Beatriz González -la ecuación del arte- falacia de una pretensión

Las obras de un artista, no constituyen los enunciados del arte, no son los enunciados del arte, sino el arte a partir del cual operarán esos enunciados. Las obras no constituyen la memoria, sino son apenas una parte de esa memoria cuya totalidad es apenas un intangible que la época esperaría realizar a través de la obra humana, pero de la que sabe, escapan, tantos otros intangibles como el dolor o la violencia real. Intangibles no necesariamente registrados o registrables en archivo alguno.

«La memoria está escondida en los archivos. Gracias a los procesos artísticos y técnicos a los que someto las imágenes de prensa que conservo en ellos, estos se convierten en iconos. Y el icono, al difundirse como obra de arte, posibilita la supervivencia de la memoria.»

Beatriz González, en una entrevista con Bea Espejo, Babelia, El País, 19 de marzo del 2018

Las obras de un artista, no constituyen los enunciados del arte, no son los enunciados del arte, sino el arte a partir del cual operarán esos enunciados.

Las obras no constituyen la memoria, sino son apenas una parte de esa memoria cuya totalidad es apenas un intangible que la época esperaría realizar a través de la obra humana, pero de la que sabe, escapan, tantos otros intangibles como el dolor o la violencia real. Intangibles no necesariamente registrados o registrables en archivo alguno.

Pretender erigirse como la memoria de un pueblo es pues, una declaratoria de un totalitarismo estético ajeno al arte y al artista. A su ideal de libertad.

El artista no habría de llamarse a sí mismo artista, ni habría de pensar siquiera que su obra pueda llegar a ser la síntesis de su pueblo.

Son los hechos consumados de esa historia los que así lo demuestran y a los que se entrega el artista y su arte en silencio. Con el doppelgänger de una incertidumbre que lo lleva a no poder saber todavía, cuál habrá de ser su lugar en esa historia y en esa memoria.

Son nuestros tiempos los que piden creaciones artificiales a las que llama archivos y memoria, creaciones que desdicen el verdadero curso de los acontecimientos. Y de los hechos.

Creaciones deliberadas como un periódico que a la manera de un facsímil, pretende erigirse en los hechos consumados de la totalidad de la historia del hombre. Erigirse en memoria.

Lo que ha hecho en cambio ese periódico y ese artista del facsímil, es disecar unos cuantos sucesos, creando una versión de ese curso total e inabarcable.

Precisamente, esa inconmensurabilidad de los hechos y de la memoria, es lo que un artista vendría a mostrar.

Ese silencio tácito ante lo que no puede nombrarse completamente.

Y menos archivarse.

Como si se tratara de algo coleccionable en el museo.

Así que no es veraz ni legítima una tal creación de los hechos que puede dar como resultado la posibilidad de una historia.

Nacional.

Y de una memoria.

Nacional.

Un tal proyecto. Sería. Apenas la contribución a una Política de Estado.

Que pretende parametrizar la vida y la memoria, en los estándares del periodismo. O de una Memoria de estado. Con las consecuencias subyacentes.

De estandarización y uniformidad.

Que otorgan. Literalmente.

Los tijeretazos.

Del recorte del momento. Del Arte.

De lo necesitado. De publicitarse.

En su saberse prócer de la Patria.

Claudia Díaz, marzo 24 del año 2018.

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Beatriz González “La obra de arte sirve como reflexión histórica”

Ocupa un lugar único en el arte latinoamericano como pionera pop y como cronista de Colombia. A ella se rinde el Museo Reina Sofía con una amplia retrospectiva

Entrevista: Bea Espejo

Había una gaseosa que circulaba en los años cuarenta por Bucaramanga, ciudad natal de Beatriz González (1938), que despertaba toda su fascinación. Era conocida como Leona Pura, nombre propio de refajo, mucho más mundano. En la imagen de la botella aparecía otra botellita, y esa botellita contenía otra, y a su vez otra. Era la botella en la botella en la botella, un poco ella, una matrioska con varias beatrices dentro. La más pequeña guarda dentro un grito: “¡Una artista, una artista!”. Lo soltó una de sus profesoras del colegio al ver el dibujo de una mandarina en manos de una Beatriz de 10 años. Fue la primera vez que escuchó esa palabra, que ya no la abandonaría jamás. Lo cuenta con voz risueña, segura, carismática. Es consciente del poder destructor de la risa, que ha convertido en uno de sus signos distintivos. También su amor por la justicia, sin matices ni concesiones. No deja títere con cabeza. Toda su obra reacciona al culto a la violencia que ha caracterizado la política colombiana durante las últimas décadas, aunque las escenas que ella lleva a la tela rehúyen del estilo violento. La suya es una pintura meditativa, serena, que escenifica un duelo que preserva la memoria. Un recóndito lugar donde la artista busca tiempos de paz.

“Gracias al proceso al que someto las imágenes, estas se convierten en iconos. Y el icono posibilita la memoria”

Sobre esa idea está organizada la exposición con la que el Museo Reina Sofía revisa ahora su extensa trayectoria. Está comisariada por María Inés Rodríguez, directora del CAPC de Burdeos, por donde ha pasado ya esta muestra que en otoño ocupará el KW de Berlín. La exposición es exigente, sí. Por suerte. Mal vamos si la “exigencia” es la excusa que tienen los políticos para las destituciones, como el despido que le acaba de ser anunciado a esta comisaria en el citado centro francés. No deja de ser curioso cómo Beatriz González siempre se ha volcado en el juego de lo popular y su poder de subversión. Optó por ello pronto, en cuanto la empezaron a tachar de “fina e inteligente”. Por aquel entonces, estudiaba a Velázquez y Vermeer, pensando cómo hacer una versión propia de una gran obra. La cosa tambaleaba hacia una abstracción que paró en seco.

El primer hilo popular del que tiró fueron las láminas Molinari. Producidas en Cali, estas estampas estaban llenas de santos y próceres nacionales. Patriotas todos ilustres y todos hombres. Los colores vivos y planos de estas láminas los llevó a una pintura que huía de los gordos de Botero, su coetáneo, sólo tres años mayor que ella. En 1965, con 27 y avivada por Marta Traba, profesora de historia del arte en la Universidad de los Andes de Bogotá —su “descubridora”, dice—, pintará su obra más conocida, Los suicidas del Sisga, en la que encontró la esencia de su yo artístico. Hoy es uno de los símbolos del arte nacional, aunque parece que la etiqueta no le pesa: “La memoria está escondida en los archivos. Gracias a los procesos artísticos y técnicos a los que someto las imágenes de prensa que conservo en ellos, estas se convierten en iconos. Y el icono, al difundirse como obra de arte, posibilita la supervivencia de la memoria”, dice.

Parece un acertijo. De los recortes de prensa de crímenes, las fotografías de luchadores en gimnasios, de reinas de belleza y avisos publicitarios, la artista llegó a la plancha de metal. Al poco tiempo entraron los muebles y el esmalte sintético en su estudio en Bogotá. En una cama postró el retrato del señor de Monserrate. A esta obra la llamó Naturaleza casi muerta (1970). La última cena de Leonardo la plantó en La última mesa (1970) y La Virgen de la silla de Rafael Sanzio fue directa a un tocador (1973). De ese consumo masivo que fueron las gráficas populares y la prensa, Beatriz González extrae sus contextos para mirarlos desde otro lugar. De algún modo, desacraliza las imágenes consagradas como fetiches de la cultura occidental para que el espectador reflexione sobre la alineación a la que está sometido. Nos abre los ojos.

A finales de los setenta pasó de los muebles a las cortinas. “Del mueble me interesa la posibilidad de negar los parámetros de una obra de arte tradicional, y las cortinas de plástico son una conclusión de ese capítulo de los muebles. La idea apareció viendo un tomo de la enciclopedia Salvat en cuya cubierta se reproducía el cuadro Le déjeuner sur l’herbe, de Manet. Estaba tan desteñido que parecía una carpa de circo. Fue entonces cuando empecé a hacer las cortinas, que están entre la tercera dimensión de los muebles y la bidimensionalidad de la pintura. Aunque toda mi obra es pintura. También pensaba en ese formato por asociación: cualquier cuadro de la pintura universal que me pareciera un telón de fondo lo pintaba en la cortina”, relata. Con su versión de Manet, titulada Telón de la móvil y cambiante naturaleza (1978), entró ese año en la Bienal de Venecia. Con otra de sus cortinas míticas, Decoración de interiores (1981), participó el año pasado en Documenta 14. Una obra que vemos también en la exposición Campo a través. Arte colombiano en la colección del Banco de la República, en la Sala Alcalá 31 de Madrid. “Siempre me he apropiado de obras de arte de la cultura universal con la conciencia de que la obra de arte, al mostrarse en los países subdesarrollados, sufría una transformación visual y mental. Es decir, no se ve de la misma manera en Latinoamérica que en Europa”.

La artista colombiana se ha dado el lujo de dominar los medios y procedimientos y, sobre todo, de transferir con talento las pinturas en que se inspira. No sólo las revisa sino que las rebasa. Dice que la crítica la ha tratado bien y que intenta sacar provecho de la desfavorable. Pronto la calificaron de transgresora y pop, aunque su pintura nada tiene que ver con la de artistas como Warhol, que se apropiaba de imágenes de la actualidad pero imitando el estilo neutral e impersonal de esas imágenes. Lejos de eso, Beatriz González convierte los periódicos en un diario privado y consigue que ese diario íntimo sea político.

“Las obras de arte de la cultura universal no se ven igual en Latinoamérica que en Europa”

Con la llegada al Gobierno de Julio César Turbay, en aquel 1978, su postura ética dio un salto y tomó posición crítica. Se convirtió, como Goya, a quien idolatra junto a Rembrandt, en pintora de la corte. Casi todos los días hacía un dibujo del presidente. La cosa era, claro, punzante, y culminó con una gran cortina en que Turbay aparece disfrutando de una fiesta rodeado de admiradoras y la gigantesca descripción de la Asamblea Constituyente de 1991. La artista nunca ha escondido su amor por la caricatura ni su desapego por la política. “Siempre que puedo recuerdo que no soy una artista política ni una pintora comprometida a la manera en que lo son los muralistas mexicanos. El artista se compromete con la realidad en el momento en que tiene la voluntad de sentir que su obra puede servir como una reflexión histórica. Como dijo alguien, el arte cuenta lo que la historia no puede contar”.

En esa construcción de la memoria alza el vuelo su obra Auras anónimas (2009). Hasta 9.000 lápidas pintó para los columnarios populares del Cementerio Central de Bogotá, edificios construidos entre 1930 y 1950 que, ante la amenaza de su destrucción en 2003, movilizaron a otra artista colombiana, Doris Salcedo, a salvar su arquitectura. Y lo consiguió. Para las lápidas, Beatriz González revisó las imágenes de cargueros, un tema que demuestra cómo ha cambiado Colombia con la guerra. Si en el siglo XIX los cargueros trabajaban cargando vivos, ya que era el medio de transporte que usaban los viajeros para conocer el país y comerciar, hoy los cargueros llevan muertos. Ellos cierran la exposición.

Todas sus imágenes esconden otras imágenes; y estas, otras. Un largo camino al conocimiento. También a ella le persigue, aunque su labor pedagógica siempre se ha situado dentro del museo. Cuando llegó al Museo Nacional de Bogotá había 16.000 piezas por investigar. Bromea diciendo que tal vez sea profesora de Bellas Artes con 80 años, “cuando sepa lo que pueda enseñar”. Este año los alcanza. Es difícil pensar en otra artista que haya escrito tanto y tan bien del arte de su país. Igual la clave está en su postura metódica, crítica, tragicómica, mordaz. Así responde a la pregunta sobre cómo escribir la historia del arte del mañana: “El momento actual permite que el arte sea inteligente, reflexivo y exigente. Así será su historia”.