Claudia Díaz, De una conversación no sostenida con Alberto Baraya

Colombia era un territorio vastísimo. A pie mi abuelo cartógrafo debió recorrer parte de su geografía cientos de veces en sus casi cuarenta años de vida en esos territorios selváticos. De regreso se perdía en la ciudad, se perdía en sus calles y ruidos, en ese ritmo compulsivo que no entendía, en las formas sociales que debía reaprender. Nunca me habló de su intención de viajar, lo suyo había comenzado en un tiempo difícil de rastrear.

“No goces demasiado de aquello que florece”  Jonh Keats

I.  Entonces todavía era posible la selva

Colombia era un territorio vastísimo. A pie mi abuelo cartógrafo debió recorrer parte de su geografía cientos de veces en sus casi cuarenta años de vida en esos territorios selváticos. De regreso se perdía en la ciudad, se perdía en sus calles y ruidos, en ese ritmo compulsivo que no entendía, en las formas sociales que debía reaprender. Nunca me habló de su intención de viajar, lo suyo había comenzado en un tiempo difícil de rastrear. En las tardes de regreso del colegio en casa de mi abuelo lo encontrábamos siempre tras un lente haciendo mediciones que luego trasladaba a un papel transparente que parecía un mapa, había muchos implementos de esa época cartográfica, carpas, objetos de la selva, alguna vez incluso trajo consigo un tigrillo que acompañó a la familia hasta que se transformó en una fiera, jamás supe del final de esta historia.

En las tardes yo comenzaba por leerle los titulares del periódico que me hacía saltar hasta dar finalmente con algo que podía interesarle, entonces lo leía en voz alta para él, pero de golpe me interrumpía y comenzaba otra vez su narración tras sus ojos limpísimos y su risa desbocada. Yo nunca conocí esos lugares, quizá no fuera necesario, los vi a través de sus palabras, penetré la selva, abrí los caminos de una geografía todavía virgen. Es que la devastación de esos territorios es reciente, mi abuelo fue testigo del trazado de las primeras carreteras, la selva se abría a la exploración y explotación petrolera, eran los tiempos dorados  de la Texas Petroleum Company, grandes campamentos, cientos de obreros, tiendas de campaña instaladas con gran comodidad.

Tiempo atrás otros viajeros más inocentes quizá habían realizado las primeras expediciones con el ánimo de recorrer y describir esa vasta geografía del nuevo mundo, su extraordinaria riqueza vegetal. Mi abuelo no, la investigación era ajena a todo fin, había sido reemplazada por la búsqueda de petróleo, por encontrar nuevos pozos, y paralelamente corría el progreso, se abrían carreteras, aparecían nuevos poblados, era común convivir meses en asentamientos indígenas, tiempo después me enteré que mi tía había vivido una larga temporada en uno de estos territorios indígenas para realizar su trabajo de investigación periodística, me habría gustado conocer esa historia que subyace en capas ignoradas de mi propia historia familiar. Jamás se volvió sobre ese tema, se transformó en un mito como los cientos que sobreviven a cada generación desdibujándola. Las cosas no pronunciadas de una familia subyacen convirtiéndose en espacios incómodos que nadie quiere frecuentar y por eso permanecen impronunciables, pero están ahí esperando las palabras que les den nacimiento para liberar esos malentendidos que debieron originar la desgracia.

Mi abuelo tomó cientos, quizá miles de fotografía de esos parajes desconocidos, las debió guardar en cajas, luego en algún momento, quizá después de muerto fueron quemadas en el patio trasero de la casa, el humo debió ascender y fundirse al resto de la contaminación del ambiente, eran diminutas, yo conservo una, en un borde tiene por título el lugar fotografiado. Algo así como un atardecer que apenas distingo en ese blanco y negro tenaz. Quizá sea la única que sobrevive a la quema. Las demás se esparcieron en una tarde, al lado de sus objetos de trabajo que poco a poco fueron desapareciendo. El trabajo de la muerte es quizá más basto en el caso de los objetos que alguna vez nos pertenecieron, ningún cuidado, ninguna molestia por ellos, hay siempre un afán por hacerlos desaparecer.

No creo que quemar esta última y quizá única evidencia de ese registro fotográfico se transforme en algo como una ceremonia secreta, será en cambio un acto triste, la extinción definitiva de todo registro, nadie hablaría de un aura que milagrosamente mitificara al  abuelo, muerto tantos años atrás, muerto y sepultado tras su dolor, en una tumba donde la piedra deja apenas entrever las pocas letras que lo sobreviven.

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II. La otra selva.

Súbitamente La Caracas cambió para dar paso a una troncal gris donde las sombras de los árboles desaparecieron, de la noche a la mañana fueron arrasadas las especies vegetales que por décadas habían sido emblemáticas de esta larguísima horizontal que atraviesa la ciudad.  En reemplazo piedras puntiagudas y rejas cortantes que comenzaban la toma de posesión de esos espacios para hacer circular tras una reja al trasporte de los ciudadanos, otra de esas noches, los bulldozer allanaron la 19 para borrar de una estampida una avenida que por años había estado enmarcada con casetas azules donde se vendían libros y discos.

Uno podía caminar desde La Caracas ascendiendo por ese azul de nombres emblemáticos y legendarios; los árboles, el ascenso a través de los libros era grato. Pero el rugido de esa noche aplastó la ilusión de ciudad. Ahora es feo, pobre y sucio. Lleno de baratijas chinas fabricadas en algún galpón perdido del globo terrestre.

Es como si el capital fuera creando ritmos precisos. Salidas y entradas de una estación de bus. Transmilenio, rejas de cristal y aluminio o algún material gris que las hace más sórdidas todavía. En la mañana se pueden prever estos ritmos, cientos de personas que cada día parecen duplicarse marchan en dirección a la entrada, otros cientos en dirección opuesta, ascendiendo tras esos puentecitos frágiles que parecieran la angustiante salida de un hormiguero gigantesco. En la otra dirección la misma sensación de  mancha negra caminante. Nadie se detiene, nadie mira. Son una masa compacta indiferenciable, un único cuerpo al que podría hacérsele una tasación genérica, previendo sus desplazamientos, la pulsión de ese ritmo en que discurre su día. Por momentos si no hay cálculos, sus cuerpos se tocan levemente en los cruces, el pequeño rozamiento disminuye imperceptiblemente la velocidad de salida. Pero el flujo permanece constante. Es difícil penetrar el flujo si no hemos participado en ese ritmo desde el comienzo, seremos como una disonancia del sistema.

Ya adentro las jaulas de vidrio se abren hacia esos estómagos abiertos que literalmente habrán de digerirlos, en sus manos suceden entonces los rozamientos que inicialmente fueron imposibles, aquí la masa se desordena evocando las vísceras de un animal en que es imposible reconocer forma alguna, solo colores dispersos y movimientos y una respiración pesada que se hace insoportable, entonces la puerta se abre en dos y escupe sus órganos que nuevamente se ordenan en esa cadena sin fin.

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III. Tras la vorágine de un arte político

¿Habrá otro reino donde recuperar la vida inútil?

Otra vida más noble, si aparte de su poesía nada puede hacerse, es inútil entonces aludir a una reparación simbólica de las víctimas. Si nada sucede la reparación se transforma más bien en el recordatorio de una Ley de Víctimas donde se hace tal promesa, como un juego retórico en que poder descansar el horror. Lo mercantil ha pasado a un segundo plano siendo su centro esta nueva fuerza simbólica que viene a disimular la herida y que se impone espectacularmente en el museo. Allí yace el abismo al que se puede acceder, es visible y cuantificable, se lo ha medido y transportado, se lo ha  embalado,  ahora es el testimonio, un hijo pródigo que regresa del  mundo.

Lo político de este arte es el precio que paga el hijo para poder regresar, ninguna liberación a cambio, ningún salto en el vacío.

 

IV. Una memoria analítica

“Si oídas melodías son dulces, más son las no oídas”. John Keats

Piezas de una nueva botánica, arte analítico, una suerte de cartesianismo artificial que poco a poco se va inoculando, primero como parodia o como juego, luego como restitución y reescritura erguida como resistencia. Aquí el método no es un método de visión o de catarsis de la realidad sino más bien una suspensión que hiciera el viajero artificial necesaria para prueba de su aparente exotismo.  En esas tierras allanadas ya no somos extranjeros sino simples turistas que llegaran por su botín informático.

El método se hace finalidad, se calcan los movimientos,  los utensilios y hasta las acciones de esos hombres de a pie del pasado, de esas primeras miradas, pero hemos perdido el sentido, ¿a qué veníamos? entonces el plegable, la descripción de algo que viene a rellenar todo propósito, finalmente el calco, parecer lo que alguna vez remontó lo inhóspito.

Jamás se regresa, lo provisional se hace definitivo, en el museo se sigue siendo expedicionario, es decir disfraz, una marca que nos distingue, un rotulo. Y el archivero, el mueblecito adosado discretamente a la pared da muestras de ello.

El silencio remontando el río, jamás podremos hacerlo, se pierde como una ola en el tiempo. Inaccesible. Completamente allanado ese silencio ya no prefigura ningún hallazgo, todo es tal como lo imaginamos. Desencarnado necesita un espacio, un gigantesco  árbol o lo que parece ser un árbol se pliega rodeando el muro curvo, el río se hace sala, la expedición es esta fichita técnica que ahora sostengo entre mis manos. Un suvenir de plástico detrás de un vidrio y el discurso monótono al fondo entonando su canto de sirena.

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V. La flora del museo

“El reino de flora queda atrás” John Keats

Trazos artificiales, ritmos como las aves migratorias. Símbolos ornamentales, flores discretas, ficciones sin trama. Si la obra no existiera quedarían unos trazos a los que se ha asociado una amalgama simbólica igualmente ornamental.

Regreso de mi recurso a Keats que él también cita en este dialogo no sostenido, la vida puede todavía transformar al mundo. No es un duelo lo que se espera, sino que regrese la vida, su posibilidad; no se espera la elegía, sino un canto, una oda a un vaso en que la vida permanezca como promesa.

La palabra no ve, sino explica, es un discurso externo a toda experiencia, quizá la instauración de una retórica en un juego discursivo donde el artista se cubre con otras capas que debe a su vez representar, viajero, científico, explorador de tierras ignotas, más cerca de nosotros, el etnólogo. Un etnólogo del plástico y del desperdicio, pero ornamentados para dar paso a la colección. Ninguna iluminación de la carne, ningún éxtasis, ningún dolor. La sola disección, un discurso memorable, hecho con los recortes de otro discurso, al final un traslado de un discurso al otro, las mismas palabras, las mismas frecuencias, las mismas tonalidades, muchas voces que en realidad sólo son una. Distorsión. La articulación de una ciencia del arte que se basta a sí mismo, el artista también conoce a su manera, a su manera produce conocimiento. Si es conocimiento produce un método, una analítica, una matemática. Una ciencia estética rigurosa. Calculada en sus efectos, en su poder de irradiación, calculada en su espacio de aparición, Esa ciencia se completa en el museo, es su laboratorio y su fábrica, un laboratorio preciso donde loa escalpelos hacen finos cortes, pulcras precisiones.

Todo es visible, cálculos, mapas, croquis, citas. Ningún intangible, ningún ojo interior, ninguna imaginación. El acto de creación desaparece, quizá sea obsoleta esta nominación, quizá un punto extremo de un romanticismo de urgencia, hay un fabricar de la pieza, ¿cómo no recordar de ayer la expresión de “fábricas de la desesperanza”, referidas a la educación secundaria del primer mundo?

Habrá recorrido el kilometraje de la tierra, lleva sus palabras dobladas bajo el brazo, pero sin hambre. No se trata de un pan o de una piedra. No es un poeta sin nada qué comer, parado. Lo envuelve un cierto halo aristocrático, casi feudal también. Habrá de iniciarnos, apenas si somos tocados por esas palabras, ningún contacto real, salvo un consumo de obra necesario, el de la mirada, una dosis de información de baja densidad, apenas un antídoto para la memoria, un golpe de palabra asignificante, contundente.

La literatura siempre será ese saco roto que proporcione las fuentes, las piedras para tirar contra el cristal, un bolsillo donde billetes y objetos inútiles se van acumulando, vueltos a escribir como carne fresca, como alguna sangre necesaria para olvidar el cadáver.

No hay palabras para el ansia de Belleza, unas cuantas vitrinas, apenas un instante fulgurante y breve, tan rápido como un estado de alguna red social puesto a toda prisa mientras cambia el semáforo,  un corte preciso en nuestra memoria, un dato, un nombre, como esa serie de exposiciones que se llamaron Nuevos Nombres. No hay tanteo, sino certeza, una ley, un fichero de consulta, una colección. Un discurso parecido a una proclama, como la del libertador en la época de la independencia. Quizá resuene como un himno a baja voz en el altoparlante de la sala.

Me pregunto si es una flor discreta o si pide algo más. Ser vista, ser admirada, ser tomada como ejemplo.

“¿Encontraría plantas de plástico en el amazonas?”

Las flores de plástico no perduran, apenas se las coloca en el vaso sin agua dejan de existir, desaparecen, se transforman en un objeto incómodo que recoge polvo y que nadie vuelve a mirar. No es cierto que perduren, que sean eternas, son sólo un desecho que inspiró momentáneamente alguna ansia, se juntan al mantel de plástico y a todos esos objetos sucios que pueblan el mundo, haciendo eco de su inutilidad, de su desperdicio.

Fichas con cientos de “taxones” para archivo, la inutilidad de la flor es comparable a la del botánico.

Fuera cientos de puestos callejeros ofreciendo todo tipo de baratijas, entonces una mano lo levanta y lo esconde en su bolsillo junto al poema.

 

Claudia Díaz, marzo 31 de 2014