nuevas directrices estéticas. Porque lo que desaparece es la Crítica del pasado.

Frente a la obra un crítico es siempre un tercero. Un tercero que tendría la capacidad de movilizar la Crítica para hacer suscitar lo afín. Para que lo afín hable. Esa capacidad del crítico de encontrar semejanzas en un objeto nuevo. Y nombrarlas en consonancia a lo afín. Hacerlas reconocibles. Hacerlas susceptibles de poder dibujarse en los conceptos familiares de la Crítica. El público espera en la trastienda un veredicto. El del crítico. Se espera su sabiduría. Se espera su juicio sereno que de valor. Que haga corresponder unas valencias que hacen parte de ese Manual General de la Crítica. Entonces con sus juicios la obra se solidifica conceptualmente. Logra un lugar en el Museo y en la Colección. Logra situarse en el territorio de lo semejante y lo previsto. Se reviste de un nombre y de una dignidad. Se reviste de una palabra. La palabra del crítico que viene a expedir sus credenciales. Los aciertos más notables estarían situados en el acople al modelo. En la capacidad de suscitación que de lo conocido la obra sepa extraer por acción del tercero. Del crítico. Esa palabra que retoma un hilo y lo reproduce para establecer lo familiar. Un objeto perfectamente definido y que por obra del crítico se hace Historia. Porque la Crítica es una correspondencia. Un acuerdo. Un pacto.

Un pacto de la Ley. Una alianza. Un pacto que ha tenido su nacimiento y que ha visto sucederse las edades de la Crítica. Y los momentos de ruptura y desazón. De caos ante la desaparición momentánea de sus directrices. De esperanza ante la renovación y renacimiento otra vez de las instancias críticas. Un pacto en que nunca jamás se alberguen otra vez las tierras del nihilismo. En que nunca desaparezca el manto protector de la Ley. A cambio se pide al artista la obediencia. El ramito de olivo.

El futuro de esa Crítica. Su Historia. Fue vigilar ese pacto. Hacerlo coincidente de generación en generación. Esto es. Hacer posible esa vivificación de la correspondencia entre la obra y la Crítica. En que la Crítica fuera ese hablar familiar tan esperado que diera lugar al nuevo objeto de arte. Y lo instalara con dignidad en el Porvenir.

¿Pero de dónde vendría el derecho a ser reconocida la obra? ¿De transformarse en una instancia de reconocimiento para el tercero? Tendría que existir una instancia previa que valorara esos derechos para hacerse merecedora de ese juicio. ¿Quién contemplaba esas instancias? ¿En qué libro se condensarían esos dictámenes? ¿Esas observancias que harían que el azar fuera impensable en los territorios de la Ley, en los territorios de la Crítica?

Se trataba siempre de sucesos contemplados o ponderados por la Ley. Nada que fuera un imprevisto. Ningún advenedizo que viniera a resquebrajar la confianza en la Ley. Y sus tablas de correspondencia seguirían intactas e inconmovibles en la Historia. Sostenidas en la obediencia a la Palabra. En el libro de la Ley.

En la Crítica lo nuevo siempre estaría previsto. Esto significa una completa determinación de la Historia del porvenir de la Crítica. Aún en sus facetas finales en que la Historia colapsa. Y se rompen las continuidades previsibles. Pero la Ley se mimetiza en otras instancias. Apareciendo bajo otras formas. Más audaces y acordes con los nuevos tiempos. Más ligeras. Pero siempre en consonancia a lo afín. Lo afín de ese sistema que es la Crítica.

El libro de la Crítica continúa escribiéndose. Avanzando por los períodos con la precisión milimétrica de una escritura que transcribe el modelo. Pacientemente recopilado generación tras generación. Sin ningún agregado o interpretación añadida que pueda alterar ese gesto decisivo del pacto en que todo se somete a la más estricta doctrina de la palabra. Pero la palabra admite el margen de la duda. El margen de la interpretación. Son los momentos en que el tercero se desdibuja y las instancias complementarias vienen en su auxilio diluyendo la supuesta urgencia de la extinción.

La duda pareciera el anuncio de una catástrofe en la instancia de la Ley. Pero por el contrario. La duda es ese momento en que el pacto momentáneamente se suspende para dar lugar a ese momento de espera. En que la destrucción y el olvido de la ley parecen consolidarse.

Son momentos difíciles. De espera. De angustia de las influencias. Pero finalmente el pacto se renueva y la duda es sólo un acicate para la solidificación de la Crítica. Para la firmeza necesaria que en adelante han de exhibir esas instancias nuevamente renovadas por el pacto. Entonces la voz se hace más decidida y más firme con la contundencia de un rigor de Ley. Que supone la máxima exactitud en la observancia de la Ley.

Y también están los ritmos. Largos periodos de esterilidad crítica. Periodos en que las narrativas se replican sucediéndose sin ninguna novedad. Secuencias en que la novedad es apenas el recuento de un nombre notable. El discernimiento de las capas de los nombres que han debido sucederse generación tras generación sin ningún hecho notable. Apenas c su sola mención. Algo que justifique su nombre en esa Historia.

Vendrán los momentos de la espera. Momentos en que la adscripción de tanto nombre sea insoportable y los listados no constituyan ya ninguna novedad. Momentos en que la esterilidad en la Crítica presagia una ruptura. La necesidad de otros rumbos.

Pero entonces el tercero se recobra apelando a otra modalidad crítica. El crítico se aventura a otros rumbos y otras manifestaciones hasta que la nueva directriz agota también los efectos de lo singular que había presagiado. Y aquello que creía un imprevisto es sólo una repetición más.

¿Y si la fe declina? ¿Y si por momentos el libro se hace prescindible?

El tercero encontrará las rutas para encauzar esa nueva disidencia. Apelará a una nueva ficción. Algún Daimon reaparecerá bajo la forma conceptual más plausible para la época.

¿Y si la fe en el arte declina?

El tercero reencausará la duda. Un nihilismo será la fuente para los tiempos de crisis. Un manual de subsistencia para los tiempos yermos. Un nuevo pacto quizá. Con sus delimitaciones más imprecisas. La apariencia de fronteras abiertas de un hablar no convencional abierto al cosmopolitismo.

Pero entonces será imposible sostener las tablas contra el Cielo. El tercero infatuará la disidencia. Haciéndonos creer en lo innecesaria de su intervención. Serán los tiempos libres. La apariencia de una cesación de la Crítica. De los tiempos sin Ley. En que un necesitado anarquismo arriba renovando las arideces de la noche oscura de los sin fe y sin futuro.

La afinidad que sostiene la Ley como modelo. Que sostiene al crítico como instancia crítica. Será la instancia en que lo relativo de esa comprensión crítica cobre el sentido de lo meramente convencional. Entonces la Crítica ya no será necesaria porque será evidente que la afinidad es sólo una convención de los tiempos necesitados todavía de la ratificación de un tercero.

Son los tiempos de ingravidez. Cuando la Ley de consistencia no se sostiene. Porque la afinidad con la obra es convencional. Un supuesto que busca crear una correlación entre un objeto y su asentamiento crítico. Porque la Crítica fija la mayoría de edad de ese objeto. Confiriéndole su lugar y su peso. Confiriéndole el poder ostensible de un nombre. De una estilística. De una forma. Haciéndolo Arte.

Otros hablarán en términos menos convencionales apelando al poder de sugestión. Entonces enunciarán de manera rimbombante una Poética. Y el territorio de esa ficción habrá fundado la creencia en esa afinidad. Entonces hablarán de un arte. Del pacto que viene a cumplir su promesa.

Angustia de la literalidad. Es evidente que la Crítica es un lenguaje que funda su objeto en el lenguaje. El lenguaje es la creencia en que la afinidad se hace posible y necesaria. La afinidad entre el objeto y su Crítica. El modelo de la Crítica es este lenguaje imperturbable sostenido generación tras generación en la Tradición. Y lo llamamos Historia. Historia del Arte.

La voz autorizada de un tercero que confirmaba y autorizaba su lugar en el archivo. Y así iban superponiéndose capa tras capa en ese acerbo al que llamaron Tradición. Y era factible hablar. Conocer el arte. Sin la sospecha de ser atravesados por la urgencia de un talento o un desaliento. O su definitiva incapacidad crítica. La obra dependería de todo eso. Sin el tercero. Sería nada. Silencio. Y menos aún que el silencio. La angustia de su literalidad. Podríamos preguntarnos si el tercero tiene todavía algo qué decir. Si su decir es todavía fruto de una experiencia.

Las narrativas de la Ley crean la Historia de la obra. Estableciendo su nexo y genealogía con la Tradición. Pero esas interpretaciones son ficticias en el sentido en que el tercero como intérprete es el encargado de hacernos notar unas correspondencias que en realidad son los ajustes de sus propias palabras a esa Tradición en que la interpretación crea la filiación debida. La génesis de obra. Como si la obra fuera un destino preparado de generación en generación.

¿Pero qué o quién es esta Ley? Se nos hace pensar que es el tercero. Pero el crítico es sólo un emisario. Un revelador de la Palabra. Un comisario que vigila la justa acomodación o la correspondencia. Así en la letra comienza la tergiversación. El hacer corresponder la interpretación con esa literalidad externa que permanece sellada en el silencio de la exposición. Allí donde debiera ser contemplada sin las capas superpuestas del sentido sujeto a la Ley. Por obra del tercero.

La Ley es la armonización de los detalles. La ficticia filiación de la obra. La creencia en una Novela escrita generación tras generación. De lo que se trata no es de la Ley o su correspondencia. La obra es un hecho no sujeto a la Ley. Un caso irrepetible. Un evento. Una experiencia. Nada más puede esperarse del tercero. Ninguna revelación. Salvo la evidencia de la obra. Del hecho.

Los Hechos son todo lo que distrae la verdad. Y si la obra es verdad. La Crítica es todo lo que distrae de poder encarar la obra. La obra se encarna en la Crítica. Y desaparece. Porque si la obra es criticada. La obra se transforma en Crítica. Y llega a su fin.

Si la obra es incertidumbre la Crítica está de más. Sólo nos resta aceptar el riesgo. La aceptación de la obra. No lo que queremos ver en la obra como analítica. Sino lo que podemos ver. Lo que en efecto habla en ella sin nosotros.

La obra en suma es un acto de voluntad. Decidir la incomprensibilidad de la obra. Es decir. Abandonar toda analítica y apostar por el todo. La obra sin la Crítica. Una apuesta. Un acto de fe.

¿Pero existe un deber crítico? ¿Un llamamiento a la necesidad de atender al surgimiento de la obra. A su irrupción. Y los efectos que podría producir?

No mediación. El punto crítico de una Crítica sin crítica parece arrojar a la Crítica a un punto ciego. Un callejón sin salida. ¿Hacia dónde apuntar? He dado martillazos.. Pero necesito ahora esa vertiente de liviandad.

Crítica sin crítica me ha llevado a un punto terminal de la Crítica. Creo entrever una salida. La de la no mediación. Algo así como aligerar la edición y su interferencia. Como los Bancos. Despejar esos canales. Hacer una interventoría a favor para saber cuántos beneficiarios estamos dejando escapar por cuenta de esas intervenciones de la Crítica que son necesidades ficticias.

Como la reingeniería que acaba de hacer el aparato de salud en Colombia para suprimir con un argumento económico el sistema de beneficiarios. Entender el valor de flujo que implicó la supresión de beneficiarios para el sistema de salud. El tema del recaudo honesto se transformó en un contraargumento para el usuario de salud. La ética se hizo cínica. El usuario perdió su derecho del amparo. Su posibilidad de beneficiar.

El sistema de salud rompió las convenciones de los beneficios del grupo familiar con un argumento ético económico. El de la evasión de impuestos. La sociedad civil debe encontrar un contraargumento para suplantar la mediación de todo sistema que la interfiera con el pretexto del Bienestar.

Abandonar la crítica. Cualquiera estaría en condiciones de comentar la obra. Es decir de abandonarse completamente a la obra sin el imperativo de tener que interpretar algo. Entonces la obra sería sólo ese momento. Esa visión súbita de algo. Una especie de revelación instantánea de lo necesario por venir. Porque el espectador pasaría a ser la primera persona. Y podría prescindir de la tercera. Siendo la primera persona otra vez la obra se le presentaría con la nitidez del primer día. El observador comprendería que está solo y sin ataduras y que su mirar es precisamente ese riesgo que habría que soportar mirando. Y mirando sabría que no hay que preocuparse porque su mirada no sea ninguna convalidación de nada. Tan sólo esa entrega en que nada busca. Salvo eso que ha vuelto a encontrar. Y un sentimiento de certeza sería otra vez posible. Ese golpe de vista. Porque simplemente estaría mirando la obra. Entonces lo que habría que preguntarse ahora es si el observador quiere mirar otra vez. Y si queriendo mirar puede mirar de nuevo.

Pero entonces en ese fragor del instante de decisión. El observador comprenderá súbitamente que todo se trataba de ese gesto. Y sin ninguna preparación previa dará ese salto en el vacío. Que es quizá un acto de voluntad. Y que lo libera del destino.

Pero su salto no es temerario. El sabe de la felicidad que le espera. En caída vertiginosa a no se sabe dónde se habrá liberado voluntariamente del tercero. Comprendiendo que ha dejado de tener importancia ser el Crítico o el visitante o el testigo o el curador o el gestor. Y entonces reirá y por primera vez podrá asentir. Y la tentación de acudir al tercero será sólo un breve recoveco de su itinerario. Y caminará seguro sin necesitar nada.

El modelo. Si la observación equivale a ajustarse a un modelo de observación previo. A una perspectiva que se ha tomado como punto de vista significa que la observación está teñida con el velo de su propia perspectiva haciéndose casi imposible dilucidar ese objeto. Pero precisamente si observar significa adoptar una perspectiva esto nos lleva a tener que vernos con el arte de otra manera. De lo contrario el trabajo del arte habría sido inútil porque sólo sería notable esa transposición al modelo que el tercero hace entender.

Pero si el lenguaje de la Crítica no es el mismo siempre. No es imposible ver lo nuevo en la obra. Pero si es lo mismo siempre. Si ese lenguaje ofrece siempre la misma obra en diferente perspectiva. Significa que el arte es sólo una réplica ininterrumpida de variaciones del modelo. Que la voz del tercero someterá a escrutinio público. Y si desaparece ese trasfondo inefable. Si todo es pretendidamente explícito. Es decir. Tan sólo una nueva variación de un modelo anterior con el que se lo compara. Entonces no hay arte.

El veredicto del crítico. El consejo del crítico no es algo preciado como algo indispensable. Se sabe que es copartícipe. Se da por hecho. Es un momento que habrá que sortear. Más que un consejo parece una instrucción. Pero su narración es prescindible y sin embargo el observador se ve precisado de ella. Hasta el punto de encontrarla imprescindible. Como esos implementos de viaje que se llevan a toda expedición. Su necesidad es un lujo necesario marcado por la moda.

“¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?/ Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos/ Pero cuando miro adelante por el camino blanco/ siempre hay otro caminando a tu lado/ deslizándose envuelto en un pardo manto, encapuchado/ no sé si hombre o mujer/ -pero ¿quién es quien va al otro lado tuyo?” T. S. Eliot, La Tierra baldía

Mi trasposición de las ideas escritas en las libretas termina con esta cita de Eliot que se remite a años atrás y que me ha acompañado por años con divergentes suscitaciones. Ahora las ideas han quedado suspendidas en estas páginas. Titilando en un ritmo que por momentos auguraba una composición. En otros momentos las notas se deshilvanaban y el tono y el ritmo que traían se descomponía para dar paso a un terrible listado de frases sueltas. Pero ese fue el derrotero de estos meses. Esa arritmia textual semejante a esta podadora que continuamente acompasa mi escritura.

Si el lector es paciente habrá comprendido el sentido de estas frases. El ritmo de esta escritura dictado por las lecturas y los sucesos de una vida. En las mañanas suelo levantarme muy temprano para empezar a escribir en las libretas. Estos apuntes que se van componiendo y van llevando el hilo conductor de esta idea que tengo en mente.

Me pregunto entonces por el sentido de esta escritura intermitente. Por el deseo de prescindir de la narración y de la forma digresiva. El ideal fue construir un manual de instrucciones. Una especie de manifiesto contra la Crítica en que el lector pudiera golpear con la idea a la manera de un martillo el muro temible que encierra su comprensión. Quise escribir esas ideas que iban surgiendo con un ritmo y una apremiante necesidad de síntesis. Pero también recordando la ligereza. La liviandad del vuelo de ese cubo de carbón desocupado que ningún negocio humano puede llenar. Y que desaparece por los aires sin dejar rastro alguno.

puente

Acabo de terminar de terminar de pasar las notas de mis libretas y de escribir esos relatos que van a enmarcar estas líneas. Recuerdo que debo cambiar el tipo de letra y el tamaño según lo acordado en esta convocatoria. Pero entonces también recuerdo el conteo. En la modalidad de ensayo largo hay un límite en la extensión que había pasado por alto. Al transcribir estas notas la palabra largo me distrajo por completo olvidando que también lo largo puede tener un límite. Y el límite en este caso me hiso notar con terror que mi ensayo excedía en el doble el límite permitido. Entonces debía aplicarme en la labor de comenzar a recortar. En un primer momento prescindí de lo que creía más superfluo. Notas iniciales que me desviaban al origen. Intuiciones que podrían parecer alejadas del propósito de este ensayo. Pero volvía al conteo y la cifra seguía siendo excesiva. Entonces comenzó el recorte de verdad y la alarma. Comencé por suprimir drásticamente las ideas en que parecía que sucedía una iteración que por ahora podía obviar. Ideas en las que volvía sobre lo mismo pero desde otra perspectiva. Me acercaba al límite y sin embargo el marcador me aseguraba implacable que todavía había mucho por recortar. Y escribir se transformó en este corte. Porque lo que sucedió fue una acción de recorte. Con este tipo de escritura habría sido imposible resumir. Y así se fueron volatilizando ciertos pasajes que habrían constituido una versión diferente de los hechos. La edición de mis ideas me obligó a suprimir ciertos detalles en detrimento de otros. Sopesando un rango de importancia que podría parecer aleatorio y que obedecía a un marcador. Pero la sobre extensión seguía y los cortes tuvieron que apelar a decisiones cada vez más insidiosas sobre puntos centrales que ahora debía contemplar como irrelevantes. Entonces suprimí las referencias. Las subsumiría como interlíneas supuestas en ciertos giros. En ciertas ideas. Quizá quedarían apenas como un guiño imperceptible en estos cuadros finales de escritura. Casi me acercaba al conteo ideal. Había barrido con todo lo superfluo pero que al escribirse había constituido en su momento un aspecto central para definir esa idea con la que todo esto comenzó. Y seguí recortando con el furor de un peluquero que enloquece ante una melena que sabe volverá a crecer en poco tiempo.

Del otro lado de mi ventana las ramitas de sauce asoman venciendo la sequedad de esos toscos troncos a que fue reducido el verdor del esplendor de su cuerpo de árbol. Hace tan solo unas semanas un nuevo propietario de las tierras en que fueron plantados arribó con su motosierra para derribarlos. Dejando tan solo estos troncos escuetos. Pero ahora venciendo lo imprevisto la seca madera comienza a ser surcada por esta nueva sabia. Y la aridez vuelve a ser fecunda.

Ahora he de guardar mis tijeras y contemplar con paciencia estas palabras. Imaginando que tal vez en los interlíneas un verde pueda ser otra vez posible.

 

(Marguerite Porete, Junio de 2015)

Claudia Díaz, agosto 2015