Adiós a la belleza

Hace cien años atrás, en el siglo XX, teníamos revoluciones en el arte y la sociedad. Hoy en día, en pleno siglo XXI la tiranía del mercado en el arte ha reducido el arte contemporáneo a ser un buen neoconservador invitado a sentarse a manteles con los poderosos de este mundo que celebran sus excentricidades ¿Y por qué las celebran con tanto fervor? Descubrieron que este ha sido domesticado y reducido a una divertida opereta de objetos de alta gama, hechos para entretener al 1% de la sociedad planetaria que habitamos, los mismos que de una u otra manera, son responsables de que este mundo ande cuasi herido de muerte.

Estaba en Penn Station. Los usuarios del Northeast Regional 153 de Amtrak fuimos entrando buscando sillas desocupadas. Eran las 8:05 am y el tren arrancó lento con destino a BWI Thurgood Marshall Airport. Es una estación cercana para aquellos que habitan los suburbios de Washington hacia el noreste. Allí me esperaba Barry, infatigable guerrero de mil batallas por erradicar el uso industrial del asbesto en el mundo. Desde las ventanas no se tiene certeza de las velocidades que desarrolla el tren. En algunos casos la pantalla llega a marcar 116 millas pero el vértigo de esa marcha no se siente. Catorce estaciones me separaban de mi destino y el tiempo aproximado de viaje marcaba en la pantalla dos horas y cincuenta minutos. Era un domingo tranquilo, el sol se paseaba indiferente sobre las cabezas de los viajeros mientras el paisaje mostraba hileras de casas medio ocultas por árboles y una que otra fábrica de este lado de Nueva Jersey, a pocos minutos de Manhattan.

Por escaso un día había alcanzado a ver la retrospectiva de Doris Salcedo en el Guggenheim, aunque habría preferido verla en Chicago. Allí contó con todo un piso (el cuarto), me dijo la mona de la librería mientras le pedía que me contara algo de la distribución que allí tuvo. En el museo de Nueva York las diferentes etapas del trabajo de Doris fueron distribuidas en cuatro niveles de las Tower galleries, alternas a las rampas ascendentes del museo de Lloyd Wright.

Andrea Fraser dice que existen tres tipos de artistas: el perverso, el neurótico y el sicótico. El primero puede estar asociado con figuras como Picasso o Pollock e incluso Damien Hirst. Los segundos luchan con culpa y vergüenza –continúa- mientras buscan refugio a la sombra de un buen árbol. Y los terceros, para bien o para mal, están asociados principalmente a los artistas marginales. Son categorías psicopatológicas que ayudan a construir los mitos que rodean a la profesión de artista.[1] Extendiendo estas categorías, podemos acercarnos a entender la preocupación que algunos de ellos experimentan con relación a su propio trabajo y aquello que se termina por conocer como obra, en especial cuando la obra es un objeto, ese volumen plano o tridimensional que ha sido y sigue siendo, la máquina afectiva por la cual suspira la sensibilidad humana: el arte.

La idea de obra es un asunto problemático, principalmente por todo lo que representa la esquizofrenia objetual para el artista y sus relaciones con el mercado. Sin algo tangible, sea lo que sea, el mercado podría desaparecer para terminar reinventándose vendiendo inmaterialidades. Por las cosas que se oyen decir respecto del mercado, es probable que no estemos lejos de que ello esté sucediendo. La condición post-fordista habla del paso de la producción de bienes materiales a una de servicios inmateriales y esta nueva situación, que en el pasado produjo revueltas de los artistas para huir a los controles del capital[2], impone una nueva condición: la inmaterialidad como mercancía. Del handmade al readymade, terminaremos en el brainmade. Algo así como el cuento de horror para los conceptuales ortodoxos de art and language tipo Kosuth. Pero bien, basta con saber que el mercado, por el momento, es objeto—dependiente.

La obra de Doris Salcedo se ampara en dos asuntos estratégicos: la palabra y el objeto. La primera pertenece a las inmaterialidades de este mundo, mientras el segundo es profundamente físico, sólido, evidente, a partir de su irresistible presencia corporal.

El recorrido en el museo de Nueva York, en orden ascendente, empezaba con Plegaria Muda (2008–10) y Atrabiliarios (1992-2004), en dos salas contiguas, separadas por un muro y un amplio vano que a manera de puerta las unía para permitir su recorrido. Entrando estaban primero las mesas, las mismas que se vieron en Bogotá en Flora, aunque en esta ocasión ocupaban una sala 8-10 veces más grande, armando un laberinto para que el espectador lo pudiera recorrer; todas salidas de una producción en serie pero con singulares características, especialmente las paredes externas de las capas de tierra que recuerdan los cortes naturales de los acantilados a escala, y el pasto que crece por entre la madera. En ninguna se repite, todas son diferentes pero todas se igualan en los elementos que las contienen: madera, tierra, concreto y hierba fresca, recién germinada.

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La sala del fondo con casi 40 nichos para su estantería profunda de zapatos velados por esa especie de pergamino animal y las cajas tejidas por puntos de sutura que juntan el mismo tejido, inundaban la sala. Los huecos de los zapatos a la altura media del espectador aparecían seductores, distribuidos en las cuatro paredes, mientras las cajas se ubicaban arrumadas en una de las esquinas de la sala. Imposible resistirse a su belleza.

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La siguiente galería ofrecía un recorrido excepcional por uno de los artistas consentidos del museo: Vasily Kandisnky. Debo recordar que para el tiempo de mi visita, los nichos de las rampas principales estaban inundados con la retrospectiva de Alberto Burri.

La parada posterior recibía al espectador con la Casa Viuda (1993-1995), una serie de piezas inspiradas a partir de conversaciones con mujeres desplazadas. Puertas antiguas aparecen mezcladas con muebles y sillas en metal para niños, rezaba la ficha sobre la pared blanca. El juego que le plantea al espectador está expuesto a partir de intervenciones que la artista realiza sobre la piel de los objetos. Las cosas definitivamente juegan un papel contundente en este trabajo. La palabra se hace objeto y el objeto señala, sutilmente, el lugar de la tragedia, o al menos esa es la estrategia que la artista plantea al espectador. Buscar la conexión con ese dolor hecho metáfora visual para que la memoria no olvide. Tal vez en esto residiría el mayor compromiso de Doris al elaborar sus piezas. Indicar un camino perceptual que no está claro para nadie, y este solo se ilumina en la medida que logramos traducir los códigos de su vocabulario visual a partir de la experiencia que transmiten los textos.

Sin embargo, me asalta una pregunta y es cómo se podría elaborar esta relación si elimináramos las etiquetas, las fichas, los textos críticos y todo el soporte retórico que acompaña a estas piezas visuales ¿Desaparecerían como lugares site-specific respecto del espacio que señala la palabra? para introducirnos en un lugar de insospechadas referencias que permitirían, de esta manera ¿ampliar el universo cerrado de interpretaciones con el que la palabra quiere recluir a estos objetos?

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¿Generan un sentido de alienación los textos? Con enorme probabilidad se puede responder que sí y en un alto grado. Si las palabras designan a las cosas ¿las cosas designan a las emociones? Pero ¿el arsenal de emociones no está predeterminado hacia ese lugar que la palabra me quiere llevar? ¿La tragedia de la violencia de los últimos años en Colombia? Y así, instalar en la lectura que hace el espectador no el lugar inalienable que el objeto puede ocupar sino el espacio restrictivo que determina la palabra.

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En esta sala, la # 4, además de Casa Viuda, aparecían dos esculturas opera prima del trabajo de Doris Salcedo que le permitieron ganar el salón nacional de artistas en 1987, etiquetadas con el rótulo de Untitled (1986-1987).

Siguiendo el recorrido, el espectador se encontraba con Thou less (2001-2002) que corresponde a las famosas sillas en acero inoxidable, complementadas con la serie Untitled (2004-2005).

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Posteriormente Disremenbered (I, II, III, 2014), unas delicadas piezas que recrean prendas de vestir hechas con miles de alfileres.

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La siguiente sala contenía toda una serie de piezas bastante conocidas (Untitled – 1989-1990/2013), especialmente las camisas blancas atravesadas por varillas de hierro, acompañadas por fragmentos para camas, en metal, que servían para acompañar a la instalación en su conjunto.

El piso posterior mostró un grupo de esculturas bastante interesantes y pocas veces vistas en Colombia, Untitled Works (1989-2008). Todo un grupo de muebles ensamblados de manera aleatoria, desprovistos de cualquier espíritu funcional y constituido a partir de diversos materiales que ponen en tensión máxima, la capacidad del artista para desafiar las lógicas de la intervención tanto espacial como material.

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Unos muebles antiguos, unos rellenos en concreto, unas varillas en acero y el determinismo que los encierra en el locus que la palabra designa. En ese momento, los objetos pierden su propio control, una cierta autonomía que reside en ellos, una capacidad intrínseca de contarse a ellos mismos, desde lo que son. Estamos entonces ante la intervención del objeto y el determinismo que el discurso del artista introduce en ellos, mediante la manipulación artesanal que el trabajo de mediación “estética” aplica sobre ellos.

En el caso de los armarios la condición funcional los ubica en el espacio del hogar, para resguardar esos objetos preciados que nos protegen del frío: las prendas de vestir (un elemento fetichizado por el vampirismo estético contemporáneo en Colombia). Pero ese lugar lo ocupa el concreto, pesado, duro y frío como la muerte que quiere contar. Una que otra prenda queda atrapada después del fraguado mezclada con adiciones del amueblamiento del hogar, especialmente sillas.

El que usaba la ropa ya no está, quien ocupaba la silla ya no está, el cuerpo que tomaba respiro en la cama ya no está y en su lugar irrumpe la masa bruta del cemento. La madera es un medio noble, casi que se podría decir, mientras el cemento suena demasiado áspero, perfecto para equipararlo con la agonía o la tragedia.

Sería también importante hablar del hecho, de la situación, de la narrativa escondida, porque para este tipo de artistas cualquier señalamiento directo al hecho es tabú. La palabra designa un hecho que debe ser velado, escondido y este entonces, transmuta en objeto. La palabra habla del hecho, el objeto metaforiza al hecho, disgregando la autonomía de los objetos para que estos hablen más allá de sí mismos.

El último piso remataba la exposición con Unland (1995-1998) y A flor de piel (2014). El trabajo de Unland es soberbio, poderoso, bastante conmovedor. Pero igual tiene referencias a la historia reciente de la alta modernidad, como es el caso del minimal art, que potencia a la estructura de estas mesas en mitad de la sala, otorgándole una extensión mayor a la lectura que se entremezcla con las texturas, casi imperceptibles por momentos, de tejido capilar.

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La muestra terminaba en la sala alterna de la rampa siete con el último trabajo conocido de Doris Salcedo: A flor de piel. Esta pieza rompe con ciertas variables que son comunes a la obra de Salcedo, como lo pueden ser los materiales rígidos y pesados. Los pétalos de rosas asoman cubiertos por una capa de aceite que parece encapsularlos muy sutilmente, sin embargo, los conserva en su aura de fragilidad que se mantiene por los hilos que los unen a lo largo de esta extensa colcha de pequeñas piezas de tejido vegetal, sincronizadas por un rojo cobrizo que las amalgama completamente.

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La obra y el trabajo de Doris ofrecen un doble análisis: de una parte existe la lectura interna de su obra, que se mantiene sobre los ejes referenciales que la artista propone, desprovistos de cualquier correlación al mundo exterior, y no hablo del componente socio-político al que pretende referirse, sino al contexto cultural del mundo del arte y los diferentes aparatos de relación e intermediación que lo soportan, especialmente los mecanismos de distribución que juegan una performancia tan especial a la hora de crear la mitificación de la obra y el artista en su aspecto mercantil.

Desde este punto de vista –el interno- resulta casi que imposible resistir la tentación de unirse al coro de seguidores que la proclaman como una de las escultoras importantes de la contemporaneidad, especialmente desde su condición latinoamericana.

La obra de Doris Salcedo tiene un fuerte apoyo en el soporte formal que le ofrecen los objetos que interviene, donde recrea sus aspiraciones por contar la historia de las tragedias colombianas, o mejor aún, algunas de sus tragedias.

A partir de ahí, empieza una profunda interrelación con las cosas para llevarlas a una dimensión poética, buscando de esta manera encontrar los registros escondidos que iluminan la experiencia estética.

Es el último lugar que le queda al artista para alcanzar la dimensión de la belleza, si la invocamos para exorcizar la violencia, depositando en el ejercicio de preservar la memoria las claves que permiten acceder a la liberación del dolor.

En palabras de Doris es importante que el artista indague y señale las preguntas que la sociedad necesita hacerse como un ojo crítico que define a partir de ahí, un rol sustancial de este como sujeto creativo al interior del espacio social que le corresponde vivir.

La pérdida causada por la violencia política, así como la experiencia de la memoria y el duelo son ejes fundamentales del andamiaje conceptual de Doris Salcedo. Y es ahí, en ese preciso instante, cuando vuelvo la mirada sobre el arsenal objetual de sus esculturas para encontrarme con una enorme brecha que la experiencia sensible no me permite alcanzar.

Es como si viera sus objetos desprendidos de toda la retórica inmaterial de la palabra que pretende soportarlos. Memoria, masacres, duelo, asesinatos; todo queda atrás cuando la mirada se tropieza con sus encantadoras propuestas diseminadas a lo largo del cubo blanco. Es la palabra hecha objeto la que designa el lugar de la emoción que esta experiencia busca despertar en el espectador. El artista que se expresa por medio de la palabra –los poetas formalmente hablando- y el artista visual poseen una diferencia evidente que es importante resaltar: el medio que emplean. En uno es la palabra, en el otro el objeto y aquí, como en el caso de Doris, el objeto debe alcanzar ese nivel que transmita lo que el artista quiere comunicar, sin embargo, desprovistos de la herramienta que el lenguaje hace al designar las cosas, las cosas se designan por sí mismas, y ahí pueden entrar en un terreno arbitrario, subjetivo, indefinido, y bastante problemático respecto de la coherencia entre lo que dice la artista y lo que expresan sus objetos. Pero de nuevo los objetos son llevados al lugar de su designación que el artista quiere por medio de la palabra. No en vano las fichas a cada entrada de las salas y la interminable elocuencia de los curadores, diciéndole al espectador: aquí una enfermera desaparecida, allá las pandillas de Los Angeles, más allá una masacre, etc. Pero entonces, el objeto proyecta esa dimensión poética que tanto embelesa a la gradería. Sin embargo, la interpretación ingresa en una dimensión diferente, porque los objetos no se designan autónomamente, sino que pueden ser más libres aún, más arbitrarios.

La teoría de la ontología dirigida a los objetos de Grahan Harman en The Quadruple Object no discrimina entre objetos materiales e inmateriales, pero los divide en dos categorías: el objeto real y el objeto sensual; y estos a su vez, poseen dos tipos de cualidades: la cualidad sensual que se deriva de la experiencia y la real, sobre la cual Husserl dice que se aprehende intelectualmente, sin mediación de la intuición sensual.[3]

Esta breve cita me permite concluir este aspecto sobre el trabajo de Doris cuando enfrentamos el pensar y el sentir. Lejos de pretender una disertación fenomenológica, mi atención se detiene entre la relación y el diálogo que se puede dar al considerar estas dos circunstancias. Y en este caso, al revisar de nuevo la presencia del lenguaje y la cosa en su trabajo.

El lenguaje lo ubico en el amplio arsenal de textos, fichas y declaraciones que acompañan su trabajo –repito de nuevo. La cosa está en sus esculturas. La palabra en este caso pertenece a un universo que conocemos, perfectamente codificado, mientras que el objeto pertenece a un ámbito que la sensibilidad estética traduce en experiencia de algo, pero es un algo indefinido, abstracto, por ejemplo, los pétalos de rosas de la última sala, como rastros de una realidad propia, ser las huellas de la rosa, para evocar mediante la metáfora, otra cosa más allá de ellos mismos, en este caso, la muerte de una enfermera en circunstancias violentas. Pero la cosa no me dice eso, porque eso lo señala la palabra, otra cosa inmaterial ajena al objeto físico. La cosa está medida desde adentro (los pétalos representan la tragedia) y desde afuera (la palabra designa un lugar, otro lugar al lugar que autónomamente puede designar la cosa en sí). La cosa no es ella misma y aquí se podría pensar en las investigaciones de los minimalistas por presentar inseparables forma y contenido.

Entonces hay diferentes lugares, culturalmente hablando, para aprehender la cosa escultórica de la artista, pero prima la voz de la palabra que dice y pone en juego unas representaciones de lo que las cosas son: la violencia política en Colombia. Quien habla en este caso? No es la víctima, sino Doris o sus críticos cercanos a su obra que inundan los textos sobre ella en sus catálogos y fichas. La soberanía no es de la víctima, sino del constructor cultural que designa y señala: la voz que escribe. Y es precisamente en este ejercicio de autoridad cultural que la dimensión política no está presente, sino construida artificialmente, y por ello, no opera como tal en la dimensión objetiva de la realidad. Harman dice que la experiencia no es otra cosa que la confrontación experimental entre un objeto real y un objeto sensual.[wpanchor id=»#salcedo»]

 

LA RELACIÓN SOCIAL DE LOS OBJETOS         

Formalmente el trabajo de Doris Salcedo –modernidad pura- parte de dos fuentes que inspiran su trabajo como son Beuys y Beatriz González.

Curiosamente de Beuys extrae los insumos formales y de González el andamiaje conceptual, que la verdad sea dicha, es más de lo mismo. Ponga un texto de Doris al lado de una obra de Beatriz y pasarán vestidas de metáforas recontextualizadas para la galería. Es como un cover publicitario inspirado en pautas de los años 70.

Y ahí resulta una verdadera lástima que la fuente de Beuys sirva apenas para estructurar estas cosas al nivel de las formalidades que inspira y que la señora Salcedo se encarga de refinar en su taller.

Porque no olvidemos que uno de los aspectos interesantes que introdujo la obra de Beuys, es el carácter inmaterial de sus estrategias conceptuales y que lo han posicionado como tal en la historia del arte occidental. En el caso de Doris, el reposicionamiento objetual es casi que una traición a la obra de los artistas de la modernidad, que como Beuys, luchó por destruir el canon burgués del arte. En este caso valdría la pena revisar lo que fue la posmodernidad y el posterior desarrollo del arte contemporáneo, como un caníbal lleno de dólares en su bolsillos dispuesto a rentabilizar el disenso.

Hace cien años atrás, en el siglo XX, teníamos revoluciones en el arte y la sociedad. Hoy en día, en pleno siglo XXI la tiranía del mercado en el arte ha reducido el arte contemporáneo a ser un buen neoconservador invitado a sentarse a manteles con los poderosos de este mundo que celebran sus excentricidades ¿Y por qué las celebran con tanto fervor? Descubrieron que este ha sido domesticado y reducido a una divertida opereta de objetos de alta gama, hechos para entretener al 1% de la sociedad planetaria que habitamos, los mismos que de una u otra manera, son responsables de que este mundo ande cuasi herido de muerte.

Mientras tanto, vamos a los museos para consumir estas gotas envenenadas de buenas intenciones que redimen, mediante la museografía poética de los objetos, unas percepciones que suavizan la tragedia que por doquier nos persigue.

Convertidos los museos en centros de entretención cultural antes que en espacios para problematizar las esferas y contra esferas públicas, sus contradicciones ofrecen una oportunidad para ejercer la crítica respecto de unos espacios que han entrado en crisis con los aspectos misionales de su razón de ser. Los agentes que los controlan calculan muy bien los niveles de riesgo que pueden poner en juego y el tipo de agentes que pueden proponer para tales desafíos: aquellos que están a la altura del “conflicto controlado” que propone el museo, posibilitando que quienes los utilizan puedan ingresar y usarlo como medio, con la condición de que se sometan muy bien a las normas que regulan el disenso normativizado. La fase previa en el arte y que es casi una regla para la aceptación del artista, es el disenso. Una vez este triunfa, deviene la aprobación.

Pero el reverso del decorado obliga a situar el trabajo de Doris Salcedo en el contexto de los intereses en el que su obra se mueve, especialmente si se tiene en cuenta que es una obra que pretende tener un fuerte acento político.

Basta con pensar que su obra acaba de ser exhibida en un museo que atraviesa una crisis en sus relaciones con cierto sector del arte en NYC, por su decisión de abrir una sucursal en Abu Dhabi, pasando por alto el delicado tema de derechos humanos y condiciones laborales de los trabajadores inmigrantes contratados para la construcción de dicha plataforma cultural.

Esta situación llevó a la aparición de grupos de artistas concentrados en GULF LABOR y G.U.L.F (Global Ultra Luxury Faction), entre ellos Greg Sholette y Noah Fischer, quienes despliegan diferentes actividades desde el campo del arte, para asegurarse que los derechos de los trabajadores sean respetados durante la construcción de los museos, que como el Guggenheim, se levantan en el complejo cultural de la isla de Saadiyat, en Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos).

A raíz de estas preocupaciones, el museo presentó una declaración oficial en el año 2010 que aparece en la página del mismo, sin que esta satisficiera las preocupaciones presentadas. Todo lo contrario, sirvió más como una cortina de humo para aplacar los ánimos, contradiciendo lo que encontró Human Rights Watch y Gulf Labor sobre el terreno.

¿Qué tienen para decir los artistas políticos que posan como tal en el encopetado mundo del arte? Paul Chan por ejemplo que ganó el año pasado el premio Hugo Boss en el 2014, o Tania Bruguera que se perfila como la próxima ganadora de este año, e incluso la misma Doris Salcedo. El asunto de las grandes instituciones del arte está tan interiorizado en nuestras vidas, que cualquier desafío a las mismas resulta por momentos una contradicción por la cual se ha de pagar un precio muy alto por parte de aquellos que las enfrentan. Atacar el lado oscuro del arte y sus instituciones genera un sentimiento de culpa, que no debería de existir Los grandes museos son los guardianes de la cultura, pero esta cultura a su vez replica la ideología hegemónica, preservando y reproduciendo la posición de las clases dominantes.[4]

Ninguna institución cultural puede darse el lujo de estar asociada con la censura o el abuso de derechos humanos, y mientras los proyectos del Louvre y el Guggenheim entran en su fase final de construcción, se hace cada vez más urgente que nunca, preguntarse por el rol que estas instituciones juegan en el proyecto de la isla de Saadiyat, dice Andrew Ross (miembro fundador de Gulf Labor Coalition) en un artículo publicado en Artforum del mes de octubre. El artista Walid Raad y el propio Ross fueron expulsados de los Emiratos y su entrada está prohibida por razones de seguridad, según arguyen las autoridades del Emirato. Los derechos de expresión y de libertad de cátedra están atados a los derechos de aquellos que construyen los museos y las aulas de clases, remata Ross.

Actualmente los miembros de Gulf Labor adelantan negociaciones con la junta directiva del museo.

En una declaración que hizo Noah Fischer después de ver la retrospectiva de la Salcedo, señala en su página de Facebook la ausencia de referencias al equipo de personas que ayudan en la producción de estos bienes culturales. Se debería instituir algún tipo de reconocimiento como el que utiliza la industria fílmica, como mínimo, para dar créditos a los equipos que intervienen en la producción. En el catálogo -el lugar de la palabra- se hace tal reconocimiento pero en el museo no -el lugar del objeto.

La producción de bienes culturales es una operación que no podemos seguir contemplando aislada de las condiciones políticas, económicas y sociales. Estos bienes hacen parte de la dieta cultural que configura nuestras visiones del mundo y en esa medida, constituyen una poderosa herramienta de modelado social. La moneda corriente de los capitales culturales está ahí presente en nuestra vida cotidiana, con la misma tensión que provoca el dinero corriente en nuestros bolsillos. Sin embargo, la crítica afelpada persiste e insiste hasta la médula, en hablarnos de estos objetos desprendidos del ecosistema cultural del cual hacen parte.

Los objetos no están solos, solitarios o cargados del performance retórico de la artista; su presencia esconde a la lógica espiritual del capitalismo tardío, el mismo que para sobrevivir manda a sus tropas feroces a matar muchachos para presentarlos como guerrilleros ¿Y qué hace el productor cultural? Hace una escultura, pinta un cuadro, graba un video o ejecuta un performance.

La obra de Doris Salcedo hace parte del pasado. Ya basta de tanto melodrama para entender o incorporar la agenda de la tragedia en nuestras vidas, como ciudadanos colombianos, a partir de objetos sensibleros mientras la injusticia sigue a flor de piel por doquier donde se mire. No quiero con esto negar las oportunidades que ofrece la dimensión simbólica del arte. Sus mercancías nos ayudan a entender lo que pasa y con probabilidad, ofrecen otras visiones; pero desprendidos de acciones reales en el mundo objetivo, aparecen como reflejos poéticos desconectados de este mundo. Su vínculo se instala en un ecosistema de valores que no tiene en cuenta la interdependencia de los bienes inmateriales con el mundo real, más allá de una idea que contemplamos en nuestra mente o sentimos en nuestro aparato emocional. La fenomenología de la experiencia estética reclama un lugar en el mundo objetivo, pero no precisamente a través de la mediación que ofrece el mercado, el cual transforma las operaciones “naturales” del arte en simple mercancía, debilitando al extremo sus contendidos, reduciéndolos a la experiencia “suave” “controlada” del museo contemporáneo, degradando y simplificando al extremo las tensiones implícitas de su revolución. El problema de los desafíos de las vanguardias históricas, traicionados sus postulados por el arte contemporáneo, no fue su exclusión de los museos, sino precisamente su incorporación a la oferta cultural que ofrecen.

Los críticos en algunos casos, y la vasta mayoría de espectadores, tratan el arte como si este permaneciera suspendido en un espacio único, desconectado de los diferentes subsistemas que componen la galaxia del campo del arte, generando esa interiorización de la institución a la que me referí algunos párrafos atrás, y que prefiere pasar de largo frente a la conexión de sus diferentes redes con el propio modelo económico que nos guía.

El espectador contemporáneo es un consumidor que trata los bienes del arte contemporáneo acríticamente. Los modelos que aplican los museos, imbuidos completamente por la mercadotecnia, transforman el bien cultural en encuentro “agradable” “placentero” “bello” como reflejo del buen gusto que los patrones de los museos imponen a sus audiencias. Incluso la tragedia se hace bella, como puede ser la colcha de pétalos de la Sra. Salcedo, máxima mercantilización del dolor en las sociedades contemporáneas. La poesía política no elimina la molestia, sino que la enmascara. ¿Por qué la poesía política coloca primero la forma antes que a la gente? ¿Podría considerarse que existe alguna relación entre el sistema de la poesía y el sistema del mercado?

En este caso se puede pensar que el triunfo de la sensibilidad contemporánea representada en los objetos de Doris Salcedo, podría ser un reflejo del triunfo del mercado del arte, en términos del rol que este mismo juega al interior del sistema como fuerza que determina una selección natural entre sus protagonistas, es decir, los artistas. Una vez cesó el vigor de las vanguardias por reinventar diferentes modelos de relación con el gusto burgués, apareció el arte contemporáneo que integró todas las posibilidades de la “queja” artística bajo un nuevo modelo de operador intermediario: el mercado. Bajo el modelo neoliberal, el papel de mediación que ejercía la crítica de arte fue reemplazada por la fuerza objetiva del mercado y el privilegio que las altas sumas de dinero tienen en este mismo circuito. Como lo dijo Clement Greenberg, el arte ha estado unido a la sociedad por un cordón umbilical de oro y la aparición del mercado, con la fuerza que tiene desde hace unos años recientes, solo ha servido para institucionalizar esa relación: el gusto de una época es el gusto de sus clases dominantes y sus diferentes niveles y formas de control social. La globalización no es sólo la integración de mercados entre países y continentes diferentes, sino que internamente significó la unificación de todos sus sistemas internos, y por supuesto, la cultura no podía escapar a este fenómeno integrista.

Es interesante comprender la acumulación de capital cultural por parte de los sistemas dominantes, a partir de entender el sentido económico de sus preferencias, y estas últimas de nuevo, mediadas por los señalamientos del mercado, configurando de esta manera un conjunto de insumos que se irrigan a todo el espectro social, como dispositivos de identidad y relación social, en especial, a las clases que las consumen en cuanto bienes de la alta cultura, entre estos últimos los intelectuales.

La dimensión política del arte no puede seguir siendo vista exclusivamente desde los temas que el artista trata en sus trabajos como productor cultural, a partir de una generalización tendenciosa que dice que toda obra de arte es política, a lo cual replicaría diciendo que es simplemente para-política, y que la verdadera dimensión política del arte político aparece cuando estos postulados son confrontados con el poder político real, tanto de sus organizaciones públicas como privadas, dado que existe una relación entre ese poder real y las instituciones que exhiben las obras y prácticas de los artistas contemporáneos.

El poder cultural es poder político y el artista es el artesano que pone los cimientos en la construcción de dicho edificio de bienes sensibles. Esta cadena productiva de sentido tiene un largo hilo de intereses que intervienen su performancia, y el nuevo artista no puede pasar por alto estos condicionamientos que imponen unos intereses que con probabilidad, trabajan en contravía de las estrategias que propone el jugador sensible, es decir, el artista.

La próxima revolución en el arte no puede ser una revolución al interior del régimen, sino una que problematice la relación del sistema artístico con el conjunto institucional de la sociedad, borrando las fronteras del in-out a un nivel donde estas no aparezcan diferenciadas.

 

Guillermo Villamizar

Aptos, California

Noviembre de 2015

 

[1] Thornton, Sarah. 33 artists in 3 acts. Pág, 295-299.

[2] Phelan, Peggy. Unmarked: The Politics of Performance (New York: Routledge, 1993).

[3] Artforum, summer, 2015. Vol. 53, No. 10. Those obscure objects of desire. Andrew Cole on the uses and abuses of Object-Oriented Ontology and Speculative Realism. P. 319.

[4] Wu, Chin-tao. Privatising culture. Corporate Art interventions since the 1980s. Verso. London, 2002. P. 7. Pierre Bourdieu, Distinction: A social critique of the judgement of taste. P. 228

2 comentarios

Mi padre fue asesinado , al parecer, por paramilitares…vi la exposición en NY y no pude contener el llanto.
En cada sala se sentía el espíritu de la desolación…la rabia y la impotencia, el duelo que tuvimos que hacer. La obra si transmite y hace que afloren emociones…las mismas que experimentó cuando se de un nuevo acto de barbarie.
Sentí agradecimiento con la artista que se tomo el trabajo de recuperar despojos de escenarios donde la violencia y la intolerancia sembró de muerte….no es indiferente…y se duele con el dolor ajeno…solo así se puede concebir esta obra.
GRACIAS DORIS SALCEDO….
ERES UNA ARTISTA CUYA OBRA REFLEJA LA REALIDAD DE UNA SOCIEDAD ENFERMA.

El texto del Sr. Villamizar es interesante a pesar de que la primera parte resulta mucho más clara que la segunda, siendo esta última en donde desarrolla – a pesar de las repeticiones innecesarias – el grueso de su artillería crítica. Dos cosas para resaltar: es curioso que el mercado del arte sea tan objeto-dependiente, cuando curiosamente las actividades inmateriales juegan cada vez más, un papel importante en nuestra vida cotidiana y al interior del corazón de la economía. Pareciera entonces que el arte objetual estuviera a la saga del devenir de los tiempos; y esto correspondiera a un aspecto conservador que lo habita de cabo a rabo. Una actitud nostálgica y piadosa – se podría decir. Nada más piadoso que la obra de Doris, buscando redimir el consuelo de los afligidos en un escenario cultural que mira con indulgencia estética las tragedias del tercer mundo. Pero esas economías emergentes no hacen sino copiar el modelo neoliberal que se ve reflejado en un arte neoliberal: modernista en sus contenidos y pretenciosamente progresista en sus formas.
Otro aspecto que me llama la atención es el silogismo que va de la palabra al objeto y luego a la emoción. Siendo que pareciera no existir coherencia en esa narrativa, tal como lo pretende plantear el aparato de promoción del cual hacen parte curadores y críticos de catálogos ¿es por ello que desaparece la belleza? Es eso lo que nos quiere decir el autor del artículo?
Hablar de belleza en estos tiempos puede resultar anacrónico, porque pareciera no existir ninguna medida para calificar a la belleza, si es que tenemos la fortuna de tropezarnos con ella. Confundida la belleza con el diseño y la decoración, con la palabras bonitas y la poesía democrática que todo el mundo parece ejercer, el último lugar para (NO) encontrarla es en el perfecto “engañabobos” en que buena parte de la producción del arte contemporáneo parece residir.
Hoy en día –sin pecar de cínica- la belleza es el dinero y por ello celebramos tanto, cada vez que una obra de arte se vende en un muy buen precio. No importa si es mala, buena o regular (categorías viejas), la cifra nos hará verla bella.
La ficción del arte se equipara con la ficción del dinero y ahí, en ese encuentro, reside la experiencia estética contemporánea. Sin embargo, me queda la sensación de creer que existe en el Sr. Villamizar una peligrosa manía de atar sus cuestionamientos a la crítica de la ideología dominante, donde nada se salva. Agudeza o miopía? El tiempo lo dirá.
¿Pierde credibilidad el artista que triunfa en el mercado del arte? Es innegable que el triunfo económico es un reconocimiento que nadie quiere evitar, aún el más pesimista. Pero coincido en que no se puede seguir ignorando lo que ocurre a su alrededor. Esa posición se puede empezar a considerar una postura naïve. El gigantesco aparato financiero armado de gruesas sumas de dinero opera de una forma que integra a las economías culturales, y en consecuencia, produce unas relaciones meta-culturales de producción, en las que pocas veces reparamos.
Se habla hasta la saciedad de este tema económico y sin embargo nada cambia, precisamente porque existe una relación de espejo –hábilmente manipulada- entre arte y dinero. El arte contemporáneo tiene una seducción especial que atrae a las minorías con chequeras abultadas, y en parte se debe al carácter único de las piezas de arte, con ediciones limitadas, que lo hacen aún más exclusivo, y en ese juego se articula la experiencia selectiva del comprador que lo hace singular. Tener la pieza única de una determinada serie del artista X constituye un sello de exquisitez que ennoblece al coleccionista. La cúspide del prestigio y la distinción social es una práctica que pocas líneas de consumo ofrecen. El arte es una de ellas.