Canto

Bogotá: belleza y horror recupera una senda de trabajo que tanta falta le hacía a esta institución. Que ojalá no pierda y ojalá refuerce. A partir de la selección de un amplio número de artistas destaca en ella su interés omniabarcador. Cosa extraña en nuestros días de exposiciones pequeñas en espacios comerciales. Sin privilegiar escuelas o técnicas, insiste en el hecho de que la mirada artística se construye en los espacios de la convivencia urbana.

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Gustavo Villa. Escatología de nuestras ciudades (detalle), 2015. Bogotá: belleza y horror. Curaduría María Elvira Ardila. Museo de Arte Moderno. 4 de junio-12 de julio. Bogotá.

Organizada en torno a cinco líneas argumentales (Memoria, Habitantes, Localidades, No lugares y Naturaleza), esta exposición muestra trabajos de artistas de varias generaciones que recuperan la representación de Bogotá como asunto no exclusivo de medios noticiosos corporativos o campañas políticas intermitentes. Además de esto, marca una coincidencia temporal con el comienzo de la peor crisis que ha afectado al museo que la alberga. A partir de la cronología que plantea María Elvira Ardila en su texto curatorial, ubica el momento en que esa institución decidió desconectarse del campo artístico local para vivir de sus logros pasados y continuar ocupando un lote de alto valor inmobiliario sin hacer básicamente gran cosa. Vale la pena hacer la cuenta a que nos invita el texto de Ardila: hace 15 años, la ciudad continuaba soñando con el neoliberalismo de mano suave de Antanas Mockus y la agresiva recuperación del espacio público de Enrique Peñalosa; hace 12, su Museo de Arte Moderno organizó una exposición marketinera con la que selló su desprecio hacia un campo artístico sobre el que había constituido su reputación. Y vale la pena hacerlo para entender mejor el contraste que plantea esta muestra.

Bogotá: belleza y horror recupera una senda de trabajo que tanta falta le hacía a esta institución. Que ojalá no pierda y ojalá refuerce. A partir de la selección de un amplio número de artistas destaca en ella su interés omniabarcador. Cosa extraña en nuestros días de exposiciones pequeñas en espacios comerciales. Sin privilegiar escuelas o técnicas, insiste en el hecho de que la mirada artística se construye en los espacios de la convivencia urbana. Simultáneamente, nos recuerda otras cosas. Que por más ensimismados que anden con la naturaleza, los productores visuales viven en la ciudad. Que al utilizar el espacio público los ciudadanos, artistas o no, manejamos una tremenda carga ideológica y que, en ese sentido, basta un trauma para convertirnos en los mejores representantes de un autoritarismo inconsciente: nos afecta ver muchas obras de infraestructura sin concluir o cómo proliferan poblaciones de indigencia en sectores cercanos a nuestras viviendas o cómo nos sentimos temerosos de caminar por nuestras calles y pensamos que la mejor solución es la aparición de un gobierno radical. Cuando nos roban el celular con un cuchillo en medio de una calle en obra negra anhelamos un dictador.

En parte, la muestra apunta en ese sentido: hace tiempo Bogotá estaba bien, ahora es un infierno. No obstante, pronto supera esa afectación y pone su contrapeso hacia la evaluación más sofisticada y menos afectiva de la situación actual. Con ello se permite connotar mucho más que miedo. De hecho, hay intervenciones que se acercan más hacia el comentario irónico contra el manejo político de la ciudad que al recuento de desgracias. La esquina noroccidental del segundo piso del museo muestra el mejor logro en este sentido: la maqueta que hiciera Juan David Laserna de la biblioteca España, edificio diseñado por Giancarlo Mazzanti, frente a la ventana que da hacia el absurdo techo que ese mismo arquitecto le puso a la calle 26, junto con la serie de fotografías Concreto Mamotreto, de Ernesto Monsalve.

Las mayores críticas que se le han hecho a esta exposición tienen que ver con su formato. Se dice que parece una de esas bienales que organizaba ese museo. Se cuestionan sus dimensiones. Se cuestiona su montaje. Se cuestiona el estado de conservación de varias de las obras que hacen parte de su colección. Su carencia de catálogo. No creo que allí resida el problema. Se recuperaron trabajos que para una amplia porción de la audiencia eran narración oral, el número de invitados no llegó a afectar la distribución de las obras y cuando fue necesario se recurrió a la versión facsimilar para tratar de darle una salida digna al problema de la presencia física. El asunto del catálogo bien se puede resolver en la raquítica página web del proyecto. Las obras tenían textos explicativos, que si se leían tomaban su tiempo.

En cambio, siento que muy pocos creemos otra vez en esa entidad. Es decir, la última vez que oímos hablar de ella tenía que ver con un decreto para regalarle 40 mil millones de pesos, nada que ver con exposiciones de importancia. Un problema de desconfianza que debemos tratar. Ahora hay una muestra que nos lleva a pensar que tal vez algo ha cambiado y ese Museo quizá recupere lo que ha perdido. Que, de pronto no se trate de su canto de cisne sino del comienzo de una nueva etapa. Puede que estemos presenciando la parte de belleza que le corresponde, porque la del horror ya ha durado demasiado.

 

— Guillermo Vanegas