#LeerLaEscena | William Contreras Alfonso

En la tercera entrega de #LeerLaEscena, el artista y curador William Contreras Alfonso lee la «Carta de Juan Pablo II a los Artistas», incluida por el artista peruano Fernando Bryce en el debate Epifanía de la Belleza. «En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se comunica con los otros…»

En la tercera entrega de #LeerLaEscena, el artista y curador William Contreras Alfonso lee la Carta de Juan Pablo II a los Artistas, incluida por el artista peruano Fernando Bryce en el debate Epifanía de la Belleza.

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS ARTISTAS (1999)

A los que con apasionada entrega
buscan nuevas « epifanías » de la belleza
para ofrecerlas al mundo
a través de la creación artística.

« Dios vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1, 31)

El artista, imagen de Dios Creador

1. Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.

Por esto me ha parecido que no hay palabras más apropiadas que las del Génesis para comenzar esta Carta dirigida a vosotros, a quienes me siento unido por experiencias que se remontan muy atrás en el tiempo y han marcado de modo indeleble mi vida. Con este texto quiero situarme en el camino del fecundo diálogo de la Iglesia con los artistas que en dos mil años de historia no se ha interrumpido nunca, y que se presenta también rico de perspectivas de futuro en el umbral del tercer milenio.

En realidad, se trata de un diálogo no solamente motivado por circunstancias históricas o por razones funcionales, sino basado en la esencia misma tanto de la experiencia religiosa como de la creación artística. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras stwórca (creador) y twórca (artífice).

¿Cuál es la diferencia entre « creador » y « artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada —ex nihilo sui et subiecti, se dice en latín— y esto, en sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y significado. Este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios. En efecto, después de haber dicho que Dios creó el hombre y la mujer « a imagen suya » (cf. Gn 1, 27), la Biblia añade que les confió la tarea de dominar la tierra (cf. Gn 1, 28). Fue en el último día de la creación (cf. Gn 1, 28-31). En los días precedentes, como marcando el ritmo de la evolución cósmica, el Señor había creado el universo. Al final creó al hombre, el fruto más noble de su proyecto, al cual sometió el mundo visible como un inmenso campo donde expresar su capacidad creadora.

Así pues, Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda « materia » de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea. El Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista humano un destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su potencia creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de Cusa: «El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica con aquel arte por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación y una participación del mismo»[1].

Por esto el artista, cuanto más consciente es de su «don», tanto más se siente movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda la creación con ojos capaces de contemplar y de agradecer, elevando a Dios su himno de alabanza. Sólo así puede comprenderse a fondo a sí mismo, su propia vocación y misión.

La especial vocación del artista

2. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis, a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra.

Es importante entender la distinción, pero también la conexión, entre estas dos facetas de la actividad humana. La distinción es evidente. En efecto, una cosa es la disposición por la cual el ser humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, y otra la disposición por la cual es artista y sabe actuar según las exigencias del arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos[2]. Por eso el artista es capaz de producir objetos, pero esto, de por sí, nada dice aún de sus disposiciones morales. En efecto, en este caso, no se trata de realizarse uno mismo, de formar la propia personalidad, sino solamente de poner en acto las capacidades operativas, dando forma estética a las ideas concebidas en la mente.

Pero si la distinción es fundamental, no lo es menos la conexión entre estas dos disposiciones, la moral y la artística. Éstas se condicionan profundamente de modo recíproco. En efecto, al modelar una obra el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es. Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista, cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad. En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo historia de las obras, sino también de los hombres. Las obras de arte hablan de sus autores, introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la original contribución que ofrecen a la historia de la cultura.

La vocación artística al servicio de la belleza

3. Escribe un conocido poeta polaco, Cyprian Norwid: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir»[3].

El tema de la belleza es propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello[4]. La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad». A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello»[5].

El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando. El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste es un talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de los talentos (cf. Mt 25, 14-30).

Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.— advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad.

El artista y el bien común

4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad de artistas, del mismo modo que tiene necesidad de científicos, técnicos, trabajadores, profesionales, así como de testigos de la fe, maestros, padres y madres, que garanticen el crecimiento de la persona y el desarrollo de la comunidad por medio de ese arte eminente que es el «arte de educar». En el amplio panorama cultural de cada nación, los artistas tienen su propio lugar. Precisamente porque obedecen a su inspiración en la realización de obras verdaderamente válidas y bellas, non sólo enriquecen el patrimonio cultural de cada nación y de toda la humanidad, sino que prestan un servicio social cualificado en beneficio del bien común.

La diferente vocación de cada artista, a la vez que determina el ámbito de su servicio, indica las tareas que debe asumir, el duro trabajo al que debe someterse y la responsabilidad que debe afrontar. Un artista consciente de todo ello sabe también que ha de trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de la gloria banal o la avidez de una fácil popularidad, y menos aún por la ambición de posibles ganancias personales. Existe, pues, una ética, o más bien una « espiritualidad » del servicio artístico que de un modo propio contribuye a la vida y al renacimiento de un pueblo. Precisamente a esto parece querer aludir Cyprian Norwid cuando afirma: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir».

El arte ante el misterio del Verbo encarnado

5. La ley del Antiguo Testamento presenta una prohibición explícita de representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido» (Dt 27, 25), porque Dios transciende toda representación material: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así «el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo»[6].

Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio» aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto.

La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El mismo Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar a inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo un ejemplo, con su desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir del Nuevo Testamento? Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne».

Todo ello constituye un vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética[7]. Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo.

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http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/letters/documents/hf_jp-ii_let_23041999_artists_sp.html