Artes Visuales En Colombia Desde 1810

El territorio de la realidad ahora – la cultura digital – encuentra su vocabulario natural en la red sistemática de pantallas pululando por doquier, como extensiones de la mirada transformada en una presencia que reemplaza la ubicuidad de lo divino. Este ascenso de la esfera pública construida desde lo virtual y mediada por las pantallas depara una serie de interrogantes que los estudios sociales se apresuran a entender.

La psicogeografía de lo público hila su ritual a través de la comunicación entre jugadores libres escenificados por la ciudad, donde los relatos de la historia, el espacio y el tiempo conjugan una serie de valores que urden lo conocido y lo desconocido, las contradicciones y los conflictos, afectando este entorno geográfico que a la vez afecta a cada uno de nosotros.

En la intersección entre tiempo y espacio surgen nodos que alimentan los inventarios de la historia. El resultado de esta producción, en términos simbólicos, se traslada al espacio del museo como receptor importante que pone a circular estas mercancías en un nuevo territorio, y en un tiempo congelado a la manera de las instantáneas fotográficas.

Cuando hablo de mercancías históricas me refiero a los objetos sancionados como legítimos para ingresar en una colección que captura los símbolos de una época, de un estar en el mundo que habla del territorio colectivo que se produce y produce los bienes sensibles que identifican el lugar de lo social.

La posibilidad de que el museo transforme su expresión natural y permita que otro lenguaje domine su arquitectura de exhibición, mediante el dialecto de las pantallas, constituyó el último gran proyecto del curador Eduardo Serrano en el Museo de Arte Moderno de Bogotá con el título Video exposición del bicentenario. Artes visuales en Colombia desde 1810.

Los reflejos de la imagen proyectada sobre el espejo en que se convierte el muro, conducen la percepción del espectador por una experiencia que logra condensar 200 años en un lapso que puede durar menos de 4 horas, uniendo la práctica curatorial con los contenidos históricos por medio de herramientas que integran dispositivos característicos del consumo visual contemporáneo.

Desde hace algo más de cuarenta años el video aparece como un elemento clave en la canasta del consumo sensible, y la migración de las técnicas análogas a las digitales le permitió a los usuarios contar con un medio económico como es la edición no lineal y en otros, amplía la calidad de la imagen con pantallas en LCD (liquid crystal displays) o proyectores DLP (digital light processing) que tienden cada vez más a reducir costos al consumidor final, sin dejar de mencionar las pantallas de plasma en LED (light-emitting diode) y OLED (organic light-emitting diode) que proyectan las imágenes del portátil o el celular sobre superficies inimaginables como pueden ser la ropa o una cortina.

Si la transmisión de datos de voz es hoy el régimen dominante, los datos de imagen pronto serán la línea de avanzada en una revolución de las comunicaciones que pondrá al video por doquier. Pero así como la muestra en el Mambo integra nuevas tecnologías, también aborda una historia del arte colombiano condensada en seis videos que plantean para su proyección, novedosas consideraciones museográficas y espaciales para el contenido arquitectónico del museo.

El análisis de la propuesta ofrece diferentes puntos de mira que hacen compleja la operación. El proyecto nace de la idea de recoger la historia artística y visual a partir de una taxonomía que propone seis periodos, desde instancias que evalúan los hechos del arte y no las coyunturas socio políticas, dejando de lado la exposición directa de las obras, porque su exhibición resultaba casi que imposible por su tamaño.

Desde el punto de vista teórico, la idea de condensar la historia del arte colombiano, recurriendo al video, parece un desafío a cualquier protocolo histórico y curatorial para sintetizar la historia del arte colombiano, lo cual puede resultar válido a la luz de una producción de carácter pedagógico, pero cuando se “museografía” este material, su lectura adquiere unas consideraciones que trascienden la base histórica y documental, convirtiéndose en objetos que pueden ser observados a la luz de las prácticas artísticas contemporáneas; es decir, entran en el espectro de la obra de arte, más aun si tenemos en cuenta que el resultado de la investigación se tradujo en una propuesta museográfica instalada en el Museo de Arte Moderno de Bogotá mediante el montaje de seis salas como espacios autónomos, y que exigían que el espacio externo a las salas mismas fuera neutralizado en su totalidad, para servir simplemente como lugar de circulación.

Este binomio de ideas en cabeza de Eduardo Serrano como curador y John Castles como museógrafo y arquitecto de salas, soportó buena parte del peso de la propuesta y en su desarrollo quedan unas lecciones muy interesantes, tanto para la historia de la museografía como para la historia del arte a la hora de contarla, condensando las dos en un mismo proyecto curatorial.

La revisión bicentenaria fue dividida en seis capítulos puntuales así: Inicios Republicanos (1810-1870); La Academia (1870-1930); Raíces y Sociedad (1930-1950); Tiempos Modernos (1950-1970); Del Estilo al Concepto (1970-1990) y Prácticas Artísticas Contemporáneas (1970-1990).

Esta clasificación propuesta por Serrano plantea la observación de los fenómenos artísticos desde un punto de vista histórico, a la luz de los sucesos del arte mismo, desprendidos de su contexto concomitante, los cuales han creado una tradición a partir de observaciones que establecen periodicidades desde criterios socio-políticos. No plantea que estos últimos deban ser ignorados pero permite su observación desde instancias propias de la evolución del arte colombiano, develando una hipótesis auto referencial que toma en consideración momentos que marcaron nuevos rumbos y cambios efectivos en cada periodo señalado.

Se puede intuir un reconocimiento al devenir del arte desde una instancia facultativa que propone su construcción histórica como un campo autónomo.

Este señalamiento que hace Serrano marca una metodología en la incipiente literatura del arte colombiano, y seguramente le permitirá a las nuevas generaciones de académicos e investigadores tomar en cuenta esta clasificación para medir su validez.

En el segundo número de la revista Errata dedicado a la investigación de archivos y su relación con el campo artístico desde diferentes facetas, el colectivo de investigación “Taller Historia Crítica del Arte” cuenta en el artículo con el que participa, la experiencia desarrollada en la investigación de archivos sobre arte colombiano bajo la propuesta de la “red conceptualismos del sur” (http://conceptual.inexistente.net/) que desembocó en un informe final conocido como “Cartografías: estado de los archivos de arte crítico en Colombia (1963 – 1981)”. De acuerdo con el artículo y aun refiriéndose a una época de control reciente, el Estado y las políticas dirigidas a conservar y estimular la construcción de esta memoria es incipiente. ¿Qué podemos decir con respecto al campo del arte colombiano de 1810 a la fecha?

Curiosamente el período investigado por el “Taller Historia Crítica del Arte” va desde el año 1963 hasta el año 1981 y este periodo Serrano lo aborda en dos etapas que son “Tiempos modernos” (1950 – 1970) y “Del estilo al Concepto” (1970 – 1990), lo que puede generar un análisis de estas dos variables que por extensión y pertinencia no se abordará en este artículo.

Basta con imaginarse la transformación que sufrió el museo para que algunos se escandalicen pensando que ha sido vaciado y en efecto, eso ocurre, pero para crear y generar una nueva percepción de su espacio casi que en un sentido plástico a la hora de verlo en esos términos. Por supuesto que este vaciamiento – aunque me parece más justo decirle invisibilización – no corresponde a una propuesta de orden conceptual sino meramente funcional, es decir, asegurarle un recorrido lógico al espectador por el multiplex. Y sin embargo, a pesar de su desnudez, seis oscuros objetos de la mirada mantienen su secreto que una señalética minimal (muy Castles) se encarga de insinuar.

Pocas veces se presenta la oportunidad de que esto ocurra, a no ser que algún artista proponga reeditar esta anticonvención en términos estéticos. La posibilidad de disfrutar el museo sin obras no es un asunto común, pero paradójicamente ahí están las obras, emplazadas como documentales inteligentes sobre unas pantallas multi sensoriales, mientras estas relatan la historia del arte colombiano.

La presencia de las salas no es evidente y por momentos el museo parece un espacio en blanco y negro. Los registros de prensa y la señalética minimal parecen cordones umbilicales guiando al espectador por un territorio que normalmente ofrece obras de arte colgadas en sus paredes, reptando en el piso o elevándose hacia la cúpula.

Desde el punto de vista museográfico me parece una de las propuestas más novedosas, arriesgadas e inteligentemente resueltas que he podido ver en Bogotá este año.

Pienso que ayuda bastante el factor de saber que quien estuvo detrás del proyecto es un arquitecto ampliamente reconocido como escultor. Posee la sensibilidad para observar el espacio de un museo desde estos dos puntos de vista: como arquitecto y como artista. Es posible contemplar ese silencio generado en los espacios como una propuesta alternativa de vaciar el museo, para verlo realmente desde una óptica que toma en consideración otro espacio a partir de la resultante que ocupan las salas oscuras.

En palabras de John Castles la idea básica partió de apoyar el diseño de las salas para las video proyecciones en los ejes espaciales y estructurales de la arquitectura del museo, de tal manera que las zonas de espera y circulación resultaran naturales, sobrias, adecuadas a las exigencias técnicas de luminosidad y acústica.

Es teniendo en cuenta estos elementos que la investigación de los videorealizadores corrió sobre terreno seguro, es decir, las posibilidades de ampliar el espectro de la literatura oficial no se contemplaron y ello hubiera dado lugar para una reconstrucción de esta historia, donde los elementos subjetivos de interpretación e investigación hubieran deparado sorpresas interesantes. Ahora bien, tengamos claro que no fue esa la tarea encomendada.

Por lo tanto, lo que encontramos en esta “musealización” son unas proyecciones espectaculares que dan cuenta de un periodo de la historia del arte colombiano, sujetas a un marco que trabaja sobre las líneas operativas que la historicidad arroja hasta el momento.

Ante la pregunta sobre las posibilidades de ver estos documentales como “obras de arte” u objetos que devienen en sujetos proponentes de un discurso en el campo del arte, la mayoría de los realizadores tomaron distancia de esta presunción y fueron enfáticos en afirmar que prevalece el rigor de la investigación, la fidelidad al momento histórico narrado sobre las consideraciones de orden estético enmarcadas en las prácticas contemporáneas.

Las posibilidades que el material histórico – independientemente del tratamiento que le haya dado cada realizador – ofrece a la luz de los sistemas de representación de los objetos artísticos contemporáneos son inmensas y completamente válidas, y en este caso hablamos de una historia oficial de los hechos narrados, donde no se controvierte su autenticidad y su manera de construirse.

Seguramente el propósito no fue ese – lo repito – y una reconstrucción histórica del arte colombiano, amparada en nuevas metodologías, podría ofrecer un espectro diferente sobre las formas y maneras en que se ha dado esta taxonomía actual.

Afirmo esto apoyándome en los casos en que los videorealizadores encontraron una gran dificultad para acopiar el material de sus investigaciones.

El primer periodo – que corresponde igualmente al primer video emplazado en la sala Marta Traba del museo, de Diego Robayo y Lina Ricaurte – desarrolla la historia condensada entre los años 1810 – 1870. Colombia, en ese entonces, consolidaba su proceso independentista que culminó definitivamente en 1819 y los cambios políticos que tamaña empresa significó para el país afectaban todos los órdenes sociales. (http://www.macarenafilms.com/PopArtecolombiano.html).

Los artistas desplazaron a los sujetos de representación aglutinados en los poderes dominantes del imperio, para concentrarse en las nuevas figuras constituidas por los héroes militares de la gesta revolucionaria y la emergente burguesía criolla. La inspiración de la época mantiene su carácter formativo. Es un puente entre el final del alto barroco colonial y el neoclasicismo tardío de la siguiente generación.

Dos hechos paralelos influyen y estimulan el desarrollo de la producción visual: la llegada del Barón Gros y la Comisión Corográfica liderada por Agustín Codazzi. Mientras la primera constituye toda una revolución técnica que trae sobre sí la redefinición de los conceptos pictóricos a partir del daguerrotipo, la segunda es una cartografía visual que busca inventariar no sólo la agrimensura de la nación sino sus particularidades etnográficas.

Este nuevo país en formación abría sus ojos por medio de la pintura, el dibujo, la acuarela y el daguerrotipo con el fin de representarse a sí mismo para apropiar los elementos básicos y construir su tejido social, su sensibilidad y su destino. Se buscaba capturar mediante el ejercicio de la memoria visual los detalles puntuales que caracterizaban al hombre de la calle o los aspectos significativos de una batalla, mediante la reportería pictórica, para testimoniar los hechos históricos que acababan de marcar su más reciente memoria y su futuro.

El segundo video corresponde a “La Academia 1870 – 1930” realizado por Andrés Duplat y Mauricio Vallejo. Este periodo debe su nombre a la implementación de las primeras escuelas de arte, especialmente a la fundación de la Escuela de Bellas Artes por parte de Alberto Urdaneta y al interés de profesionalizar la actividad artística. Es apenas comprensible que como academia, la tendencia de la época se concentrara en reeditar el virtuosismo formal de la pintura y la escultura como sistemas de representación fieles a la realidad, según cánones europeos. La aparición del Papel Periódico Ilustrado es otro ejemplo que le da gran importancia a la fotografía por medio del grabado.

El trasfondo político mediaba en todas las actividades de la vida social y Colombia se debatía en medio de tensiones ideológicas y partidistas. Pintores como el padre Páramo, Epifanio Garay, Ricardo Acevedo Bernal, los pintores de la Escuela de la Sabana o el gran Andrés de Santamaría van formulando derroteros que intentan superar las brechas entre la cultura local y los aspectos dominantes del centro hegemónico. A pesar del anacronismo, es importante ver estas etapas como pasos necesarios en el proceso de asimilar la historia universal de Occidente, dentro de una tradición a la que América Latina pertenece.

1930 marca el inicio de la tercera época en que está dividida la video exposición, con el nombre de “Raíces y sociedad 1930 – 1950”, dirigido por Diego Carrizosa. Es un tiempo en el que la pintura, la escultura y principalmente los artistas se abren al mundo, pero con la inquietud de recrearlo desde una visión que toma un orden de carácter introspectivo, a partir de la equivalencia de una cultura subyugada que renace para estos hombres como parte de una tradición que debe ser rescatada. La anécdota que cuenta el maestro Luis Alberto Acuña con Picasso es definitiva para esta generación que encuentra en la escuela mexicana un patrón importante a seguir y que desarrolla sus posturas teóricas a partir del manifiesto Bachué. Valga la pena anotar que esta misma anécdota es cuestionada por Christian Padilla en el libro La llamada de la tierra: el nacionalismo en la escultura colombiana.


El cuarto video de la muestra, “Tiempos modernos 1950 – 1970” presentado por Claudia Umaña y Juan Lanz, se ocupa del tiempo de Marta Traba y de los artistas que permitieron a la crítica argentina desarrollar su ideología estética. Para esta época el arte colombiano logra afianzar su compromiso de crear un estilo que tenga en cuenta los desarrollos del arte internacional pero que también encuentre su propio lenguaje. Se puede considerar este momento como crucial para los sistemas de representación simbólica, porque genera un espacio que altera definitivamente las presunciones estéticas del colectivo social. Si la anterior generación puntualizó sus estrategias mediante consideraciones sobre lo vernáculo, siguió amparando su estrategia en el marco de unos presupuestos estéticos que no generaron ninguna impugnación a la definición del arte y me refiero con esto a la pintura.

El aspecto formal empezó a ser cuestionado desde su propio modus operandi al privilegiar los contenidos que desafiaban los presupuestos estéticos en su propio campo y ese es uno de los aportes importantes de esta generación en la redefinición del concepto establecido de arte para ese momento. La misma sociedad ve cómo los artistas desafían esas presunciones y esos valores sobre los que se apoyaba la lectura de las obras de arte y abre el espectro de la función estética hacia consideraciones que hasta hace poco resultaban impensables, es decir, producir y contemplar la obra de arte a partir de sus valores autónomos.

“Del estilo al concepto 1970 – 1990” de los videorealizadores Sergio Trujillo y Gabriel Hernández, asume con plena claridad los diferentes planteamientos que ya había alcanzado el arte colombiano. Con la llegada de Eduardo Serrano se inaugura la práctica curatorial en el país.

Es en esta época cuando se consolida la experimentación como lenguaje soberano, privilegiando nuevos desafíos al acto de ver y entender el arte. La generación anterior, pese a ser los pioneros en el uso de nuevos medios como formas válidas para producir bienes simbólicos, tuvo en la pintura su principal insumo.

La aparición del Salón Atenas es el escenario clave para que los artistas de esta generación sacudan de nuevo los parámetros que la modernidad había alcanzado hasta ese momento. Los artistas colombianos empezaban a tomarle el pulso a la escena artística internacional con mayor rapidez, generando toda una serie de traducciones, apropiaciones y copias que ampliaron el concepto de arte.

Finalmente el “Arte Contemporáneo 1990 – 2010” de Sabrina Guzman y Diego León culmina este viaje por 200 años de historia contados en menos de 220 minutos.

Este segmento de la vida del arte nacional define con absoluta claridad la madurez del arte colombiano. La nueva generación del arte colombiano que corresponde a este periodo marca la llegada del arte local a un periodo de mayoría de edad, que aunque sigue manteniendo viejos resabios de una contemporaneidad ausente a partir de modelos de desarrollo capitalista deficitarios en varios órdenes, le permite a la sociedad de artistas encontrar espacios de exhibición que estimulan sus producciones.

Los gurús de la escena internacional del arte como Hans-Ulrich Obrist y Nicolas Bourriaud ya no son figuras que ondean a la distancia como inalcanzables y todavía más: se van sorprendidos de encontrar un público y unos artistas entusiastas y bien informados. El componente académico – hay que reconocerlo – ha jugado un papel importante en este proceso.

Cada uno de los videorealizadores elaboró su propia propuesta en términos que dejan ver la sensibilidad que los identifica.

Más que video, se debe tener en cuenta la extensión hacia la estructura audiovisual, lo que permite abordar dispositivos de lectura crítica que trascienden los simples componentes técnicos del video, es decir, van más allá del estricto registro de imagen y audio.

Estos relatos fílmicos se inscriben en el documental y como tal desarrollan un contenido y una narrativa que lleva a estas historias sobre dispositivos argumentativos o expositivos, según es el caso. El contenido, por supuesto, permanece atado a una trama histórica que se inspira en los relatos aceptados sobre la historia del arte colombiano y como tal, elabora sobre esos presupuestos los contenidos de la exposición. Y es a partir de estos argumentos elaborados por el historiador que el realizador interpreta visualmente la historia para el público.

Sobre una estructura lineal con respecto al manejo del tiempo, los videorealizadores diseñaron las narrativas visuales inspirados en imágenes congeladas para la historia del arte colombiano. Es en este punto donde se puede observar esa enorme dificultad que representa para la narrativa visual crear sus relatos a partir de cuadros fijos como son las imágenes del pintor o del fotógrafo.

Las narrativas clásicas se inspiran más en el audio que en la imagen para contar las historias, pero el verdadero reto del productor audiovisual es generar y diagramar una estructura superior mediante la dramaturgia, lo que permite que el lenguaje visual crezca en contenidos y le ofrezca al espectador una rutina de consumo que agiliza la sobredosis de datos que los adjuntos discursivos ofrecen, especialmente si tenemos en cuenta que la densidad de información disponible para cada una de las épocas en las que fue dividido este bicentenario del arte colombiano es enorme.

El audio visual de propongo producciones (La Academia 1870 – 1930) tiene la compresión más fuerte de información, mediante una locución en off que detalla las diferentes épocas de este periodo, apoyado en el registro visual de cada uno de los artistas y movimientos representativos de ese momento de la historia, con esporádicas precisiones de Eduardo Serrano que le dan un corte oportuno a la narración. La maqueta digital del último minuto hace una excelente reconstrucción arquitectónica de lo que fue la exposición del centenario.

Raíces y Sociedad (1930 – 1950) de Diego Carrizosa descarga la presentación de la historia en dos voces, una masculina y otra femenina, incorporando los apuntes expertos de Eduardo Serrano junto a los testimonios de artistas y personajes que acompañaron tales procesos. La estructura narrativa del video es pausada, lo que permite que el diálogo entre los locutores transmita con claridad la textura histórica que sustenta la investigación, mientras el componente visual y el juego de planos van incorporándose al relato general.

La revisión de la época ofrece un interesante panorama de un período que aún provoca resistencias y muchos secretos por investigar, sostenido mediante una dinámica reposada que permite al público asimilar con detenimiento el conjunto de esta etapa del arte nacional.

Tiempos modernos 1950 – 1960 (Ideas a la Carta Comunicaciones) construye la narrativa integrando la locución con una presentadora, permitiendo que las voces e imágenes de los artistas acompañen a la historia de la modernidad plástica. Por momentos, la presentadora crea escenas que generan una mayor interacción visual para relatar una época llena de cambios y revoluciones. Los juegos que ofrecen las entrevistas en el video con la mezcla de planos abiertos en diferentes pantallas le ofrecen una dinámica propia de los años 60.

El documental de Sergio Trujillo y Gabriel Hernández (Del estilo al concepto 1970 -1990) elimina al locutor e introduce una saludable entrevista conversada en blanco y negro que le da un cambio interesante a los contenidos de este periodo. Por igual la cámara registra entrevistas que se van contrastando con imágenes claras de la producción artística del momento. La propuesta gráfica del video logra unos momentos muy interesantes, ayudado por una música que lleva al espectador por un recorrido bastante dinámico.

Prácticas artísticas contemporáneas (1990 – 2010) de Sabrina Guzmán y Diego León (Ink Media Colombia) propone una narrativa bastante pedagógica, que logra despejarle al observador natural muchas dudas sobre esos ires y venires del arte actual que generan tanta incertidumbre en el público. Lo más importante, sin embargo, reside en la capacidad de hilvanar un periodo vivo que posee todas las incertidumbres propias de un tiempo que se conjuga en presente, mediante puestas en escena que distribuyen visualmente la carga narrativa, logrando que el presentador, a pesar de su protagonismo, ocupe un segundo plano en el dispositivo argumental.

Inicios Republicanos (1810 – 1870) de Lina Ricaurte y Diego Robayo (Macarena Films) contó con la fortuna de documentar visualmente una época de la que no existe mucha información, en parte porque los protagonistas (los artistas) no son muchos y en parte porque siguen existiendo grandes vacíos académicos al respecto. Sin embargo, esto le permitió al dúo de videorealizadores poner en práctica una propuesta que desarrolla dispositivos dramatúrgicos apoyado en la caricatura que sabe conquistar al público. Mediante el conflicto de los personajes construye un soporte que le da estructura narrativa a la historia y eleva su nivel de comunicación.

Ahora bien, una vez concluye este recorrido visual por la historia plástica del país, surgen una serie de preguntas respecto de los artistas y los diferentes periodos que se analizaron en los documentales, y es la pertinencia de este aparato visual e histórico al momento de comprobar su funcionamiento en las actuales producciones del arte.

Mirando las cosas en una perspectiva mayor, es inevitable indagar sobre la manera de darse el proceso del arte colombiano en comparación con la historia y el devenir del arte internacional, tomando como ejemplo la propuesta de Serrano cuando expone mediante el uso del video los 200 años de historia plástica de Colombia hasta el presente y me hago las siguientes preguntas:

¿Qué artistas de hoy en día conocen con relativa precisión la historia del arte colombiano, como para intentar articular sus propuestas en un amplio contexto que tenga en cuenta el pasado local? ¿Cómo puede el artista adelantar dicha tarea si los mismos estudios son escasos, incompletos? ¿Es una pregunta fuera de lugar porque lo local desaparece bajo el peso de lo global? ¿Está suficientemente estudiado este periodo del arte colombiano como para poder hacer estas preguntas, Srs. Académicos? ¿Qué alternativas ofrece el arte como sistema de cohesión social y desciframiento de identidades trastornadas, más allá del pretendido arte político que practicamos, tomando como referente un análisis serio, a partir de la propia historia del arte colombiano? ¿Es posible encontrar en el arte las huellas que señalen una identidad de país embolatada en medio de tanta dispersión social?

Se trata de indagar en las prácticas actuales de nuestro país sobre las posibilidades de que correspondan de alguna manera a un contexto, a una visión de futuro que no ignora el pasado, porque en la construcción de procesos y prácticas artísticas contemporáneas en las que la historia plástica juega un papel, se pueden reelaborar formas de pensamiento estético que de alguna manera respondan a un carácter que indaga sobre su pasado, con el propósito de integrar la experiencia plástica y visual a partir de una constitucionalidad socio política dada.

Le formulé tres preguntas a Serrano:

  • ¿Qué tanto se conoce verdaderamente la historia plástica de este país?
  • ¿La actual generación de artistas conoce lo suficiente este tema como para que tomen perspectiva histórica de sus producciones?
  • O ¿acaso la globalización borrará de un tajo cualquier evidencia de nuestra cultura en términos de «especificidad»?

A lo que respondió:

  • Hasta finales del siglo pasado los artistas conocían más de historia del arte de EE.UU. o de Europa que historia del arte colombiano. Muy recientemente los estudios sobre arte nacional hasta ahora ingresaron en los planes de estudio de las universidades.
  • La historia del arte colombiano no es suficientemente conocida con claridad por los artistas jóvenes y por eso es fácil encontrar que muchos artistas actuales trabajan sobre proposiciones de los años 60 y 70, por ejemplo, sin que se den articulaciones que pueden ayudar a darles un mayor soporte histórico.
  • Pues eso lo vengo planteando desde hace rato, en el sentido que la globalización homogenizó de una manera tan radical los relatos, que el arte que se hace en India, Turquía o Colombia puede ser idéntico, excepto ligeros condicionamientos que ofrece la voz local, pero hoy en día los artistas emergentes son muy parecidos sin importar de dónde vienen.

Serrano remata sus respuestas hablando del carácter pendular que ha tenido el arte colombiano, debatiéndose entre nacionalismo e internacionalismo.

Precisamente los debates de Marta Traba con Ariza y Gómez Jaramillo (entre otros) tuvieron ese trasfondo de posiciones encontradas, de artistas que privilegiaron la mirada localista sobre un arte de avanzada que se nutría de la escena internacional del arte.

En los ejemplos prácticos (Doris Salcedo es el caso más evidente) las fundamentaciones se apoyan en denuncias que subrayan el carácter trágico de hechos determinados, simulando modelos correctivos que pueden ser implementados por la esfera pública mediante la voz del artista que señala la herida abierta, empleando para ello la metaforización del conflicto. Es ahí donde surge la mayor debilidad de este tipo de propuestas, amparadas en la retórica del arte político, precisamente por su débil impacto en el tejido social de la realidad, excepto el público experto que consume estas mercancías como placebos sociales para disfrazar la incapacidad y la inercia frente al horror.

El artista en estos casos actúa como un diurético que destila los fluidos ocultos de una violencia determinada, demostrando su total incapacidad para articular un diagnóstico sociológico que no sólo enseñe el color de la sangre sino que se atreva a sugerir de dónde procede.

Dadas las prácticas actuales del arte, donde el artista se convierte en una especie de camaleón que hurga con diferentes herramientas (especialmente las sociales) los meandros en los que se mueve la condición humana, sería interesante articular procesos que no sean sólo de denuncia, sino proposiciones de orden reflexivo a partir de luces que ofrece por ejemplo la historia, para desentrañar mediante las producciones simbólicas, hechos y situaciones que circulan cíclicamente. El caso de la violencia en Colombia es uno de ellos.

En un libro escrito por Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin H. D. Buchloh titulado Art since 1900, los autores proponen cuatro líneas metodológicas para analizar las producciones simbólicas desde 1900 hasta el año 2003, en el marco geográfico de las culturas dominantes: psicoanálisis, historia social del arte, formalismo y estructuralismo y post estructuralismo y deconstrucción.

Una historia comparada de las producciones locales del arte colombiano en el mismo periodo, arroja un balance bastante asimétrico que produce casi siempre un sonrojo intenso en un primer momento frente al carácter decimonónico, extemporáneo y más exactamente anacrónico que arroja este arqueo comparativo. Pero basta con que la mirada se aquiete sobre este amplio panorama, para que empiece a descubrir bajo este imperio de datos las características únicas de una historia que es tan propia como las huellas dactilares que identifican a cualquier parroquiano.

Estos cruces de cuentas pueden resultar odiosos, y sin embargo exigen su comparecencia en cualquier discurso de construcción para entender aquellas incidencias socio históricas que producen tales asimetrías. La puesta en escena de los discursos revisionistas del bicentenario conduce de manera inevitable a este tipo de correlaciones.

Pero, una historia comparada sigue siendo un proceso difícil en la medida que aun la historia local no ha sido debidamente investigada, en una especie de proyecto de construcción y régimen del arte colombiano que está por escribirse o revisarse a la luz de la bibliografía existente.

El proceso de integración de sociedades emergentes como la colombiana, a los desarrollos productivos de la globalización económica de una manera activa, mediante tratados económicos y alianzas estratégicas, dispara siempre las alarmas sobre la capacidad de las afinidades locales para enfrentar la carga simbólica de culturas fuertes y de amplia tradición, evitando así la desaparición de premisas identitarias (teniendo en cuenta lo transterritorial y la hibridez ) que fácilmente se eclipsan bajo el influjo de los contenidos dominantes.

Esta videoexposición pone sobre la mesa tópicos con respecto del uso que se hace de la historia local aplicada a las producciones actuales, la pertinencia de su taxonomía y el señalamiento sobre el futuro de la museología y la arquitectura que la contiene a la hora de integrar las nuevas tecnologías en sus dispositivos de exhibición.

Nota final: La observación de Lucas Ospina respecto del uso que se le da al internet por parte de las instituciones locales es completamente válida. Se necesita que este dispositivo no sea un simple aditivo que se nutre de la exposición física actuando como instrumento de apoyo. Sin embargo, una paradoja resulta evidente: Si la expo del mambo peca por despreciar las virtudes que ofrece la museología virtual, la del “argentinito” no deja de ser una prueba evidente de lo humillante que es dejar en las “manitas creativas” (léase agencias de publicidad) los temas del arte.

Gina Panzarowsky

La Candelaria, Bogotá

Octubre de 2010