Al final de una era

A estas alturas al experto se le va poniendo un gesto sarcástico ante mi ignorancia: lo que Hirst crea, se apresura a explicarme, no es un objeto material en sí, sino algo mucho más preciado, un concepto. El arte antiguo y ya obsoleto se basaba en la producción física de las obras, igual que la economía se basaba en la fabricación y en el comercio de bienes tangibles. La economía se ha convertido en un laberinto virtual de operaciones financieras que tienen la virtud de hacer riquísimos a quienes saben manejarlas en beneficio propio y de ser incomprensibles para la inmensa mayoría de los seres humanos…

Para entender algo sobre el mundo de ahora y para no entender nada al mismo tiempo es conveniente darse un paseo por la exposición de Damien Hirst que abrió hace unas semanas en la galería Gagosian de Madison Avenue, en esa zona de la calle, cercana al Museo Whitney, donde las tiendas de marcas de moda se mezclan con las de antigüedades, irradiando un brillo común de fetichismo del dinero. En los espacios inmensos de la galería Gagosian, que ya son en sí mismos una declaración de poderío, el catálogo habitual de las invenciones de Hirst se sucede tan previsiblemente como los productos de una franquicia comercial. Hay una cabeza de vaca conservada en formol, con media lengua fuera, con un disco de oro en el testuz, con los cuernos forrados de láminas de oro; hay fotografías a todo color y gran formato de píldoras medicinales; hay armarios de cristal que contienen amontonamientos diversos de cajas de medicinas; hay paneles cubiertos por mariposas de alas desplegadas y adheridas a la superficie; hay anaqueles de marcos dorados, semejantes a escaparates de joyerías, en los que se alinean imitaciones de brillantes o brillantes verdaderos en los que restalla la luz de los focos; hay cuadros de calaveras hechas con pintura sintética y otros en los que la pintura se ha expandido al verterla sobre un panel giratorio. Escaleras arriba y escaleras abajo en un edificio situado en una de las zonas comerciales más caras de Manhattan la exposición parece no acabarse nunca. Una sala conduce a otra sala idéntica. Un cuadro de mariposas conduce a otro cuadro de mariposas, y un armario de cajas de medicinas se parece extraordinariamente a otro, aunque habrá expertos que puedan distinguirlos entre sí.

La exposición se titula End of an Era. Algún crítico ha ironizado que la era que parece estar acabándose es la de la supremacía de Damien Hirst en el mundo del arte, o incluso su misma capacidad de invención, dada la abrumadora sensación de rutina que se desprende del muestrario. Si los valores estéticos supremos son la novedad y la provocación, los artefactos ideados por Hirst resultan tan novedosos a estas alturas como el mobiliario de un Starbucks, y su capacidad de provocar ha decaído tanto como ese tiburón en formol que compró hace unos años el multimillonario Steve Cohen, y que hubo que reemplazar a toda prisa con otro tiburón fresco para que el orgulloso coleccionista, su familia, sus amigos y su servidumbre no sucumbieran al hedor a pescado podrido.

Pero precisamente en la repetición está el secreto, como ya entendió Salvador Dalí mucho antes que Andy Warhol. Los clientes de Hirst y de la galería Gagosian buscan lo mismo, aunque a un precio mucho más alto, que los de Prada o Gucci en esa misma zona de Madison Avenue. Lo que se paga es lo que casi no existe: el nombre, la idea, el brillo del papel en una revista de modas. El bolso o las zapatillas o la camiseta proceden del esfuerzo de alguien mal pagado que trabaja en un galpón en las afueras industriales de alguna ciudad de geografía pavorosa. El que hace algo con las manos no cuenta para nada; el que se inclina durante doce o catorce horas sobre una máquina de coser, el que carga o descarga un contenedor, el que respira los humos tóxicos. Hubo otras épocas en las que el valor del trabajo real contaba para algo. También las hubo en las que el talento y el mérito de un artista estaban sostenidos por la destreza de sus manos, hasta por el esfuerzo físico que requería muchas veces la pelea agotadora con los materiales.

Damien Hirst no tiene que molestarse en hacer nada. Asistentes anónimos amontonan con paciencia las cajas de medicinas en los anaqueles o pintan los cuadros de lunares o pegan las mariposas sobre los paneles de madera a los cuales aplican después capas de color y barniz. Ni siquiera vierte él mismo la pintura en la centrifugadora de la que se extraen algunas de sus obras. A estas alturas al experto se le va poniendo un gesto sarcástico ante mi ignorancia: lo que Hirst crea, se apresura a explicarme, no es un objeto material en sí, sino algo mucho más preciado, un concepto. El arte antiguo y ya obsoleto se basaba en la producción física de las obras, igual que la economía se basaba en la fabricación y en el comercio de bienes tangibles. La economía se ha convertido en un laberinto virtual de operaciones financieras que tienen la virtud de hacer riquísimos a quienes saben manejarlas en beneficio propio y de ser incomprensibles para la inmensa mayoría de los seres humanos. El arte contemporáneo, de manera parecida, se ha despojado de materialidad al mismo tiempo que se ha vuelto indescifrable, salvo para una minoría de iniciados tan exclusiva como la de quienes entienden la economía y se enriquecen a una escala alucinatoria gracias a su conocimiento.

Lo que queda es una pobre cabeza de vaca cortada, con un filo de lengua fuera, con una mansa expresión de sacrificio en el interior de una urna llena de un líquido azulado. En las carnicerías del mundo real una cabeza así valdrá unas pocas monedas. En la galería Gagosian sólo está al alcance de los señores del mundo. Hay quien ejerce su vanidad y transmite su poderío exhibiendo un reloj o un bolso o unas gafas de marca. Hay quien lo hace gastándose millones de dólares en los despojos de una vaca sumergida en formol. Lo que los críticos de arte llaman conceptualismo no es, a estas alturas, más que el sello mercenario de una marca que vuelve prestigiosa la nada y multiplica groseramente el precio que algún traficante de armas o petróleo o especulador financiero está dispuesto a pagar por ella. En un libro extraordinario sobre el comercio del arte, El tiburón de doce millones de dólares, el economista Don Thomson lo explica con perfecta claridad. No importa el espacio real de una galería o la calidad de los artistas que exhibe: importa que lleve la marca Gagosian, la marca Sotheby’s o Christie’s, la marca Damien Hirst o Jeff Koons o la de cualquiera de las cinco o seis estrellas que copan los precios más altos entre los millonarios más literalmente podridos de dinero. A lo que tiene que parecerse un bolso de Chanel es a otro bolso de Chanel. La garantía de calidad de un armario de medicinas de Damien Hirst o de un corazón rosa de San Valentín de Jeff Koons es que se parezcan a los otros productos de las mismas franquicias. La proporción entre el coste y el beneficio, entre el esfuerzo y la calidad de la invención y el éxito, es casi tan desmesurada como las recompensas que se han dado a sí mismos unos pocos banqueros e inversores a costa de provocar la ruina de países enteros.

Los demás, los entusiastas y los escandalizados, los críticos, los expertos, los periodistas fascinados por lo último, ya ni siquiera somos público. No somos más que comparsas. Balando nuestra conformidad o ladrando nuestra discordia proveemos un poco de publicidad gratuita.

Antonio Muñoz

publicado por Babelia


End of an Era. Damien Hirst. Gagosian Gallery. Nueva York. Hasta hoy. www.gagosian.com. El tiburón de doce millones de dólares. Don Thomson. Traducción de Blanca Ribera. Ariel. Barcelona, 2009. 336 páginas. 21 euros.

5 comentarios

Ante un texto tan puerilmente nostálgico, sólo queda recomendarle al autor que trate de ajustar su mirada crítica a las relaciones contemporáneas entre estética y economía, para que pueda entrever que las mercancías sensibles no tienen nada que esconder – desde hace rato, desde casi siempre – en su intento por robarle mercado a las estrellas de la objetualidad concreta, y con ésto último me refiero al imperio artificial de las mercaderías que inundan la vida del consumidor actual (especialmente las de gama alta que tanta roncha le provocan). En esta delgada línea donde se ubica Hirst su propuesta cobra sentido: la era post medium obliga a replantear el componente artesanal del arte, incluídas sus producciones «conceptuales».

El movimiento mercantil actua, ya sea de arte o de cualquier otro articulo de consumo, ante todo basa su popularidad y prestigio en la denominada marca registrada. En la era de reproductibilidad técnica todo es válido, la industria cultural sabe estrategicamente que material se debe o no promocionar, para luego ser ofrecido en venta. En la actualidad, se debe tener muy en cuenta que por obvias razones mercantiles, capitalistas o como quiera llamarse, todo debe adaptarse a un cierto criterio de postproducción con la intencionalidad debidamente proyectada ante una nueva asimilación de conceptos, a pesar que estos conceptos no sean tan fáciles de digerir. Cada fin de una era se vive el principio del fin, por eso no hay que caer en ingenuos comentarios que en últimas no modifican el impulso masivo de la sociedad de consumo por ver y saciar nuevas experiencias, pues la cuestión de la creación artística actual, ya no consiste en qué puedo hacer como producto nuevo, es mejor preguntarse, cómo muestro o de que manera modifico lo que ya se ha hecho.

El artículo que el novelista Antonio Muñoz Molina ha dedicado a End of an Era, la exposición de Damián Hirst en la Gagosian Gallery de Nueva York me ha ayudado a entender por fin el concepto, en el que tanto ha insistido Carlos Salazar, de ‘arte corporativo’.Pienso que buena parte de esta comprensión mía es atribuible a la insistencia de Salazar en afirmar que el arte político es el arte corporativo por excelencia, tesis que sin embargo refuta o por lo menos cuestiona seriamente Muñoz Molina e, incluso mas que el propio Muñoz Molina, la exposición de Hirst en Gagosian. Esa galería de Madison Avenue, cercana al Whitney Museum, «donde las tiendas de marcas de moda se mezclan- como cuenta el escritor – con las de antigüedades, irradiando un brillo común de fetichismo del dinero.» Una galería,ademas, cuyas espaciosas salas ya son en si mismas «una declaración de poderío», cuando se toma en cuenta cuanto valen los pies cuadrados construidos en uno de los sitios mas caros del planeta. Y que por lo mismo es el marco más adecuado para que Hirst protagonice su mas reciente show, que él pretende que se convierta en el hito y el emblema e inclusive en el turning point de una época dominada enteramente por los dueños de Wall Street. O sea por esas mega empresas financieras, al estilo de Lehmann Brothers o AIG, que promovierno el remplazo de la realidad por un simulacro que terminó estallando en mil pedazos y cuyos ejecutivos fueron, y quizás lo sigan siendo, los principales clientes de Demien Hirst, esa estrella mediática, ese imbatible batidor de records en las subastas. Su arte sí que es el arte de las corporaciones y no el arte político, a pesar de los esfuerzos y del empecinamiento con el que Carlos Salazar ha intentado convencernos de lo contrario.

Arte Político y fraude corporativo.
Gagosian y Stanford la Política de Chris Burden

En 2009 la Gagosian Gallery, la galería donde se encuentra la exposición de Hirst «End of an Era», tiene que aplazar una exposición del artista Chris Burden, artista conceptual que sostiene que el arte en vez de ser una mera venta de objetos, debe ser el agente del cambio político, social, ambiental y tecnológico. Gagosian ha comprado 100 kilogramos de lingotes de oro a pedido del artista, compra que hace a una empresa subsidiaria del Grupo Financiero Stanford, que forma parte del emporio financiero del magnate Allen Stanford, quien es centro de una importante investigación por fraude. Sobre él pesan además investigaciones de lavado de dinero y evasión de impuestos. Stanford, como parece ser una recurrente moda, se inventa que es descendiente de los fundadores de la Universidad de Stanford con la esperanza de salvarse, pero para su pesar no está en un foro cultural sino ante la justicia penal. La Universidad lo acusa de injuria.

Sir Stanford, como es llamado desde ese momento, es conocido por ser un gran filántropo.

Gagosian anuncia en marzo de 2009 que el uso y comercio de las barras de oro de la obra de Chris Burden está bloqueada en espera de la finalización de las investigaciones sobre Stanford y así lo anuncia en su website. Hoy Stanford está en la carcel y los lingotes de Burden bloqueados. Burden no sabe cuándo podrá realizar su obra. Gagosian, técnicamente, ha perdido 100 kilogramos de lingotes de oro. Burden habla de la idea de su obra política: es un zigurat de oro rodeado por pequeñas figuras hechas de papel. Lo llama, se quiere anotar un hit a lo Hirst, «un símbolo de la fugacidad de la vida humana contra el poder duradero de oro». El oro posiblemente será incautado por el Estado e invertido en seguridad social. Sería la primera vez que una obra política tiene un impacto social real.

Éste es el lacónico cominicado de la Gagosian:

CHRIS BURDEN

We regret to inform you that the opening reception on Saturday, March 7 must be cancelled.

100 kilos of gold bricks bought by Gagosian Gallery for CHRIS BURDEN: One Ton One Kilo was purchased from Stanford Coins and Bullion, a subsidiary of Stanford Financial Group, which as widely reported in the press, is now in receivership. Unfortunately, the gallery’s gold has been frozen while the SEC investigates Stanford.

CHRIS BURDEN: One Ton One Kilo cannot be mounted until the gold bullion is released. Please continue to check our website for a new opening date.

http://www.gagosian.com/exhibitions/2009-03_chris-burden/
http://www.newyorker.com/talk/2009/03/23/090323ta_talk_goodyear
http://www.nytimes.com/2009/02/18/business/18stanford.html

Todos los argumentos que tiene nuestros Logócratas, siguen siendo los adjetivos calificativos. El concepto ha huído horrorizado de su cultivada ignorancia periodística posmo. Tiene toda la razón José Luis Brea al decir que en España, y lo podemos hacer extensivo a Colombia, lo único que hay a nivel de crítica es un gran tatuaje de complicidad entre los críticos y el mercado del Arte Político y un abuso vulgar de la Retórica del «no» y la «rebelión». Para la muestra, Carlos Jiménez.

Carlos,

He leído atentamente sus escritos recientes.
Me agrada ver cómo su propósito comienza a radicar en el contrasentido. Eso me parece grato. No obstante, mi pregunta sería ¿Ir en contrasentido no implicaría como una dialectización de la discusión?
Es cierto que el discutir de sentido a sentido, no tiene consecuencias visibles. La mayor de las veces esas discusiones terminan en la imposición por vías retóricas o discursivas de una idea de x o y implicados en la discusión.

Sus ejemplos comienzan a ser cada vez más evidentes, pero no en un sentido facilista, es decir, no es que su posición carezca de rigor, pero si evidencia el tono que ingiere su manera de entender la relación arte-política. En ese sentido, creo que esa relación de la que habla no sería, estrictamente arte-política, sino representación estructural-comercio. ¿A qué me refiero? Me refiero a que, lo decía en una conversación reciente con Jorge Peñuela, no creo que esta relación que ejemplifica usted, sea estrictamente la de un proceso artístico (eso, porsupuesto, entendiendo un proceso artístico como acto de resistencia). Me parece que el ejemplo de Burden denota hasta donde se debe ver obligado al artista a ceder en sus intensiones como artista, pasar de su propuesta estético-conceptual, a una mediación institucional que arrebataría de sus manos esa propuesta que tenía, y le arrastraría a zonas en las que la obra termina siendo una representación estructural del sistema con el que media. Cómo sería el caso de Damian Hirst, o Jef Koons. Ahora bien, como ese sistema es comercial, me parece, que debería entenderse una una relación de representación estructural-comercio, o, para coincidir con usted «Arte corporativo».

Espero que no se tome a mal que quiera comprender sus ejemplos y trate de proponerle algunas cosas más que, aunque seguramente considera, no expone en sus últimos escritos.