Amo la pacífica paloma

(Sobre la Venganza de la historia #4 de Gabriela Pinilla)

“La paz en un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”

(Artículo 22 de la Constitución Política).

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La historiografía, que duda cabe, es un conflicto distendido, y la historia una suerte de fantasma esquizofrénico: dependiendo quien invoque a esta última, ella parece develar tantas múltiples personalidades como puntos de vista existen. No obstante están los hechos y, casi siempre, estos dejan trazas. El problema es nuevamente el conflicto historiográfico y aquí no hay dialéctica posible: en la pugna tenaz de la memoria (individual o colectiva), la oposición entre recuerdo y olvido —como si se tratara de una alternancia de dos opciones únicas (o una suerte de neo-bipartidismo)— tiene poco en común con una realidad nacional habitada por múltiples voces. No existe un solo olvido, ni tampoco una sola forma del recuerdo: como subversión permanente y heterogénea, las batallas entre estos registros mentales es muy difícil de desescalar. Estas mantienen incluso algunas semejanzas con el prolongado conflicto armado interno: compuesta de actores diversos, de enfrentamientos intensos y fluctuantes interrumpidos por ocasionales treguas, y no solo en relación a la Fuerza Pública —o al establecimiento—, sino también entre ellos mismos; sus alianzas, desacuerdos, disidencias; rupturas o eventuales instancias de coordinación; la disolución de algunas y el surgimiento de otras nuevas, insinúan que la diversidad humana (como el intempestivo e impredecible clima en Bogotá) es la médula susceptible sobre la que se apoya la necesidad de un diálogo continuo.

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Desde 2006, esta propuesta de Gabriela Pinilla recupera historias al margen. Ya tomando la forma de publicaciones a modo de cartillas, collages, dibujos, pinturas, textos o videos de animación en stop-motion, ella asume la tarea de investigación y divulgación de experiencias no protagónicas: así, la vida de la líder revolucionaria María Cano, el cura guerrillero Camilo Torres o los orígenes del Barrio Policarpa, adquieren la forma del cuento (o la leyenda). Estas han pasado por una secuencia de asimilación social —aun en curso— que se ha desplazado del rumor al relato-testimonio, de las investigaciones y los estudios sociales a los procesos judiciales; pero casi nunca a la pedagogía. Los análisis están allí solo para quien los busca, pero no salen al encuentro de nuevos públicos.

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El ramo de olivo que no germinó, cuarta entrega de esta serie que presenta en la Galería Valenzuela Klenner, parte de una premisa que contraviene una versión gubernamental que tácitamente supone que una historia de la paz —que en Colombia ha sido una voluntad tan insistente como aquella otra de la guerra— no es instructiva: el conjunto de imágenes icónicas, tomadas de archivos y medios impresos, tienen como fondo o soporte una lámina de cobre para conferirles cierto brillo o esplendor áureo, en contraste al espacio, en diversos tonos de un azul virado al gris, que las envuelve: como la crónica aun en las sombras a la que han sido oficialmente relegadas. No se trata sin embargo de convertir la “Historia” en “historieta”, en un gesto irónico lanzado contra monumentos de gloria (no hay aquí héroes ni panteón, tampoco triunfos celebrados con desfiles ni honrados con medallas): al destacar, Pinilla logra invadir un territorio, que es así conquistado, simbólicamente, por acontecimientos en gran medida silenciados.

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Las coplas impresas, provisionalmente ceñidas a relatar los avatares de la Guerrilla de los Llanos de Guadalupe Salcedo (en los años sin cuenta), los del M-19 y del Movimiento Armado Quintín Lame, las describe como gestas valientes: no como la chusma bandolera o el terrorismo de izquierda urbana radical o de indios terrajeros con que la “gente de bien” (particularmente, la recalcitrante oposición de los seguidores del Centro Democrático) intenta estigmatizarlos favoreciendo una historia, ya de vejación o detrimento, que se construye sobre la dejación de armas y la desmovilización. Estos recitativos son incluso apropiados a la musicalización: como en la crítica política de la canción protesta o, posteriormente, la crítica social que, por momentos, puede también haber pasado a la carranga o al hip-hop de barrio (mención aparte y a contravía, quedan las preferencias populares por los narcocorridos o, para animar la fiesta, la de los paramilitares por el vallenato). Como himnos populares, estos comentan con ingenio la irrupción y desenlace de estos grupos subversivos alzados en armas, cuyas demandas aun tienen reverberación en medio del actual proceso de paz, como si la firma fuera en gran medida letra muerta.

Habrá que convencerse de que puede ser también distinto: el pasado no solo es un repositorio de fracasos interrumpido por contados, aunque destellantes esplendores, sino que en su mayoría se compone de irrealizaciones; y por ello de resurrecciones inesperadas: nada en él parece del todo y para siempre concluido. La paz inminente del post-acuerdo es posible precisamente porque no la hemos todavía alcanzado (lo imposible es obtener algo que uno lleva desde hace tiempo consigo). El optimismo crítico es útil para convencernos, sin convertirnos en devotos ni fanáticos. Podemos repetir en la mente, una y otra vez, como un mantra, la frase que he escogido aquí de título (que es, sin duda, un hermoso palíndromo) e invocar así no solo un tipo preciso de memoria, como la que se despliega en esta exhibición, sino además conjurar a la resiliencia y la esperanza. Al igual que Laura Restrepo —cuya crónica, primero al calor de la ruptura de los diálogos del gobierno de Belisario Betancur y luego, añadiendo un prefacio poco más de una década después, incide también en los errores agazapados en el ímpetu—, tenemos también la licencia de convertir la historia de una traición, en la historia, inmarcesible, de un entusiasmo.

 

Emilio Tarazona