Crítica de Arte como Crítica a la Crítica Ideológica

UNO

Actualmente frente a la crítica de arte existen dos posiciones compatibles la una con la otra: o la crítica no existe o, en todo caso, la hacen los comisarios. Centrándonos en la primera proposición –maximizada aún por el hecho de que quien eso opina (la inexistencia de la crítica) lo que realmente está queriendo decir es que es de todo punto inútil– creemos poder dar carpetazo a ambas posiciones pues, obviamente, la práctica crítica por la que abogamos no es la que presumiblemente hace un comisario.

Antes que nada, dos cuestiones han de quedar bien claras. Una: posicionarse y afirmar la necesidad de la crítica no consiste en reducir la cuestión a una moralina paternalista, a hacer de ella un esqueje dentro del montante total que es el supuesto mundo del arte para, condescendientemente y bajo el melancólico eslogan de que ya no es lo que era, dar permiso para su existencia. Dos: efectivamente, la crítica comprendida como valoración de obras de arte ha terminado y si lo ha hecho es porque nunca ha existido plenamente –toda crítica de arte, dígase por ejemplo la del propio Baudelaire personificada en la figura decadente del dandi, lleva implícita un germen de negatividad: el disfrute extremo de la belleza compulsiva lleva al vacío y a una extrema melancolía. Crítica de arte ha sido saber captar este momento de disolución de los propios primados de la Modernidad y no cantar las bondades de algunas selectas obras.

Desde este óptica y ampliando lo que acabamos de decir, crítica de arte solo es –solo ha sido– la elucubración escrita del desfondamiento que sufre paulatinamente el arte desde que entró, principios y mediados del siglo XIX, en la época del régimen estético –usando terminología de Rancière–, ahí donde cada obra disputa en su propio proponerse un espacio de significación propia, un espacio que solo se comprende como desplazamiento crítico de las fronteras en las que queda construida la sociedad. Crítica de arte solo ha sido la puesta en claro de las fuerzas tectónicas que empujan a la obra de arte en una dirección –la de una excesiva disolución en las formas del mundo de la vida– o en otra –en un ejercicio rigorista y mortecino de autonomía estética– y que en un sentido u otro dan al traste con la pretendida emancipación con que carga cada jugada artística. Crítica de arte, dicho de una vez, solo ha sido la delimitación crítica del propio emplazamiento crítico donde la obra de arte ha de situarse para poder llevar a cabo su juego estético y, como tal, político.

Siendo esto así, la aparente inutilidad de la crítica, o incluso su inexistencia, viene dada –a nuestro juicio– por la cada vez mayor dificultad en lo que acabamos de decir es su labor principal que, insistimos, nada tiene que ver con servir de juego valorativo de obras puntuales de arte. Esta dificultad está en relación directa con el nivel de adiestramiento de la ideología capitalista, ideología que sirve de sustrato y base a la propia producción artística dentro del régimen estético del arte, y donde éste puede y debe ser comprendido.

Así, si en un primer momento –capitalismo de producción– la ideología trataba de velar una verdad bajo las apariencias y su correspondiente crítica se esforzaba por descubrir los mecanismos por los que se imponían las ideas hegemónicas referidas a una clase hegemónica, y si en un segundo momento –capitalismo de consumo– empezó a comprobarse que nada había bajo las apariencias y que todo quedaba reducido a una reproducción postfordista de bienes de consumo, la tercera fase del capitalismo –ahí donde nos hayamos, capitalismo inmaterial– ha conseguido reducir ambos reclamos –el haber o no haber algo bajo las apariencias– a una decisión del sujeto que puede, al mismo tiempo, pensar que nada hay ya bajo un mundo que ha devenido Gran Imagen Global o, al contrario, que no solo hay otro sino un otro del otro, una conspiración mundial vigilando bajo cada imagen.

Es en esta última fase de la ideología donde toda remisión a estrategias de desvelación y crítica heredadas de fases anteriores hace aguas por todas partes. No solo ya el impulso negativo y melancólico de Baudelaire sino la más radical y necesaria de las contestaciones son de inmediato reingresadas en el sistema ideológico sin menoscabo alguno para su poder. Y, justo por ello, es en esta fase de la ideología donde el conseguir implementar un poso de resistencia en la obra de arte frente a lo que se espera de ella –en cuanto que mercancía, en cuanto que imagen en un mundo ya saturado de ellas–, es decir, el conseguir que la obra supere el status quo que el propio sistema-arte le tiene reservado es cada vez más difícil: más difícil, por tanto, el ejercicio de una crítica de arte que incapaz de sortear un poder ideológico ya absoluto en cuanto que inmaterial e inmanente no viene a ser sino un mantra recosido a la obra de arte sin capacidad ninguna, una cacofonía que solo vale para que un arte hiperinstitucionalizado se cierre más sobre sí mismo señalando incluso lo generoso que es que permite supuestas injerencias como la de ese agente del pleistoceno llamado “crítico de arte”.

Esta situación que hemos tratado de trazar con rapidez –de la ideología y del sistema-arte por un lado y de la crítica por otro– sitúan a la crítica no ante su acabamiento y final sino ante el reto mayúsculo de tomarse sus fines más en serio. Si da la impresión –y más que una impresión, parece ser un hecho palmario– que la crítica es inexistente es porque en la mayor parte de los casos no se atreve a llevar a cabo la reconversión que necesita para continuar su labor: la de saber que su única estrategia con capacidad es la de ser una crítica a la crítica de la ideología.

Ahora bien, ¿cómo llevar a cabo esta doble crítica si según lo que hemos dicho la ideología ha incrementado su poder de forma bidireccional? Dicha crítica ha de basarse en el axioma fundamental de que ya no hay momento de sinceridad, ni en la dirección de que la pantalla se abra y deje ver la verdad bajo las apariencias ni tampoco en la seguridad firme de que no hay más que imágenes reproduciéndose a velocidad límite. Y no la hay porque lo que se descubre es que es el propio proceso de conocimiento lo que está viciado ideológicamente: todo saber es ya de por sí ideológico, toda verdad auscultada bajo la realidad de un mundo reprogramado en imagen-total es un efecto ideológico. Tanto se sepa cómo no se sepa, tanto se crea cómo no se crea, lo único cierto –como a continuación explicaremos mejor– es que el proceso que nos ha llevado hasta ahí es sumamente ideológico.

Así las cosas, una crítica a la crítica ideológica ha de esforzarse no en dar otra contestación a las típicas preguntas de desvelación ideológica –¿qué ideas dominantes son las de la clase dominante?, ¿qué proceso de enajenación, alienación y rarificación concitan?– sino apostar por otra pregunta: una pregunta que para salirse del circulo vicioso de la ideología ha de quedar suspendida, atrapada en una disyunción e indeterminación infinita.

DOS

Ahora bien –y antes de continuar describiendo lo que pensamos es esta crítica a la crítica de la ideología– es necesario aclarar un punto. ¿Cómo en esta época en que se nos repite machaconamente el fin de las ideologías tenemos nosotros aún las agallas de referirnos a tal concepto y encima por partida doble? Sin duda esto tiene que ver con esa implementación en su poder que antes hemos señalado ya que lo consigue, precisamente, simulando su propio acabamiento. Es decir: la última fase de la ideología acontece precisamente desde que, a raíz de la Caída del Muro de Berlín, se dictaminó ya por consenso el fin de las ideologías.

El tan aclamado “fin de las ideologías” no es sino el retorno traumático de la propia ideología que vuelve invertida y, por lo tanto, sacando a la luz sus antaño mecanismos de adiestramiento coercitivo. Efecto preciso de este proceso es que las ideas dominantes ya no son verdaderamente las ideas de la clase dominante. El secreto de la ideología está a la vista y quien más o quien menos sabe a qué atenerse: por fin podemos decir que no somos engañados, que la verdad del sistema está delante de nuestros ojos.

La ideología, acercándose peligrosamente a su núcleo Real –ahí donde el poder hegemónico tendría que haber implementado su nivel coercitivo hasta lo máximo tolerable– decide sacrificarse a sí misma y desdoblarse en su propia imagen: una imagen que simula un retorno traumático de la propia ideología y que en cuanto que apariencia y simulacro se nos aparece bajo la forma de la disolución absoluta de la ideología. Dicho de otra manera: la ideología realiza un retorno de sí misma como escenificación del propio trauma, de su propio choque con lo Real. Simulando que su caída en lo Real ha sido cierta –que hemos llegado a su final y que solo restan rescoldos de su propia abrasión– la ideología logra, paradójicamente, implementar su poder de adiestramiento: porque ahora la esfera de lo posible queda abnegada, tanto si “sí” como si “no” todo queda circunscrito a esta reduplicación de una ideología que consigue ser ella misma y su contrario, ella misma y su imagen invertida y traumática. Es decir, ese esperanzador no somos engañados es indiscernible de su opuesto: el hecho de que todos somos engañados.

Qué cómo ha conseguido la ideología esta perfección maquínica es muy simple: gracias a la imagen. En el ascenso de la producción y reproducción capitalista las relaciones sociales están fetichizadas no ya a través de mercancías sino a través de imágenes. Más aún, y siguiendo a Althusser, el mismo sistema ideológico de representaciones se ha convertido también en un conjunto de imágenes que se reproducen de modo que –y esto es fundamental– nuestra situación en el espectro de lo social no es que esté tamizada por la pantalla ideológico construida por las ideas hegemónicas sino que está ya definitivamente reconvertida en imagen. No sabemos las condiciones de producción sino de reproducción, no sabemos nuestra situación real sino imaginaria. Es decir: la propia ideología es ahora una imagen no situada delante nuestro sino en la que estamos dentro. Es la capacidad de la imagen de convertirse en condensador imaginario de máxima transaccionalidad lo que hace que no seamos ya espectadores viendo un espectáculo sino que estemos ya dentro de la imagen, dentro del espectáculo.

Somos, por lo tanto, muescas en una esfera imaginaria, imágenes que pululan por una pantalla-mundo, proyecciones fantasmáticas en una realidad ya diluida completamente en el espectáculo y el simulacro. Somos, como tal, agentes de máxima visualidad llamados a desear todo, a verlo todo. Porque ahora no hay más deseo que no colinde con el ver.

Es ahí donde, en definitiva, estamos: dentro de una imagen-mundo esperando verlo todo y, sobre todo –pues la sujeción ideológica trabaja para ello– esperando ver lo increíble, el Acontecimiento Total: algo de por sí imposible en cuanto que dentro de esta ideología fantasmática e invertida todo acontecimiento se nos aparece en cuanto que imagen y, por tanto, sin la marca indeleble de su núcleo Real. Todo acontecimiento es copia sin origen, imagen sin referente, diferir de una diferencia.

Concluyendo, el poder ideológico, travestido en cuanto que imagen simulacionista de su propio acabamiento, nos concita a todos dentro de una imagen-mundo donde toda voluntad de poder es ahora voluntad de verlo todo: sobre todo, y como limite libidinal, ese acontecimiento que nos despertará del nublado atontamiento de nuestras pantallas. Esperando este sublime imposible, nuestra vida discurre pegados a cuantas más pantallas mejor no sea que llegue el Acontecimiento y nos pille despistados. Un poco más, una imagen más, un chute de telerealidad más y despertaremos.

Y lo desconcertante, lo difícil de captar en este nivel de la ideología, es que lo sabemos: el secreto está a la vista. Sabemos que nada acontecerá, que nuestra realidad se disuelve en simulacros espectrales. Pero, y esta es nuestra tragedia, nada podemos hacer: porque este saber que se desarrolla en el sesgo de lo real no tiene contacto con el ámbito imaginario donde nos movemos, en la imagen que habitamos. Es ahora cuando la fractura en el yo es más absoluta: el yo práctico está separado totalmente por el yo teórico. Todo intento de ir de uno a otro –todo proceso de conocimiento, todo saber– es un efecto de la propia ideología. No hay afuera de la ideología, no hay afuera de la imagen, no hay saber que no sea un saber ideológico.

TRES

Dicho todo esto, y pareciendo que incluso las posibilidades del arte han de quedar en suspenso, ¿qué garantías para que exista una crítica de arte? A poco que se piense pocas: todo momento de crítica, en cuanto que pertenece al mundo invertido de la imagen, es por sí mismo un momento ideológico. Pero, no obstante y a pesar de esta aparente inviabilidad, lo que está claro es que es frente a esta cerrazón epistémica –en cuanto a estar subsumido por entero todo saber dentro de la ideología– frente a lo que se ha de situar todo intento de crítica. Es decir: en cualquiera de los casos, plantear la inviabilidad de la crítica de arte solo puede hacerse si previamente se ha tomado en serio la destinación que frente a esta ideología absoluta tiene el arte. Sí de ahí, de ese enfrentamiento, resulta calamitosamente derrotada, estaremos en condiciones, ahora sí, de anunciar el fin de la crítica.

Es en este sentido que la única posibilidad de victoria para la crítica –la única posibilidad de adentrarse en el reino invertido y simulacionista de la realidad sin salir reducida a mera soflama contestaría– es la de convertirse en crítica a la crítica ideológica.

Y es aquí donde retomamos la pregunta que cerró el primer apartado: ¿ante qué pregunta situarnos?, ¿qué respuesta dar para que subvirtamos el poder ideológico? Nuestra situación –recordémoslo puesto ya forma parte del propósito de tomarse en serio– es más bien decepcionante: no hay imágenes verdaderas e imágenes falsas; no hay mecanismos fatales que reconviertan la realidad en imagen; no hay momento de verdad ni de sinceridad debajo de ninguna de ellas; estando dentro de una proyección imaginaria a la que nos lanza la ideología, no hay proceso crítico a nivel real que de por sí desmantele el entramado; no hay saber ninguno que podamos conjugar para destapar lo falso de un momento ya de por sí falso.

La solución, ahí donde debe de ejercitarse la crítica a la crítica ideológica, no consiste en proponer un saber alternativo sino desanclarlo de sus posicionamientos fundamentales y crear una disyunción en su propio seno mediante el cual toda pregunta quede referida a otra pregunta. No contestar, por tanto, a toda provocación epistémica que nos lance la ideología, a todo intento de descubrir el secreto, sino dejar la pregunta que nos suscita todo intento de saber en una suspensión capaz de acoger otra pregunta. Se trata de dejar toda pregunta por el saber, por el secreto de la ideología, en envío, manteniéndose en la indecibilidad disyuntiva de ni decir “no” ni decir “sí”.

En definitiva, será abriendo todo preguntar que antaño se arrogaba la capacidad de saber a otro preguntar en deriva, un preguntar llamado a fracasar pues siempre se topará con una respuesta ideológica en su camino, la manera como se podrán ir sentando las bases para llevar a cabo una efectiva crítica a la crítica ideológica, una crítica renuente a asentarse en ningún saber, en ningún decir, y que solo puede ser comprendida como el situarse en la misma disyunción donde pregunta y respuesta ensayan y fracasan una y otra vez la imposible posibilidad de intentar desvelar el secreto: el secreto de la ideología, del arte, del capital.

Porque, y aunque como hemos dicho el secreto está a la vista, la inversión traumática de la ideología, la construcción de nuestra subjetividad como adiestramiento en una ideología que todo lo convierte en imagen, hace imposible que veamos el secreto. Sabemos el secreto pero en tanto que ese saber –como cualquier otro– es ideológico, un momento más en la mecánica de adiestramiento, no podemos utilizarlo para propósito emancipatorio alguno.

CUATRO

Y todo esto, en relación al arte y al régimen estético en el que se encuentra, ¿qué supone? Es decir: esta praxis un tanto deconstructiva en relación al preguntar/responder, ¿puede ser aplicado a las actuales condiciones del arte? Nuestra tesis es que más que a ningún otro ámbito, esta crítica a la crítica de la ideología tiene en el arte su campo de acción privilegiado. O, dicho de otra manera, es solo desde el arte desde donde puede llevarse a cabo una crítica a la crítica ideológica con alguna –poca en todo caso– posibilidad disensual, siendo cómo no esta crítica lo comúnmente llamado “crítica de arte”.

Pero si pareciera que nos movemos en círculos –arte, ideología, crítica– y teniendo en cuenta todo lo dicho, empecemos a desanudar el nudo: ¿porqué, decimos, el arte es el lugar privilegiado para la práctica de la labor crítica? Porque dentro del régimen estético en el que nos hallamos, el lugar de la obra es o debe de ser un emplazamiento crítico pero que solo puede ser descubierto a través de un desarbolado de los lugares comunes para los que la obra de arte ha sido creada: entrar dentro del circuito del arte, de su sistema en cuanto que institucionalización, convertirse en imagen lista para ser expuesta y consumida.

Dicho de otra manera, solo la labor crítica tiene la capacidad de subvertir el sentido propio de la obra de arte –una finalidad, tarea o significado del que se apropia de inmediato las tectónicas del sistema-arte– y referir la propia obra dentro del sesgo imaginario en que la ideología lo proyecta: es decir, solo la crítica es capaz de atender a la obra de arte en cuanto dispositivo ideológico; y solo una crítica a la crítica ideológica es capaz de superar por elevación los discursos impotentes del mirar bajo las apariencias –pertenecientes al nivel clásico de la ideología– para centrarse en la red de relaciones que la propia obra teje a su alrededor, en el desplazamiento entre fronteras que va provocando. Atender, en definitiva, más al significante que al significado.

Ningún otro ámbito de producción es capaz de situarse en ese emplazamiento crítico que permite un desplazamiento en horizontal, entre cadenas de significantes, entre imágenes proyectadas en lo imaginario. Porque, convengamos según todo lo dicho, si toda capacidad de afectación en lo real no tiene relación con su vertiente imaginaria, lo que nos toca no es ya intentar a la desesperada un punto de anclaje sino mantenernos en el nivel imaginario, buscando y mostrando así los efectos de una itinerancia en continuo movimiento, capaz como poco de hacer vislumbrar esa distancia insalvable que hay entre el sesgo real y el imaginario. Mostrar, por tanto, no cómo superar la distancia sino hacer evidente lo imposible de semejante intento.

En este sentido, toda obra de arte ha de ser capaz de mostrar la propia impotencia de lo que se nos dice es su propósito principal: afectar realmente al entramado real. Para ello solo necesita dejar atrás la estructura de la antigua práctica crítica: aquella que con alta dosis de inocencia pretendía hacer pasar al espectador de la visión de un espectáculo a una comprensión del mundo y, de ahí, a la decisión de ponerse en acción gracias a las injusticas que ha podido ver bajo las apariencias. Prueba ineludible de lo periclitado que está este procedimiento es que esta mecánica ya solo consigue réditos tomando para sí las mismas formas que critica: la del espectáculo y la mercancía. Es decir, insertados como estamos dentro de una ideología invertida que simula traumáticamente su acabamiento, los ejercicios clásicos de resistencia solo pueden hacerse visibles –y por lo tanto con alguna vis disruptiva– si previamente son filtrados como mecanismo de espectacularización, si –como venimos sosteniendo– son previamente transformados en imagen.

Pero si decimos “crítica de la crítica”, una doble crítica, es porque ahora debe de superar dos momentos ideológicos: superar el malestar que provoca la clásica crítica ideológica de denunciar a la mitad de la ciudadana que estúpidamente no ve que hay siempre algo bajo las apariencias; pero, al mismo tiempo, también debe de vadear el efecto contrario que provoca el nivel actual de la ideología, el que haya también otra mitad que no crea que hay algo bajo las apariencias. Ambas posiciones no son sino métodos de conocimiento que desconocen la verdadera capacidad de la ideología: que toda capacidad disruptiva les viene dada en cuanto que imagen en la pantalla-mundo –y por lo tanto inmediatamente anulada–, que toda aparente anulación de la distancia ideológica –distancia entre lo real y lo imaginario– es solo una muesca en la superficie-imagen en que se ha convertido el mundo.

En suma, para que la obra de arte realice lo que pensamos es su destino en el momento histórico actual –mostrar no cómo superar la distancia ideológica sino hacer evidente lo imposible de semejante intento– ha de dejarse auscultar por formas de crítica que no hagan pie en esta doble necesidad sino capaces de interrogar a la obra en su emplazamiento crítico, ayudándola a provocar un desplazamiento no en el sentido de buscar una emancipación o reconciliación –que no será sino un momento en el mecanismo del propio engaño ideológico ya que, como diría Debord, el conocimiento mismo de la inversión pertenece al mundo invertido– sino como capacidad de sostener la pregunta en el aire, diseminada y a la espera.

Para tal misión, y como requisito ineludible, desconectar todo saber, crear la disyuntiva en su interior, producir la intermitencia en un saber que, sea el que sea, ha de reconocerse como ideológico, alentar una suspensión de toda relación directa entre la producción de las formas del arte y la producción de un efecto determinado sobre un público definido.

Ello creará al menos el parpadeo en la imagen que tenemos asignada dentro de la ideología, una arritmia en la panosfera en la que somos, nosotros y nuestro saber, producidos. Y, sobre todo, entre la suma de todos los emplazamientos críticos, será creada la senda dejada de unas huellas, el rastro de unos desplazamientos que nos alerten a cada paso que pisamos terreno minado, que nos recuerden a cada instante quienes somos: supervivientes, últimos hombres, conejos de laboratorio.

En conclusión, la labor de la crítica de arte en cuanto que crítica a la crítica ideológica consiste en dejar la pregunta por la emancipación en envío. Para ello debe utilizarse un potente método crítico, capaz de contrarrestar la querencia indómita de la propia obra de arte a ser reducida a simple mercancía, a simple imagen, a simple arte; para ello debe de manejarse en las lindes de la crítica negativa, desfondándose en la red de paradojas y antinomias que una ideología invertida y traumática le pone a cada paso.

Si hemos tratado de eludir la circularidad, podemos decir que hemos fracasado. Pero no podía ser de otro modo: el arte es el lugar de la crítica a la crítica de la ideología porque solo el arte es capaz –en su emplazamiento crítico donde se sitúa– acoger la pregunta por lo imposible, guardar el secreto, crear un impasse en la respuesta, una desconexión en las prerrogativas, una desconexión en el mundo-imagen, desasirse de toda toma de decisión entre un saber y un no-saber. Es decir: solo el arte puede alentar la tarea de una crítica ideológica con capacidad disensual en el actual estado de desarrollo de la ideología. Además, en tanto que esta capacidad del arte no es accesoria sino que alude a su destinación última, esta crítica –crítica a la crítica ideológica– solo puede ser entendida como crítica de arte.

Arte, crítica de arte y crítica a la crítica ideológica señalan en una misma dirección: enviar recurrentemente un mensaje de socorro. Si el arte dota al mensaje de contenido, la crítica se encarga de enviarlo en esa dirección correcta. Es decir, más allá de las líneas enemigas.

 

Javier González Panizo

 

Las ideas aquí expuestas pueden entenderse como un resumen amplio de lo desarrollado en el libro “Escenografías del secreto: ideología y estética en la escena contemporánea” (ed. Manuscritos, Madrid) del mismo autor.

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