Camilo Torres, Arte eficaz

A propósito de Camilo, creación colectiva del teatro La Candelaria en sus cincuenta años de fundación. Pero también a propósito de una reflexión necesaria en estos momentos de los acuerdos de paz en Colombia, fechas en que el artista y el hombre común reflexionan sobre el valor de su expresión y su experiencia. Y en que se impone quizá dar marcha atrás en el deseo de espectáculo para abrazar otra consigna, más incierta y vertiginosa, la de un Arte eficaz, que tras las huellas de ese Amor eficaz del que hablaba Camilo, pueda inscribir en la realidad colombiana una verdadera independencia y una verdadera acción.

A propósito de Camilo, creación colectiva del teatro La Candelaria en sus cincuenta años de fundación. Pero también a propósito de una reflexión necesaria en estos momentos de los acuerdos de paz en Colombia, fechas en que el artista y el hombre común reflexionan sobre el valor de su expresión y su experiencia. Y en que se impone quizá dar marcha atrás en el deseo de espectáculo para abrazar otra consigna, más incierta y vertiginosa, la de un Arte eficaz, que tras las huellas de ese Amor eficaz del que hablaba Camilo, pueda inscribir en la realidad colombiana una verdadera independencia y una verdadera acción.

“Lo que más me interesa del mito de Camilo, es que es una demostración más, una demostración muy triste y dolorosa de que América Latina no cree sino en héroes muertos, cosa que sucedía exactamente con el che Guevara, es decir, en el momento en que Camilo se sacrificó por lo que estaba defendiendo, muchísima gente que no había creído en él empezó a creer como diciéndose, -ah, si se hizo notar por eso, entonces decía la verdad, entonces, tenía razón-. Y yo creo que esta experiencia hay que interpretarla en el sentido de que por favor no esperen a que el líder se muera para creer en él.” Gabriel García Márquez, en Camilo el cura guerrillero, de Francisco Norden.

“Soy revolucionario como colombiano, como sociólogo, como cristiano y como sacerdote.” Camilo Torres, Documentos personales.

“Tengo que hacer un viaje largo y penoso. No sé si volveré a Bogotá. Los revolucionarios tenemos que dar hasta la vida.” El Espectador, 18 de febrero de 1966, p. 5-A.

Y si el fraccionarse de las artes se derribara logrando disolver esa ilusoria separación de la experiencia, quizá se lograría el embate necesario. La crisis. El golpe de conciencia previo a la verdad y a la revolución. Entonces tendríamos el Arte. El Arte eficaz. Un Arte que ya no es un altar ni una simulación que representa la idea. Sino la ejecución de la idea. Cuando el Arte se decide a salir de su caja negra y se disuelve en los rostros y en las manos que enarbolan banderas.

Bogotá

Vine por unos días otra vez a Bogotá. En realidad vine para resolver este absurdo fraccionamiento que por estos días aqueja la existencia. Mi existencia. Y la de los seres que me rodean. Nunca los viajes tienen un propósito, no los viajes verdaderos. La intención es como esa idea que va emergiendo sin que nos demos cuenta, en el líquido de nuestras conciencias. Miles de fragmentos que algún día buscarán emerger a la superficie cuando todo sea propicio. Un vaso visto al trasluz. Las ideas flotan en el líquido como motas de polvo en suspenso. Hasta que alguna. En un gesto imprevisto logra vencer la gravedad y flotar.

El viaje a Bogotá desconocía su intención. Simultáneamente un impulso de última hora nacido de la desesperación. La palabra podría sonar desmesurada. ¿Pero, no es toda vida, mirada objetivamente, un canto a la desesperación? Preparé mis cosas y salí en la madrugada de regreso a la ciudad. La pequeña flota en que viajaba no pasaba por Tunja sino se desviaba por una ruta que hacía el viaje más directo. Entonces por primera vez sin el peso de esa altura excesiva, mi cabeza flotó distensionada y se entregó a los días helados de la ciudad.

En este viaje no habría historia como pude entender luego en el Teatro, en la sala a oscuras del Teatro, sino se trataba de un momento fractal. Algo en que las ramificaciones de la existencia se sucederían ininterrumpidamente encarnando la idea, cierta idea.

Entonces la intención se hizo concreta. La idea se suspendió en el vaso visto a trasluz. Mientras tanto la efervescencia de millones de comentarios viajaba por el espacio imprevisible de las redes. La paz. Las palabras de la paz se hacían noticia, pero todo era fugaz, sin cuerpo alguno.

Por momentos la ciudad se dibujaba como la idea flotante en mi vaso a trasluz.

¿Recorrer las calles?

¿Visitar los lugares para hacerme a la idea de esta visita?

La idea me rondaba. La idea era la revolución de la existencia. De la vida de afuera. En la red, todos estaban sensatamente dispuestos a sentar su veredicto sobre el dilema. El punto final de La Violencia. A un golpe de clic, millones de conciencias darían el parte de satisfacción. La conciencia se limitaría a un like, a una bandera, a una carita sonriente, al displacer. A un sticker que desgastaba otra vez la renuente idea. Pero todo sería un comentario, un estertor de pantalla. Y luego otra vez el tedio. El regreso a la intrascendencia de los estados en que se suceden imparables las palabras en red. Y la actualización de la experiencia, consistiría en regresar a una conciencia agrietada por el estertóreo aparecer de cada estado en la ventanita titilante que la conecta a la realidad.

Recordé mi cita con el amigo. El mismo lugar, la misma hora, la mesa de siempre. Un encuentro que viene repitiéndose. Un paréntesis. La abstracción en que cesan las anécdotas del día y las noticias son los libros, la lectura, el cine. Los viejos compañeros de toda soledad. Pero esta vez nuestro encuentro quedaría preso del tiempo, de la duración, abocado al ritmo de otro día en que cambiaría su radical situación de ser una isla vital suspendida en el calendario de mis días. Acordamos vernos al otro día.

Lo que sucedía es que la Novela se abría y el mundo abstracto siempre intocado de nuestros encuentros dejaba entrar alguna anécdota. Algún detalle que participaba de la existencia. De ese suceder de días y acontecimientos que en el caso particular de mi amigo y yo nos era desconocido. Nuestro propósito no era indagar por esos detalles, dejábamos la vida y nos sumergíamos en las playas del ocio, las verdaderas playas de un Alma entregada al no hacer nada, en el territorio de los nombres. Nuestros detalles eran esos nombres. Sus ideas. Alguna revelación. Algún libro rememorado entre los cientos que estaban en espera bajo nuestras manos.

Al otro día nos encontramos en un semáforo para adentrarnos al centro.

Por muchos años recorrí esas calles, esos cielos pegados a Monserrate. Y entonces divisé otra vez La Candelaria, y la soledad. Era sábado, ya no había estudiantes.

La abstracción del encuentro del día anterior y de todos nuestros pasados encuentros se abría a las vicisitudes de La Novela. Del acontecimiento. Esperamos a las puertas del lugar. Al llegar, una enorme masa humana salía de la primera función. Era el final de temporada, emblemáticamente cerrada en simultánea con el acuerdo que celebraban las fracciones del país que por décadas habían desmembrado a Colombia. Y fue otra vez conectarme con los sucesos.

Estaba en la entrada del Teatro La Candelaria, un letrero me asaltó con los detalles de su conmemoración, 50 años de actividad teatral. En los pasillos del teatro varias pancartas colgadas en recordación de uno de los suyos. Su muerte los asaltó a todos en plena temporada. Se llamaba Francisco. Francisco Martínez, y había sido uno de los fundadores del Teatro. En un rincón, un altar con su fotografía y flores, en ofrenda a su paso. Un vaso con agua. Y sus palabras impresas en un cartel a espaldas del altarcito. Muchos de los espectadores lo habrían conocido y este cierre de temporada sería algo así como la despedida a ese amigo, que encarnaba a otro amigo más distante del tiempo nuestro, pero no desconocido, Camilo. Camilo Torres.

En la pared principal de pronto la vista de un primer plano de Camilo. Una gigantesca pancarta en rojo con su rostro, y regresó la idea. Esa idea que flota desde el fondo de una conciencia y se cristaliza imprimiéndole sentido a ese golpe de vista.

El libro. Recordé el libro. Camilo, presencia y destino, de Germán Guzmán Campos. La sorpresa ante un ideario político fielmente recopilado de sus cartas y escritos. Meticulosamente rescatado para esa posteridad que habría de transformarlo equívocamente en un eslogan publicitario, hasta diluir su legado. “Camilo Torres, el cura guerrillero”. Irónicamente, Camilo pensó en su momento que la sotana se estaba convirtiendo en un obstáculo y pidió ser relevado de sus obligaciones clericales para poder servir al pueblo, “Sacrifico uno de los derechos que amo más profundamente: poder celebrar el culto externo de la iglesia como sacerdote, para crear las condiciones que hacen más auténtico ese culto.” (Camilo Torres, Documentos personales, N.3)

Sí, era otra vez Camilo Torres, su imagen en la pancarta del Teatro cobraba densidad. En el viaje a trasluz de la conciencia una idea se abría paso venciendo la gravedad, la resistencia. La gravedad es ese punto ciego de la inercia. La resistencia cero a que llega una sociedad aplastada por el peso de sus circunstancias. En la desoladora y devastadora condición de la realidad colombiana una idea se abría paso. La resistencia al default, a la programación cultural que como una huella indeleble nos paraliza. En este caso, equivalía a la entrega incondicional que una nación entera hacía a las políticas de guerra y violencia. Políticas que habían terminado por asentarse como la conciencia común de la nación colombiana. El país entero se hallaba sumido en esa inercia. Las ideas se sumergían en el fondo de ese líquido sin jamás poder ver la luz. Como pesados cuerpos, incapacitados para cualquier movimiento que los llevara en procura de la superficie. En esa superficie donde podría flotar la idea. Y cobrar un estatuto.

Por momentos la entropía de una Historia común de fracasos ininterrumpidos en aras de la paz y la vida, cobraba un espacio y un tiempo en esta escena del Teatro en que unos seres prestaban sus cuerpos y sus voces para encarnarla.

Del otro lado el público, un lleno total en la última función, ávidos de verdad, ávidos de realidad en estos momentos en que la consistencia de todo lo real es solo un acuerdo o quizá solo una sospecha. Veníamos por nuestra cuota de realidad. Al Teatro. A la representación. Veníamos otra vez por Camilo.

En la sala a oscuras apareció de nuevo Camilo, pero nadie en verdad lo representaba, nadie contaba su historia, nadie rememoraba sus consignas. En realidad lo que había en escena era la opción del Arte, la opción del colectivo. Porque Camilo no sería otra vez una representación sino Camilo sería la idea, la idea que ha venido rondando estas palabras, la idea de su Arte eficaz.

 

Claudia Díaz, 1 de octubre de 2015

1 comentario

Magnifico escrito sobre un personaje y una obra de teatro que llenan la agenda teatral y política de estos días esperanzadores para Colombia, y, al mismo tiempo, llenos de amenazas de los guerreristas de siempre. La autora moviliza su sensibilidad y sus sueños para invitarnos a revisitar a Camilo y su legado, también a la sala de teatro y la obra que lo reviven. Nos dice que el arte es parte de la vida de los seres humanos y los colectivos, y ella sabe por qué. «¿Se puede cantar en los tiempos oscuro?», se preguntaba Brecht. Y se respondía: «¡Se debe cantar en los tiempos oscuros!».