Botero: la belleza de la indiferencia (Parte I)

“…el disparar sobre Botero se ha convertido en una moda que va cundiendo más y más en la medida que su éxito comercial y su fama van creciendo en el resto del mundo. Esa necesidad de bajarlo del pedestal, sin embargo, tiene algo de deshonesto. Entre los nuevo enemigos hay muy pocos que no hayan gozado de la obra en algún momento, aunque más no sea al nivel de humor o de hedonismo. Pero, aparte de una reacción a lo que en el fondo es la saturación de la moda (un fenómeno del cual el propio Botero no es del todo inocente), tenemos que la negación radical es excesivamente simplista.”
—Luis Camnitzer (1992)
PARTE I:
La violencia antes de la violencia
1. Botero antes de Botero
En el año 2004, Beatriz González, en ese entonces curadora jefe del Museo Nacional, dio una conferencia titulada Botero antes de Botero, con motivo de la nueva donación al museo de obras de Botero: la serie La violencia en Colombia con 67 piezas curadas por el mismo artista. El título de la conferencia anticipaba una crítica sutil pero mordaz hacia el conjunto de objetos recibidos, la curadora le miraba el diente al caballo regalado: no iba a centrar su charla en las 6 acuarelas, 36 dibujos y 25 óleos, sino en algunas obras anteriores de Botero. La curadora mencionó, entre otras obras, Frente al mar: una pintura de 1952, con figuras humanas alongadas, pintada con una impronta previa al manierismo inflacionario de la franquicia boteriana, una obra importante con la que el joven Botero ganó el segundo premio en el IX Salón de Artistas.
La pintura tiene tres planos, en el último está el mar. En segundo plano se ve a un hombre atado de pies y manos a un palo que sirve para que otros dos lo carguen. En primer plano, en el centro, hay un hombre de sombrero, saco de traje y bastón que no mira la escena, dos niños de espaldas a nosotros sí la miran, el uno, con curiosidad, la otra, una niña, se lleva las manos a la cabeza. Asumimos que el hombre falleció, una de sus manos tiene un rictus mortuorio.
González señaló que esta pintura al ser interpretada por algunos comentaristas había servido para matricular a Botero como pintor comprometido con la representación de “la Violencia”, ese periodo que va de 1946 a 1963 y que fue documentado en 1962 por Germán Guzmán Campos, Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals Borda en su libro La violencia en Colombia. González difería: no, la pintura de Botero, no respondía a ese tipo de violencia política; Frente al mar sería más una escena luctuosa, anodina y común, producto de una noche de jolgorio que llegó a mal término, o de una pelea de borrachos, o de un mal paso, pero no una muerte por la lucha partidista, y menos en esa zona del caribe donde los pájaros de la violencia todavía no merodeaban.
El punto de González era claro: hay que recordar siempre al “Botero antes de Botero”, ese que dice “quiero pintar como si siempre estuviera pintando frutas”, ese que estuvo en la costa del país por nueve meses y dijo: “vivía en la casa de un pescador y pinté mucho inspirándome en la realidad de aquella vida. Había un pequeño carnaval en Tolú, muy primitivo y colorista, que intenté representar.” Hay que recordar al pintor que quiere pintar, dibujar, esculpir, y defiende a capa y espada ese espacio creativo, ese artista que no busca temas porque los temas lo encuentran mientras está pintando. Hay que tener en mente al Botero que piensa a través de la pintura, al que medita siempre con los pinceles en la mano. El otro artista es el que habla, y del que se habla, solo a partir de una “temática”, ese artista que habita más un espacio social que un espacio creativo, ese que irradia orgulloso tanta fama que su fulgor encandelilla y no deja ver en detalle su obra.
2. Violencia pictórica
De cierta época en adelante encontrar al Botero auténtico y valioso se ha vuelto un ítem. En 1978 Alvaro Medina, en su libro Procesos del arte en Colombia, publicó Botero encuentra a Botero, un análisis cuadro a cuadro, donde el escritor sopesa algunas de las obras hechas entre 1955 y 1958: “Botero enfrentaba su pintura con la sencillez poética peculiar a Morandi. Es decir, permanecía impertérrito ante la deformación necesaria del objeto que pintaba, con lo que éste aparecía como un elemento normal cuyo poder expresivo partía de un ajuste plástico, fuera del cual no podía existir. Entre el artista y su obra se interponía una distancia que aparentemente eliminaba toda emoción”.
Marta Traba se refirió a ese Botero como “expresionista actual”, un artista que “crea humanidades tremendas o incoherentes como las de Francis Bacon o José Luis Cuevas; no solo ataca marginalmente la forma, sino que la fustiga, la desbarata, la ridiculiza y la sobrepasa”. Un hacedor que destaca por su “conducción excepcional del color” en la obra Homenaje a Mantegna de 1958. Dice Traba: “Un color iluminado y lleno de fuego que continuamente se limita a dar paso a otro, va estableciendo un contrapunto de gamas violentas contra el fondo que, fuerte y acerado a partir de la izquierda, desciende a verdaderos desvanecimientos líricos a medida que alcanza el lado derecho. Pero ese color cuya vivacidad y energía parece proclamar una flameante independencia dentro del cuadro, está solidamente esposado a las figuras: su libertad termina en el límite de cada bloque y el bloque, a su vez, permanece ajustado a la firme estructura geométrica de las líneas”.
En ese entonces la obra de Botero escapaba a las definiciones estilísticas. Marta Traba decía: “la concepción del cuadro es profundamente original, tan antibarroca como anticlásica, tan antiexpresionista como antiabstracta. Botero da vida a una forma figurativa que, apasionada unilateralmente por el color, no acepta sacrificarse a él y resiste, solidificada a los impulsos de la pincelada lírica y violenta.”
En ese impulso intuitivo está la única violencia válida en términos de arte. La de Botero era ante todo una violencia pictórica, y su malicia de iconoclasta, ingenuamente perversa, se extendía a obras sutiles pero escandalosas en un país mojigato que firmaba año a año el concordato católico para mantener su alianza con el Vaticano. Basta ver sus “bodegones” de 1958, donde en vez de frutas usaba “obispos muertos”, que Traba veía como “obsesivamente reiterados, en pirámide, durmiendo en el suelo, comiendo manzanas, apoderándose de la totalidad de grandes telas con sus inmensas caras inexpresivas o malignas”. Botero podía entonces pintar un Papa negro, que Marta Traba describía así en 1964: “no es una caricatura de tal o cual personaje vivo. No: es un volumen que a fuerza de crecer, de avasallar, de ocupar compulsivamente el espacio y de eliminar cualquier punto de referencia, es el mismo universo, llega a asumir perfectamente el papel de todo. Cada forma de Botero pretende ser, así, un mundo total. Ni dependen de otras cosas, ni comparten con otras cosas la posibilidad de existir.”
En 1963 “Botero antes de Botero” pintó la Virgen de Fátima, ampliada así por la lupa de Traba: “a través de la gama tonal delicadísima de rosas, blancos y amarillos, y de una pincelada muy fina, resueltamente alienada una al lado de la otra para construir, y no marcar o sugerir la forma como antes, Botero llega al punto más alto de sus incongruencias voluntarias. La incongruencia se apoya sobre la creación de un monstruo por los medios más sutiles y a través de las mayores delicadezas. La delicadeza de la factura es tal, y tan cristalinos los medios empleados, que aun frente a las deformidades más inverosímiles, el espectador se resiste a tildar el resultado de monstruoso…”
El Botero que tiene valor para el arte es ese caníbal de la pintura que usaba temas de la alta y baja cultura con tal de pintar. Ese Botero diabólicamente infantil que en 1960 pintó Arzodiablomaquia, una fiesta brava donde en vez de toros toreaba a un obispo y a un demonio, una misa profana, una hostia consagrada a la belleza mefistofélica del gesto y el color. Ese Botero que en 1959 hizo una serie de 10 pinturas, en menos de un mes, sobre el Niño de Vallecas, interpretando una obra menor del encumbrado pintor Diego Rodríguez de Silva y Velázquez y que luego, en el mismo año, pintaba un lienzo dramático y juguetón, inmenso y apaisado de 1.72 por 3.14 metros, titulado Apoteosis de Ramón Hoyos. Una composición de la gesta épica de un héroe popular, el ciclista ganador de cinco vueltas a Colombia entre los años 53 y 58, un retrato de “arte pop” hecho cuando apenas la categoría histórica estaba siendo definida en el Reino Unido. Ese “Botero antes de Botero”, años más tarde, con la misma curiosidad con que un niño le quita las alas a una mosca, pintó los crímenes atroces de Nepomuceno Matallana, tal vez basado en la reportería policíaca que hizo de esos delitos el periodista Felipe González Toledo, y en 1963 le dio forma a Teresita la descuartizada,Las noches del doctor Mata y, en 1969, a El asesinato de Ana Rosa Calderón.
Es bueno tener en mente a ese Botero que hasta casi finales de los años setenta mantuvo su temple, la brusquedad de su pincelada y la radicalidad en la composición, un artista que todavía no había tenido la necesidad de aprender a copiarse a sí mismo. Temprano, a mediado de la década del sesenta, Traba, con su ojo clínico, ya detectaba los primeros signos de sedentarismo y obesidad: “La inexpresividad pensativa, irónica, sonriente, misteriosa, que bajo distintas señales ‘ocultaba algo’, en todas las figuras boterianas de 1964, se convierte en inexpresividad a secas, en estereotipo […] fórmula […] inflada, no imperiosamente expandida […] prima lo caricaturesco sobre lo tremendo […] Entre ironía y caricatura hay un espacio tan sutil, que la transposición se hace casi inadvertidamente. Cuando Botero traspone esa franja, su obra pierde la mayor parte de su poder de sugestión: La Familia Presidencial, que tanto éxito ha tenido al ser colgada en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York es la mejor de la nueva serie, sin duda, pero carece por completo del sentido poético que antes mediatizaba su intención grotesca. La plasticidad de los volúmenes netos, convertidos en valor dominante, corre fuertes peligros de estereotipación, lo que nunca pasó antes cuando usaba el color o la pincelada […] el volumen es una trampa cuando se define tan rotundamente, porque conduce sin remedio a la fórmula.”
3. Catadores de tragedias
Las deficiencias pictóricas detectadas décadas atrás por Marta Traba afectan toda la serie de La violencia en Colombia. Tanto que incluso fueron notadas por Andrés Hoyos, un férreo defensor de las buenas costumbres pictóricas, que en su crítica Monotonía, publicada en la Revista El Malpensante, escribió: “En más de un caso se ven balas volando, pero son unas balas de juguete que resultan incapaces de evocar violencia. Los chisguetes de sangre son de una timidez tal, que bien podrían entenderse como mera decoración. En Masacre en Colombia (¿no podía escoger un título menos genérico?) los muertos tienen las uñas sucias. ¿Cómo lo sabemos? Porque al borde de los dedos se incluyen unas rayitas negras pintadas sin la menor gracia o intensidad. Hace un tiempo Botero descubrió en algún torso de bronce que, a despecho de la gordura que tanto le gusta y para la que no existe dieta (estética) posible, los cuerpos pueden tener musculatura. La combinación, que funcionaba mal en el bronce, aquí se repite en numerosas ocasiones con más pena que gloria. Caso aparte son los esqueletos, cuyas osaturas infladas resultan francamente cursis […] Por último están las lágrimas, vertidas —como quiere el cliché— sobre todo por mujeres: pues bien, en estos cuadros y dibujos las lágrimas parecen otras tantas pepas de naranja que les hubieran caído encima de la cara a las pobres lloronas.”
Botero, como muchos críticos lo habían advertido —pero como pocos lo escriben ahora—, es un caricaturista al óleo sobre lienzo, o un escultor digno de una franquicia agigantada de Hello Kitty; basta leer el contraste que ofrece un texto de Mario Vargas Llosa cuando escribe sobre un cuadro hecho en 1979, uno de los últimos “Boteros antes de Botero”, titulado La Familia:
“Al inflarse, las personas y las cosas de Botero se alivianan y serenan, alcanzan una naturaleza primeriza e inocua. Y asimismo se detienen. La inmovilidad cae sobre ellas. […] El gigantismo que las redondea y acerca a un punto pasado el cual reventarían o se elevarían por los aires, ingrávidas, parece también vaciarlas de todo contenido: deseos, emociones, ilusiones, sentimientos. Son sólo cuerpos, físico incontaminado de psicología, densidad pura, superficies sin alma. Sin embargo sería injusto llamarlas caricaturas, por lo que tiene esta palabra de peyorativo.”
Y sí, Vargas Llosa al elogiar esas pinturas y describir su carácter casi impersonal, ese vaciado “de todo contenido”, acierta al mostrar que la virtud de esa manera de pintar va más allá de la anécdota del ilustrador, de la enseñanza del moralista o de la parodia del caricaturista. Porque “Botero antes de Botero” era ante todo un hedonista fiel a una forma singular de culto estético: la belleza de la indiferencia. Pero así como las palabras de Vargas Llosa liberan a esa familia de prejuicios, las mismas palabras condenan la mayoría de su producción plástica reciente, muestran cómo el “Botero después de Botero” rompió las reglas del juego y entregó los pinceles a la anécdota, a la enseñanza y a la caricatura. Esto es más que notorio en La violencia en Colombia.
Sin embargo, así el valor plástico de esta serie sea escaso y esporádico, la obra sí tiene un inmenso valor cultural, es un caso de estudio que trasciende la pintura y es supremamente útil para la crítica. “Hay que diferenciar entonces entre el pintor Botero y el fenómeno Botero”, afirmaba Luis Camnitzer en 1992 en su texto Botero en Florencia, y añadía: “la crítica al pintor y a sus cuadros en los términos de la crítica de arte tradicional se convierte en un ejercicio vacuo… solamente a través de la elección de mitologías que consideremos “correctas” y más apropiadas podremos equlibrar lo que plantea el “fenómeno Botero””. Una de esas mitologías es la conjunción estelar entre “la violencia” —el tema nacional—, y Botero —el artista más internacional—; un cruce generado por el eclipse de dos clichés que vale la pena observar y que a muchos deja obnubilados: la alta cultura asociada con el arte se junta con la baja cultura asociada a la violencia, es una fórmula que embriaga, un aguardiente de lujo, un elixir que nos convierte en catadores de tragedias.
Este afán de embriagarse de actualidad es un cenit recurrente en muchos artistas colombianos, que afecta a jóvenes y veteranos pero que en muchos artistas se acentúa cuando se acercan a la tercera edad: Alejandro Obregón pasó de tener pinturas de valor a tener una acrítica vejez repintado la violencia. Enrique Grau dedicó sus últimos días a pintar “los conflictos sociales y políticos que sufre el país a través de imágenes que enfatizan la violencia y la desolación como consecuencia de las acciones bélicas”. Ana Mercedes Hoyos no pudo resistir el impulso de sus más de 20 años de estudios volumétricos y cromáticos sobre las personas de piel negra que venden frutas en las playas de Cartagena, y ahora hace exposiciones de mapas pintados de rutas de tráfico de esclavos y parábolas gráficas sobre el lazo de sus vestidos como símbolo de opresión y libertad. Hoyos llega incluso a decir: “en muchas ocasiones, a mí me abrían las puertas, en escenarios internacionales, con la condición de que hablara de la violencia en Colombia. Y fueron muchas las que me cerraron, por no tocar el tema. Hoy en día, considero muy importante que mi obra haya tenido éxito, sin necesidad de tener que tocar ese tema. Y la trascendencia de lo que yo planteo, como colombiana, es un rescate de los valores, siempre a partir de símbolos positivos.”
4. Abu Ghraib
Volviendo a Botero, sobre su serie La violencia en Colombia, el artista declaró: «Yo estaba en contra de ese arte que se convierte en testigo de su tiempo como arma de combate. Pero en vista de la magnitud del drama que vive Colombia, llegó el momento en el que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento tan irracional de nuestra historia». Pero su arte programático, propaganda al servicio de su “obligación moral”, no se ha quedado ahí, Botero extendió su acción política a escenarios más lejanos, la guerra de Irak, y cuando le preguntan “¿Por qué decidió pintar esta serie sobre lo sucedido en Abu Ghraib?”, responde: “Por la ira que sentí y que sintió el mundo entero por este crimen cometido por el país que se presenta como modelo de compasión, de justicia y de civilización.” En la misma entrevista, le preguntan “¿En el momento de la gestación o creación de estas nuevas obras sintió que existía alguna similitud entre estos dos hechos de horror?”. Botero responde: “No. La situación es distinta. La violencia en Colombia casi siempre es producto de la ignorancia, la falta de educación y la injusticia social. Lo de Abu Ghraib es un crimen cometido por la más grande Armada del mundo olvidando la Convención de Ginebra sobre el trato a los prisioneros.”
La serie Abu Ghraib, compuesta por 79 obras, en términos de arte tiene los mismos defectos que toda su producción reciente, son obras del “Botero después del Botero”, del artista que afirma que «tienes que ser fiel a la pintura antes que a cualquier otra cosa» mientras lo paralizan sus obligaciones morales y suma al mundo otro mal: malas pinturas. Sobre esto dijo Karl Kraus: “Expresada sin arte, una verdad sobre un mal es un mal. Ha de ser valiosa por sí misma. Así reconcilia con el mal y con el dolor por el hecho de que los males existen.”
Botero se ha encargado de darle una amplia rotación a su serie Abu Ghraib, sobre todo ha buscado mostrarla en Estados Unidos donde no ha sido aceptada por varios museos, y lo que le falta de valor plástico a su obra se ha visto compensado con un amplio registro en la prensa: gracias al despliegue publicitario que Botero genera los abusos cometidos por el ejercito estadounidense no se han quedado en una polémica efímera por la filtración a los medios de unas fotos y han resonado una y otra vez.
Botero ha dicho que las obras de sus series sobre la violencia no están para la venta, un gesto que algunos otros artistas, más radicales o más “contemporáneos” en sus propuestas de arte o “activismo político” no mencionan o no se atreven a considerar. Lo cierto es que el gesto de Botero sí tendrá, inevitablemente, una repercusión en la buena imagen o “good will” de su franquicia comercial, pero más allá de los ditirambos del mercadeo —un campo donde Botero es todo un maestro—, el “activismo” de Botero ha logrado convocar: ha tenido un efecto palpable y amplia difusión, tanto que varios críticos han dejado de lado sus prejuicios sobre este artista menor para el mundo académico del arte —pero inmenso para el mundo de las subastas—, y escritores veteranos como Arthur Danto se han visto obligados a reconocer el efecto comunicativo de la serie.
En su texto The body in pain Danto escribe que esta serie logra “establecer un sentido visceral de identificación con las víctimas” y remarca una frase de Botero: “Un pintor puede hacer cosas que un fotógrafo no puede debido a que un pintor puede hacer visible lo invisible”. Y efectivamente, Botero pintó esos retratos alejándose de las fotos, centró su atención en las víctimas. Botero ha dicho ser “adicto a las noticias, a los periódicos y a las revistas”, afirma que a diario mira “la internet”. Y así como las fotos de la cárcel de Abu Ghraib que se ventilaron en la prensa mostraban a los soldados norteamericanos jugando y amontonando prisioneros iraquíes como si fueran bodegones mientras los estadounidenses posaban como cazadores orgullos o como jugadores expertos en un videojuego de tortura artística, Botero decantó esa información, para pintar vio más allá de las postales de arte bruto de los carceleros, vio la escena con el cerebro, la imaginó. Danto, estadounidense, con pena moral, culposo, compara la serie de Botero con el Guernica y concluye que a diferencia de la pintura de Picasso “un trabajo cubista que puede servir solo como decoración si uno no conoce su significado”, en Abu Ghraib, el pintor, “nos abisma en la experiencia del sufrimiento”, y concluye: “El dolor de los otros rara vez se ha sentido tan de cerca, o tan humillante para sus perpetradores”.
5. Mentir con la verdad
En su libro Undestanding comics Scott McCloud llama “efecto de enmascaramiento” al proceso de caricaturización y con varios ejemplos argumenta cómo es más fácil para un espectador identificarse con las características físicas reducidas a lo esencial de los personajes de la tira cómica que con producciones de mayor realismo. La caricatura comunica. Uno de sus ejemplos es la serie gráfica Maus de Art Spiegelman, reimpresa y traducida a varios idiomas, una historieta dibujada en la que el artista narra la experiencia de su padre, un judío polaco, durante la Segunda Guerra Mundial, un relato que incluye la elaboración misma de la historieta y los altibajos de la relación familiar en Estados Unidos tras emigrar luego de la guerra.
A la luz del “efecto de enmascaramiento” es posible pensar que Botero se quedó mentalmente atrapado en un género diferente al que su producción reciente abarca, y tanto él, como muchos otros, no parecen querer asumir su transformación de “pintor expresionista actual” a ilustrador beato comprometido. Los personajes de Botero, como escribe Mario Vargas Llosa, siempre han pertenecido al mundo de la juguetería, “este mundo ficticio cuyas fronteras un niño confunde con la realidad”, pero ya no se trata de un “mundo inocuo, bello inocente, fijo”, que está “cerca de los soldatidos de plomo y las muñecas por su colorido, su gracia, su poder encantatorio y también porque de él ha sido extraído el tiempo, esa maldición que hace intensa la vida que carcome.” Botero ha dejado de habitar ese “mundo congelado” donde “sus frutas, seres humanos, animales, árboles, flores están en un momento de esplendida madurez, antes de comenzar a pudrirse, oxidarse, apolillarse o morir”. Botero en su serie sobre la violencia anima sus figuras, ha perdido su distancia, ahora juega a la guerra con ellas con el mismo ímpetu de un niño —basta ver como pinta el vuelo de las balas—, y una vez termina su recreo se inventa una fábula bélica con moraleja para justificar su infatigable y prolífica actividad.
Con Botero asistimos a la transformación de un artista singular en un piadoso y cotizado ilustrador, un caricaturista que infla hasta el aura de gran arte que inviste sus obras. Pero es tal su caricaturización del dolor y tanto desentona con el estilo jovial de su pintura narrativa que estas obras, a pesar de sus intensiones caritativas, revelan con la mentira de su arte una mentira mayor: el supuesto de que es posible comprender el dolor del otro a través de la representación. No, esto no es posible, lo máximo que puede aspirar a representar el arte es la compasión.
La ilusión del arte está en la imposibilidad de representar el dolor. El dolor y la inhumanidad del mundo, esa nada, ese absurdo, ese azar, esa indiferencia callada e invisible es la que nos impone la necesidad de expresión. Pero no es desde la ciencia, o la cultura, o el progreso desde donde es posible responder a ese capricho cósmico y microscópico: la única respuesta que está a la altura de ese misterio es la ilusión del arte: la mentira cargada de verdad. Tal vez, en términos humanos, la vida solo sirva como materia prima para la perfección de la tragedia, convertida en arte, libre y violenta, bella y libre de temor, plena del único dolor que es posible transmitir. Esto, de alguna extraña manera, lo sabía el “Botero antes de Botero”, como lo señalaba Medina cuando decía que “entre el artista y su obra se interponía una distancia que aparentemente eliminaba toda emoción”, o Traba al referirse a la forma en Botero, a esa “inexpresividad pensativa, irónica, sonriente, misteriosa, que bajo distintas señales ‘ocultaba algo’”. Y ese “algo”, esa belleza, es justamente lo que en el camino se perdió.