abogar por el diablo en época del divino niño

Ilustrativas pero inquietantes las reflexiones neoconservadoras de Luís Fernando Valencia sobre la Bienal de Sao Pablo. Parece estar fraguándose un metarelato nuevo para comprender el arte contemporáneo y perpetuar el tutelaje sobre sus artistas: la idea de caída, de un pecado original, de una falta de sus padres modernos con la que nace el artista, que ha de ser limpiada con ritos comunitarios. El artista contemporáneo debe entregarse al contexto si quiere gozar de la gracia, atributo de lo divino, que promete el metarelato en gestación.

Surgen algunas dudas sobre la consistencia de los argumentos expuestos. Si un defensor a ultranza de los estudios culturales y los visuales, como se autocaracteriza el autor, moviliza a Hegel para argumentar algunas de las carencias del arte contemporáneo exhibido en Sao Pablo, ello es un indicador importante, pues, nos muestra que la estética no está muerta. Quiere decir que el llamado arte contemporáneo no se puede comprender sin una referencia a su pasado, al arte tradicional, a sus teorías, o a la estética, sea ésta tradicional o contemporánea.

No dice mucho a favor de las teorías que entusiasman Valencia, el que sólo un ocho por ciento de los proyectos artísticos, en su opinión, ilustren satisfactoriamente el pensamiento de sus curadores. Si en efecto, la teoría está dominando el hacer-pensar de los artistas, sin duda deberían éstos pellizcarse. ¿Son rehenes las prácticas artísticas contemporáneas de las teorías en boga? ¿En esto consiste el argumento de la pérdida de la autonomía del arte? ¿Podrán limpiar los artistas contemporáneos la falta de sus padres y librarse de ella en el futuro inmediato? Me temo que el divino niño puede hacer muy poco por esta causa: los artistas tienen la palabra porque, acorde con la época, los consideramos mayores de edad y pueden decidir por sí mismos.

Es razonable, no obstante, pensar otra hipótesis a este respecto: por su precariedad, la teoría movilizada en la Bienal de Sao Pablo no logró articular sino a una mínima parte de sus proyectos. Esto no es una falla de los proyectos artísticos sino de la teoría, por tanto, el agua sucia no debería serle arrojada a los artistas. ¿El remix del discurso para Vivir Juntos o Cohabitar, no es demasiado simple para una época en que mujeres y hombres reclamamos vivir, sí juntos, pero bajo principios de justicia acordes a nuestra época?

Da la impresión que Valencia confunde estética e historia del arte. Pensar visualmente y dar razón de esta destreza intelectual se denomina desde el siglo XVIII estética. La contextualización de la producción de trabajos poéticos particulares, que articulan intuiciones sobre lo que somos hombres y mujeres en el mundo, es responsabilidad de los historiadores del arte. Cierto que la historia elabora teorías para desplegar su actividad, no obstante, ellas surgen desde el ámbito mismo de la producción. La estética surge como puesta al día, como respuesta a lo que en su momento fue llamado revolución copernicana: no sólo las cosas por sí mismas determinan nuestra experiencia del mundo, surge la necesidad de incorporar el rendimiento intelectual de mujeres y hombres a esta comprensión y explicación.

Es cierto que con el giro sociológico que experimentó la filosofía en el siglo XX, el arte poco a poco dejó de considerarse como una región importante para la sociedad, por lo tanto, para la reflexión. Pero discursos al margen de estos intereses, unos inspirados en Kant, otros en Hegel, muchos en ambos autores, siguieron considerando el arte en relación con la poesía e identificando a los dos como el eros que vitaliza a la sociedad. La Modernidad consideró el arte como un asunto vital para la sociedad, por ello lo respetó y lo reflexionó. Para la Modernidad, la autonomía no es individualismo, es la búsqueda de un discurso para la acción personal que no violente al otro. Así, entre historia del arte y estética puede existir una complementariedad, pero sus objetos de estudio son diferentes. Lo que plantea Heidegger respecto al trabajo de Van Gogh es diferente de las reflexiones de los historiadores de arte.

¿El repudio de la estética que trae consigo el giro antropológico del arte, es ausencia de eros, una atrofia de la imaginación productiva, no reproductiva, que sea capaz de visualizar mundos más libres, pero sobre todo justos? ¿Las prácticas artistas deben limitarse a apuntalar mundos en lugar de crearlos? ¿Cómo llamaremos a los relatos que describen el trabajo de los artistas?

Finalmente, si los impresionantes e impactantes cambios teóricos del arte de hoy, construidos en antinomias aparentes, celebran el predominio del contexto sobre el texto, la cultura sobre el arte, ¿para qué insistir en el lustre o, como dicen popularmente en Bogotá, en el Shampoo, de llamar crítica de arte a lo que para ser consecuentes deberíamos llamar notas culturales? ¿No acontece lo mismo con las prácticas artísticas? ¿No deberíamos llamarlas también prácticas culturales?

Jorge Peñuela