Contención (Plegaria muda de Doris Salcedo)

Por momentos olvidamos el lugar, para ellos es importante subrayar el carácter provisional de la cocina pero yo logro convencerlos de sus bondades, de otro modo no habríamos podido conversar, mirar el piso artesanal, e incluso prever la idea de una hamaca futura colgada de una esquina, momentáneamente estábamos en nuestra cocina conversando como amigos que se acaban de encontrar. Olvidamos a Flora. Por un instante nos suspendimos en un espacio real, después regresamos y ascendimos la escalera. Y de golpe” las mesas”. Nuestro objeto de visión.

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Asciendo la escalera de metal gris, abajo había sostenido una conversación en la cocina, contigua a la biblioteca. Estaban dos estudiantes, uno de ellos con su perro. Bebimos mate de coca mientras hablamos de lo agradable que es conversar en una cocina, de cómo en la cocina podemos hacer operaciones con el cuerpo que serían imposibles en el espacio rígido y previsto de una cafetería. Aquí nos apoyamos de pie contra los mesones adosados a las paredes, mientras mantenemos nuestra conversación. Por momentos olvidamos el lugar, para ellos es importante subrayar el carácter provisional de la cocina pero yo logro convencerlos de sus bondades, de otro modo no habríamos podido conversar, mirar el piso artesanal, e incluso prever la idea de una hamaca futura colgada de una esquina, momentáneamente estábamos en nuestra cocina conversando como amigos que se acaban de encontrar. Olvidamos a Flora. Por un instante nos suspendimos en un espacio real, después regresamos y ascendimos la escalera. Y de golpe” las mesas”. Nuestro objeto de visión.

Contra la baranda, una estudiante de los Andes responde a todas nuestras preguntas, si recordara su nombre entraría aquí entre estas líneas. Con ella empiezo también una conversación y por momentos volvemos a salir de Flora, por momentos me mira mientras conversamos.  ¿Y si lo que miramos fueran objetos monstruosos pidiendo nuestra ayuda? al comienzo ella me mira sin entender, me habla de su emoción al haber participado en el proceso de crecimiento; encima de cada mesa hay un terrón de tierra compacto que la cubre y sobre la que se sostiene una mesa exacta a la de abajo, lentamente las semillas de pasto comenzaron a germinar  atravesando la tierra y luego la madera para emerger en la parte posterior de la segunda mesa, sostenida sobre el terrón de tierra.

El quicuyo es una especie muy invasiva que crece y se extiende con facilidad, es invasiva pero su crecimiento es más lento que otras hierbas. Yo le explico a mi amigo que eso es posible, el quicuyo es capaz de atravesar el cemento. Es explicable que pueda hacerlo a través de la madera, mi amigo me mira un tanto escéptico pero yo se lo ratifico haciéndole recordar las casas y lugares abandonados que en pocos meses se ven inundados con yerbas y malezas. En esas casas abandonadas y en las aceras descuidadas de Bogotá, el quicuyo abre su camino arbitrariamente. Como experimentando la respiración radical de una vegetación desbordada. Aquí el verde está en control. No hay imprevistos, nada genera esa desazón del quicuyo comiéndose el asfalto. Es flora bajo control. Pero ese control obviamente no es espontáneo, la vida de estas mesas con terrones de tierra requiere de un cuidado preciso y meticuloso, tiene un ritmo. Por eso se cierra temprano, se necesita de un equipo humano que pueda adelantar su sostenimiento diario, de lo contrario, en ausencia de estos cuidados la exposición debe finalizar. Entraría lo aleatorio, el caos de un crecimiento desmedido.

En la parte de arriba subiendo una escalerita cubierta por hierro rojo se llega hasta otro lugar que no pudimos traspasar, leímos un aviso que nos señalaba que algo estaba en restauración por el aguacero de ayer. Abajo en cambio las nueve mesas seguían impolutas. Los visitantes tomaban fotografías. El lugar era incómodo, comenzaba a asfixiarme. Mi guía me advirtió sobre mi sensación, estaba prevista, la artista había querido que experimentáramos esa incomodidad. Comenzó a molestarme tanta previsión, el orden, las yermas simétricamente cortadas. Entonces comprendí el horror. Las mesas estaban vivas pero de una vida alimentada por todo el aparato  de funcionamiento de esa casa a donde había ido a parar en este mediodía de sábado. Necesitaban una cierta luz, una cierta temperatura y cortes periódicos, y todo eso debía realizarlo alguno.

Frente a las mesas los visitantes tienen la impresión de objetos autosuficientes, jamás imaginan la agitación y procesos que generan sobre sí cuando nadie los mira. Sus caprichos. Las mesas están vivas. Los visitantes advierten el verde sobresaliendo por las vetas invisibles de la madera, pero el verde en sus miradas parece detenido, ha sido meticulosamente recortado hasta dar con la longitud ideal, si el calor y la luz son propicios; de noche cuando nadie los mira, los funcionarios se ocupan de estas tareas silenciosas, dar vida a estas mesas. Las mesas respiran plácidamente, pero por momentos el crecimiento escapa a la vigilancia de sus cuidadores; si la temperatura asciende el verde se desborda y el equilibrio entra en quiebre, la quietud y la serenidad de una muerte controlada pasarán a trasfigurar esa selva que pretende retenerse, la que espera agazapada en la tierra inmóvil.

En otras latitudes, cuando el control de la temperatura y de la luz es extenuante la selva aparece, entonces las mesas entran en hibernación, nadie debiera asistir al horror de una vida en control que se sale de sus cauces. En casa los animales que cuido (cuatro gatos y una perrita) siguen mi ritmo, se adaptan a sus contratiempos. No les queda más remedio que seguir mis crecimientos, sometidos a ese flujo exterior. Como mis animales las mesas parecieran objetos domésticados. Llevados a vivir a un flujo de otras biologías. Pero las mesas “piensan”. Su pensar es esa estricta geometría que les ha sido impuesta. Son máquinas vivientes, exigentes de un lugar y de un cuidador. Objetos monstruo en espera de una próxima aparición. Parecieran desnudas, sometidas al silencio incólume de la sala, sin embargo hablan, en una pared se extienden las líneas del parlamento que habrán de proferir, su condición de objeto vivo está en directa relación con ese parlamento. En la sala la estudiante procura las palabras a los que llegan, las mesas no hablan, están mudas, selladas para siempre, pero esa voz exterior es el simulacro de esa verdad que debiera desencarnarse sin mediación. Los asistentes escuchan, las palabras de la época se hacen presentes, por momentos, las mesas se animan con la rememoración del  horror.

Ella, no acierto a pronunciar su nombre sin cierto pudor, habla de “túmulos” pero yo veo mesas, y ni siquiera evoco la muerte. En las sepulturas de silencio de Colombia la tierra se acumula impúnemente, mientras la vida continúa. Aquí veo la tierra compactada, la mesa superpuesta, el quicuyo, pero no logro evocar el sacrificio, el dolor, la verdad.

El túmulo (del latín túmulus) es un montículo artificial que se coloca encima de la tumba. De la sepultura. Evoco el cuerpo de un muerto y el quicuyo otra vez traspasando la madera. En la hoja blanca, ésta en que escribo, se hace real el túmulo ¿cómo no evocar a mi madre muerta y enterrada hace pocos meses? Pero a las víctimas nadie las conoce, ni siquiera tienen nombre, mi madre es real, su cuerpo se descompone en un lugar que conozco.

En la sala los muertos son un “guión”, un papel adosado a la pared, un acervo conceptual que los describe, a las mesas y al horror; la palabra muda de ese cartel se ve replicada por la voz de la asistente, los visitantes escuchan, el dolor se hace presente de manera irreal, no puedo dejar de sentir cierta inquietud, como cuando frente a un monumento, en una tierra que nos es ignota, el guía profiere la información, los datos, ciertas circunstancias, cosas aprendidas de memoria que a su vez el turista intenta almacenar para sí. En la sala aséptica revivo la incomodidad, alguien inclina su cámara, intentan rictus compasivos con sus gestos, en corroboración de que entienden.

El dolor se posa en silencio expectante, quizá en esta sala delimitada no haya lugar para su verdadera aparición, las mesas son objetos, lo advierto, una suerte de objetos programados para una duración, en ellos la muerte es sólo un artificio previsto y el dolor. Por si solas serían objetos cada vez más deleznables, abandonados al devenir del tiempo y la intemperie, sometidos a la contingencia; el quicuyo crecería rompiendo su pulcritud, la tierra se desmoronaría y con el agua lluvia se iniciaría la desintegración. Pero las mesas sobreviven, están incólumes ante ese horror.

Abajo en una tablilla de madera que se vende como suvenir de la muestra se encarna el verdadero silencio. Intenté tomarlo en una fotografía, para leerlo de regreso. La definición de la imagen es muy baja, no puedo leer, solo se ven las líneas del poema como una partitura que comienza a desleírse en el papel gastado; me devuelvo intentando recordar el poema de Juan Gelman, sé que había algo, algo que en verdad acontecía frente a mí. Recordé lo que leí por los días en que murió, hace apenas dos meses, algo sobre su hijo y nuera desaparecidos, sobre un nieto entregado a una pareja del régimen, sobre su exilio. Al lado en la cocina, todavía sin lavar, las tazas de los mates que compartimos al comienzo, la vida de esa cocina se superponía al horror “artificial”. Cruzamos el umbral y otra vez de vuelta  a la calle.

 

Claudia Díaz, marzo 9 de 2014