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La obra consistía en sostener una serie de reiteraciones de corta duración. “Falsos fuegos […] danzando sobre la arquitectura de la burguesía” = breve loop de voladores explotando en un lugar donde la pólvora en manos civiles no está prohibida aun; cada vez el mismo haz de fuegos artificiales = memoria de contraste con el derroche pirotécnico que se asocia a esa fecha; un poste alumbrando en medio de la grabación = semicírculo luminoso parecido a una medialuna pobre; el aullido de un lobo = la explicación de que se trataba de un niño (que miedo ese niño).

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William Contreras. Videoproyección. Espacio ArtVersus. 4 de julio de 2013. Bogotá. Fotografía: Don Nadie.

La pantalla aprovecha su ubicación sobre una avenida que estuvo a punto de ser intervenida con un sistema de transporte masivo y se mantuvo exenta de la popularización gracias a la aguerrida gestión de sus vecinos. De hecho, fundamenta gran parte de su plan expositivo en el carácter equívoco de esa arteria. Explota su tendencia a convertirse en espacio residual, la procedencia de clase con que se suele identificar a sus usuarios más tradicionales, su funcionamiento dominical como puente a la nostalgia, su espíritu aparentemente reacio a la gentrificación.

A lo que dicen sus promotores, puede añadirse que esa tela sirve de límite a la caída libre en el espacio público. Un dispositivo de visualidad que se ubica entre la predecibilidad del cubo blanco y la intrascendencia de la mayor parte del arte contemporáneo que sale a la calle. Como una pancarta institucional, presenta imágenes en movimiento durante fechas identificadas con eventos de congregación y consumo (fechas patrias, días dedicados a recordar roles profesionales y/o familiares, fiestas religiosas). Puede que se vea, o no.

Entonces, este 4 de julio se celebró allí la independencia de un país que cuenta con un Departamento de Estado preocupado por todo lo que pensamos, mostrando un video de William Contreras que se anunciaba con un extracto atento a una revolución posible, o a una fiesta. Hakim Bey.

La obra consistía en sostener una serie de reiteraciones de corta duración. “Falsos fuegos […] danzando sobre la arquitectura de la burguesía” = breve loop de voladores explotando en un lugar donde la pólvora en manos civiles no está prohibida aun; cada vez el mismo haz de fuegos artificiales = memoria de contraste con el derroche pirotécnico que se asocia a esa fecha; un poste alumbrando en medio de la grabación = semicírculo luminoso parecido a una medialuna pobre; el aullido de un lobo = la explicación de que se trataba de un niño (que miedo ese niño).

La pieza completa duraba lo suficiente para que viéndola desde abajo no hubiera dolor de cuello. (Nadie mira más de un minuto hacia arriba. Menos hacia algo que amenaza con ser arte contemporáneo.) He ahí parte de su éxito. No era una eterna reflexión en video. Servía como un fragmento de tiempo adecuado para el lugar donde fue instalada. Y no era un registro de altísima calidad. Evitaba el clásico exhibicionismo del videoartista promedio que se empecina en demostrar que tiene la cámara con la mejor resolución del universo o se ha aprendido de memoria el nuevo gadget de su programa de edición. Apenas tiene la intención de mostrar lo mismo que ve un ojo normal cuando alguien quema pólvora hacia el cielo porque cree que es feliz: una línea que se resuelve en motas de luz.

La publicidad nunca deja de sorprender.  Debe. Y son dos perogrulladas afirmar que:

1) Lo hace con ayuda de la pulcritud técnica y

2) Por esa vía aprehende demasiado (demasiado rápido, demasiado bien), lo mejor del arte visual.

Sin embargo, hay posibilidad de fastidiar esa relación. Una manera: por casualidad. Haciendo registros mediocres, por ejemplo. No panfletos elaborados –que se ven mejor en modelos de ropa deportiva. Quizá hoy los artistas visuales obtengan mejores logros si se preocupan menos por ganar la carrera de relevos entre arte y propaganda, y más bien se dedican a proponer desbalances de los que no parezcan darse cuenta. No actuando como revolucionarios, ni esforzándose por ser contundentes. Sin ira o vaticinios. Haciendo intentos que no parezcan inteligentes. O que permitan convencerse de que no lo son. Y esperando que los coopte la voracidad publicitaria. Para volver a empezar. Una revolución es una fiesta que no termina. Qué miedo la resaca.

 

–Guillermo Vanegas