Arte y Política: contradicciones, disyuntivas, posibilidades

La provocación de la revista Brumaria de hacer un “descongreso” (*) sitúa ya quizás la primera contradicción. El programa Word de mi computador parece notarlo enseguida, al subrayar la palabra en rojo, color que, por cierto, no le va mal al término —aunque, paradójicamente, indica error—. En cambio, si pongo un guión entre “des” y “congreso”, el rojo desaparece en la pantalla. Y es que vivimos en la Era del Guión: la proliferación de prefijos y guiones resalta las dificultades del lenguaje heredado para describir las no-revoluciones contemporáneas, resaltadas también por los organizadores al escribir la palabra revolución tachada en el título de este encuentro. Más que inventar nuevos términos, combinamos y reciclamos los existentes, también en un espíritu de readaptación, con el sentido concentrándose menos en los vocablos que en un esfuerzo casi desesperado de los signos por transformar palabras que ya no nos sirven, sin que seamos capaces de inventar otras nuevas.

En la película Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, un film cubano de 1968, aparece un fragmento documental de una conferencia celebrada en la Casa de las Américas, en La Habana, a inicios de los años sesenta, en plena efervescencia revolucionaria. Intelectuales radicales latinoamericanos discutían allí sobre arte, literatura y revolución. Alguien del público hizo entonces una pregunta que, según creo, no ha tenido respuesta hasta hoy: ¿por qué, en el marco de una revolución radical, continúan discutiéndose temas revolucionarios usando formatos tan tradicionales como el de la conferencia o el congreso? ¿No implica esto mismo una contradicción o, al menos, una limitación intrínseca, estructural? ¿Vino nuevo en odre viejo? ¿O será que, en realidad, el vino no es tan nuevo? ¿O son resistentes los odres?

Signada por guiones, tachaduras y palabras que se resisten a morir, ¿vuelve a aparecer la tía utopía? ¿Una post-utopía descreída, maltrecha, cínica, queer? El artista y escritor chileno Pedro Lemebel, quien junto con Francisco Casas integró el grupo Yeguas del Apocalipsis, usó el maquillaje que vemos proyectado para la lectura de su texto en un acto de la izquierda en Santiago en los últimos tiempos de la dictadura de Pinochet. Me parece una metáfora visual plausible para este “descongreso”. Del hasta ahora los filósofos se han ocupado en comprender el mundo, y de lo que se trata es de transformarlo, de Marx, al changer la vie de Rimbaud, hasta el jamás volverán a dormir tranquilos de Bin Laden, la inconformidad radical con lo existente, y el sueño de revolucionarlo, han fundamentado una buena parte de la dinámica humana.

La caída del muro de Berlín ha quedado como el hito de la crisis de la idea de utopía en Occidente, donde había prevalecido desde el siglo XVIII, asociada con ideales de liberación, progreso y transformación, tanto del ser humano mismo como de sus producciones y ámbitos de vida. Resulta devastador que el derrumbe de la utopía haya sido a la vez la caída de los muros: la liberación de la "liberación". Los proyectos que, en pos de la justicia social, buscaban revolucionar el mundo sobre bases éticas, confiando en la conciencia humana, generaron totalitarismo, opresión, genocidio, crimen organizado, racismo, atraso. La búsqueda del bien colectivo entronizó regímenes que concentraron el poder en el autoritarismo individual de un líder-padre, un supermacho. Mientras, por el contrario, el culto al mercado y sus leyes se ha expandido como receta anti-utópica de un tiempo desengañado y pragmático. Como reacción de signo contrario, se han fortalecido los fundamentalismos religiosos, sobre todo en los países islámicos. Aquéllos se extienden al presentar alternativas utópicas de base religiosa a un mundo que muchos consideran vulgarmente materialista, corrupto, sin moral ni ideales.

Los ideales terminaron, mientras se habla del fin de las ideologías, de la historia, de la cultura como ámbito ético, y hasta del amor (“¡Se acabó el querer!”, cantan los Van-Van, un grupo de salsa). Para algunos, hemos entrado en una “era de la aquiescencia”, en la que existen pocas esperanzas de que el futuro pueda diferir del presente, como no sea mediante la catástrofe. Sin embargo, quizás las reacciones de esta índole están todavía imbuidas del espíritu utópico, como si fuesen su otra cara. Aún hoy puede resultar difícil para la cultura radical pensar en transformaciones horizontales en vez de verticales, y en cambios dentro de lo que es más que en cambiar lo que es. Pero si hablamos de post-utopía más que de anti-utopía es porque el cinismo prevaleciente no significa la desactivación del futuro. Muchas transformaciones se desenvuelven de un modo diferente, metamórfico, actuando en procesos híbridos, en los márgenes, en la “incorrección”, en las fronteras, en los intersticios, en la política pequeña tanto como en fenómenos físicos, sociales y culturales de dimensión colosal, como las migraciones, las llamadas “bombas demográficas”, la acelerada urbanización en los países pobres (de las treinta y seis megalópolis que se calcula existirán para 2015, treinta estarán en el Tercer Mundo, en cuyas ciudades, para 2025, habitarán los dos tercios de la población urbana mundial), la eclosión de China, o en notables cambios en las subjetividades y, en fin, en toda la compleja trama de reajustes de un orbe que, por primera vez, comienza a entretejerse en su vasta pluralidad.

Los jinetes del Apocalipsis no arribaron tampoco esta vez con el nuevo milenio, pero sí quizás un anti-Apocalipsis de yeguas silenciosas, de reconfiguraciones tan ambiguas como de largo alcance. Entre los choques y abrazos de la globalización y las evoluciones postcoloniales, la cultura ha ganado mayor importancia en el entramado social, la reconfiguración del poder y la política internacional. Se ha desarrollado como factor de alineamiento y espacio donde tiene lugar un complejo pulseo de fuerzas sociales y económicas. George Yudice hasta ha dedicado un libro a lo que llama “el recurso de la cultura” (The expediency of culture).

En el orbe subdesarrollado, que es la mayor parte del mundo, gritan tan agudamente los problemas sociales que es difícil hacer cultura o comerse un taco sin tenerlos en cuenta, así sea como base contextual. Pero después del once de septiembre ya no son posibles las torres de marfil ni siquiera en Park Avenue. Si aspiramos a una intervención más activa del arte sobre esta situación, serán necesarios algunos ajustes en la ecuación de aquél con la política.

A pesar de la proliferación de museos de arte contemporáneo, bienales y exposiciones por todos lados, el primer gran problema político de las artes plásticas es la creciente reducción del público que pueda comprender a cabalidad sus mensajes o acciones y ser impactado por ellos, más allá de un acercamiento limitado, superficial o de espectáculo. Al contrario, su audiencia va reduciéndose en la medida en que los medios masivos y la publicidad ganan mayor terreno en despolitizar y achatar la cultura. Son factores que van de la mano de una creciente erosión de la esfera pública. Ahora bien, gracias a la proliferación institucional mencionada, el otro gran problema, muy entretejido con el anterior, es la autonomización del arte en el museo señalada por Douglas Crimp, que lo extirpa de su implicación directa en la vida social.

A diferencia de la música, el cine, la literatura o el teatro, las artes visuales se dedican a producir objetos únicos caros, coleccionables. Paradójicamente, han sido minimizadas en términos de comunicación social en un mundo de medios y consumo masivos, maximizándose como objetos con un valor fetichizado, traducido en valor económico. En contradicción con la época, sitúan el énfasis en el artefacto, aunque éste haya sido desmaterializado (pero hay siempre algún tipo de apoyo físico o de evidencia, sea una foto o un documento), en detrimento de la diseminación del mensaje. El valor de este artefacto no es intrínseco a su materialidad, se construye dentro de un complejo campo de relaciones. Es un centauro: mitad materiales artísticos, mitad palabras, según decía el viejo Harold Rosenberg. Las palabras son el componente activo que construye el valor y el sentido, y cada vez son más y más en boca de artistas, críticos, comisarios, teóricos, académicos, y aún como parte de las obras mismas, mientras su importancia resulta cada vez mayor para la decodificación del mensaje.

Delimitar esta pequeña parcela propia tan bien cerrada y cultivar el ancestral y cada vez más raro handmade (o mentalmade) ha sido la manera como el arte se autoinventó para sustraerse a los procesos de producción masiva y cultura de masas a partir de la Revolución Industrial, cuando unos artesanos, como los carpinteros, devinieron operarios, y otros, como los pintores, artistas. La astucia del arte ha estado en hiperbolizar el aura en una época de reproducción técnica, lo que equivale a autolimitar sus posibilidades de difusión. La comunicación social fue reemplazada así por exclusividad aurática, y el mercado masivo barato por uno de élite.

No quiere decir que no se use la tecnología, pero se la contradice. Se ve muy claramente en las ediciones limitadas, el grabado, la fotografía, el video, etcétera, que autorrestringen sus capacidades de reproducción a un número reducido de copias, cada una de ellas deviniendo sofístico "original". Es como si dijesen: “–Excúsenme por ser un medio de reproducción técnica. Pero certifico que he hecho sólo doce copias y destruido la matriz. Por favor, guárdenme un lugarcito en los museos y en Madison Avenue”. Este poner a Walter Benjamin de cabeza ocurre incluso con las tecnologías más avanzadas. Aún cuando se usan dentro de sus posibilidades, como en el arte en la red, suele guardarse alguna evidencia para el espacio consagratorio del museo o la publicación.

Por supuesto, ha habido muchos esfuerzos por evadir la autorrestricción del arte y otorgarle mayor significado cultural, social y político sin detrimento de la complejidad de su discurso. Una parte considerable del arte contemporáneo se vincula con otras actividades, a veces de acción social, o constituye un proceso diversificado donde se entra y sale de la esfera artística en distintos momentos y espacios, para entrar y salir de otros. Con frecuencia el arte abandona el cubo blanco y el cubo negro y se desenvuelve en la calle o en otros contextos no auráticos. Todas estas estrategias de conectar el arte con la acción política, el activismo social, la educación, la sociología, la psicología, la tecnología, la investigación o el chamanismo son muy valiosas, aunque a menudo no han podido ir mucho más allá de la representación. En buena parte de los casos las obras sufren el fatalismo de la fetichización aurática: tienden a legitimarse en el espacio circunscrito tradicional.

Aunque hoy el arte parece regresar a la vida social añorada por Crimp, retorna siempre al museo, cuya fuerza centrípeta parece dominarlo todo. Me refiero a la aspiración frecuente de las obras de ser mostradas en la sala de exposición o publicadas en un catálogo o una revista, así sea como documentación o testimonio, mejor si van acompañadas de la biografía de los artistas. Peor, a veces la salida al ámbito social es sólo un modo particular de hacer la obra, cuyo destino final previsto es la sala de exposición, la publicación o la red, después de haber sido bella y/o adecuadamente documentada para ese fin. Mucho arte en la calle y en el ámbito social se construye para la foto o el video documental destinados a Artforum, el website o la próxima Documenta. La documentación es con frecuencia el superobjetivo presente desde el momento mismo de la concepción del proyecto, y la obra sólo el proceso que conduce a ella. Demasiadas veces pasan a segundo plano las implicaciones y efectividad sociales de estas obras. Así, las piezas suelen juzgarse por su excelencia artístico-conceptual más que por su impacto real en el contexto social donde se desenvuelven, impacto que no suele medirse más allá de la anécdota. Y es que la estructura del campo artístico, altamente especializado e intelectualizado, basada en el museo, la galería, las publicaciones, la élite de entendidos, el coleccionismo y el mercado suntuario, no ha sido desafiada radicalmente, a lo que contribuye la pasividad y el hermetismo del ámbito académico.

En la vida sólo hay problemas: unos son buenos y otros son malos. Los que acabo de comentar son todavía buenos problemas, pues persiste la post-utopía de que pueda hacerse arte político del modo descrito, y aún dentro del museo y demás circuitos. En los países pobres, en cambio, la dependencia de los centros, la escasez o carencia de recursos y circuitos de cualquier tipo, junto con lo exiguo del público y su falta de preparación, agudizan la esterilización de la plástica. Muchos países ni siquiera poseen público, espacios, ni mercado internos, y los artistas producen para la exportación, enfocados en satisfacer expectativas extranjeras y emigrar. En realidad, en buena parte del mundo el arte sufre la tragedia de la literatura haitiana, desconocida por el noventa por cien de la población del país, que no sabe leer ni escribir.

Ahora bien, la libertad y el ecumenismo metodológicos de las prácticas artístic
as contemporáneas, su flexibilidad y su acercamiento a otras actividades, disciplinas y a la “vida real” pueden potenciarlas hacia una acción más vasta y colectiva, con mayores posibilidades sociales y políticas. Considero muy convenientes algunas aperturas del arte actual hacia recursos de la cultura de masas, el humor y el espectáculo, cuando éstas conllevan un filo crítico y la construcción de sentido.

Para los críticos y artistas "cultos", una metamorfosis radical sería entrar en la cultura de masas, que detenta el poder de comunicación e influencia, y tratar de que ésta entre en nosotros. No quiero decir poner el arte en la tele, sino la tele dentro del arte. Me refiero a una incorporación estructural de recursos metodológicos y de comunicación de la cultura de masas dentro del arte. Sería un proceso improbable, pues cada sistema tiene sus propios perfiles e intereses fuertemente atados. Tan improbable como necesario: un desafío clave de articulación social y cultural hacia una acción más allá de nuestra limitadísima élite, muy urgente en los países pobres. Si todos vivimos inmersos en una “sociedad del espectáculo”, ¿por qué no aprovechar algunos de sus recursos en una ampliación participativa de un arte problematizador, de discusión, incluso radical y subversivo? Esto, si realmente queremos hacer arte político capaz de conseguir un impacto real en lugar de hacer arte sobre la política, o representar la política en el arte. 

Por supuesto, en estas estrategias siempre se corre el riesgo de que el costado espectacular se robe el show. Pero es necesario que el arte se arriesgue todavía más de lo que, por fortuna, ya está haciendo, hacia formas verdaderamente híbridas, más allá del simple intercambio postmoderno de significantes y técnicas entre las esferas “cultas”, mediáticas y populares, que conservan sus propios discursos, circuitos y sistemas estético-simbólicos, mientras se colocan entre paréntesis las relaciones de poder en estos procesos y esferas, tanto como sus contraposiciones de intereses. El arte contemporáneo construye así a veces una subalternidad vicaria que se expresa en los espacios "cultos". Resulta asombroso cuán parcelados permanecen aún los núcleos de los diferentes circuitos y sistemas estético-simbólicos, al punto de que hasta el trabajo de índole testimonial deviene, como señaló hace tiempo Gayatri Spivak, la construcción de un “otro” hablante que busca nivelar el antagonismo. 

Otra perspectiva en esa dirección podrían ser algunas experiencias de un arte urbano que busca subvertir las fronteras entre las esferas “culta” y popular para contribuir a crear nuevos públicos mediante prácticas innovadoras y colectivas. Éstas pueden emerger en el contexto de comunidades específicas y a ellas dirigirse, intervenir en los choques y químicas transculturales propios de las urbes actuales, así como cuestionar y desafiar nuestras percepciones cotidianas y las estructuras e intereses sobre los que opera la ciudad. Las grandes urbes de África, Asia y América Latina devienen cada vez más en ámbitos que escapan al control institucional, y laboratorios culturales espontáneos. Son ciudades que, al decir de Carlos Monsiváis, “se construyen sobre su destrucción sistemática”.

En toda esta situación habría que pensar en museos centrífugos en lugar de centrípetos, transformados de un espacio donde “se muestra el mundo” en una acción en el mundo. Así, en vez de halar el arte hacia un espacio aurático, el museo podría actuar en el sitio mismo donde ocurre la práctica artística. Sería un museo como hub, descentralizado, en movimiento, diseminado por todos lados; una entidad dinámica que participaría simultáneamente en una diversidad de proyectos en diferentes lugares. El nivel de intervención resultaría muy flexible y casuístico, consistiendo sobre todo en proyectos comunes y colaboraciones con otras instituciones, grupos artísticos, asociaciones informales e individuos, en diversos grados de participación. Las actividades incluirían muestras, comunicaciones, blogs, eventos, arte urbano, arte en la red, talleres, publicaciones, encuentros, debates…

Este museo como hub desarrollaría así una red internacional de acciones e intercambios con los que estaría conectado dinámicamente, interviniendo en un flujo de información, proyectos y actividades de varias maneras y en distintas direcciones. El museo tendría su propia comunidad en expansión de artistas, curadores, educadores, activistas y otras instituciones por todo el orbe. Sería, a la manera del título de este encuentro, un museo con su nombre tachado.

Con todas las post-utopías anteriores intento sugerir más la conciencia de una necesidad que programas precisos. En todo caso, la situación prevaleciente inclina a intentar cambios horizontales más que verticales en las coordenadas culturales y sociales, y a actuar dentro de ellas, en sus fragmentos, contradicciones, márgenes, disyuntivas e intersticios. Y parece necesario ir más allá de la pluralización. Se impone también una intervención mucho más activa y dinámica de los intelectuales en la sociedad civil. Ésta implicaría una acción tanto en la cultura como en la política, en beneficio de una politización cultural de la cultura y una culturalización política de la política.

En fin, y más allá, la escasa capacidad del arte para la comunicación y acción sociales plantea de inmediato problemas éticos para los artistas y críticos de orientación política. ¿Puede limitarse su trabajo al arte? ¿Deben acaso explorar nuevas formas de comunicación? ¿Deben ser más bien sujetos políticos en acciones sociales concretas?

Gerardo Mosquera

 

 (*) conferencia del autor en "Arte y Revolución. Descongreso sobre Historia(s) del arte", organizado por Brumaria como parte de su participación en Documenta 12 Magazines. Madrid, enero de 2007.

Revista Brumaria: http://brumaria.net/documenta.htm