9 de abril. Los Museos del Arte Político

La plaza de Bolívar se llena de lucecitas. Cientos de velas perfectamente alineadas formando una cuadrícula que hace juego con la estructura lineal de la plaza. Alguna vez hubo árboles y fuentes de agua. Hoy es esta inmensa cuadrícula gris donde se pasean niños con sus padres en las tardes de domingo y cientos de palomas enfermizas intentan alzar el vuelo. No es poética esta imagen, al fondo las montañas y algo de rosado en las nubes blancas y pesadas que siempre encapsulan este lugar como una bomba de tiempo. Cruces ascendentes, piedras pesadas de alguna fe heredada cuando todo comenzó, es tarde, casi son las seis y el rosado comienza a teñirse de negro, no sé qué fecha exacta es pero presumo que se trata de una de tantas conmemoraciones en esta plaza.

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“¡Y tanta tierra inútil por escasez de músculos!

¡Tanta industria novísima! ¡tanto almacén enorme!

Pero es tan bello ver fugarse los crepúsculos…

León de Greiff, Tergiversaciones.

 

La plaza de Bolívar se llena de lucecitas. Cientos de velas perfectamente alineadas formando una cuadrícula que hace juego con la estructura lineal de la plaza. Alguna vez hubo árboles y fuentes de agua. Hoy es esta inmensa cuadrícula gris donde se pasean niños con sus padres en las tardes de domingo y cientos de palomas enfermizas intentan alzar el vuelo. No es poética esta imagen, al fondo las montañas y algo de rosado en las nubes blancas y pesadas que siempre encapsulan este lugar como una bomba de tiempo. Cruces ascendentes, piedras pesadas de alguna fe heredada cuando todo comenzó, es tarde, casi son las seis y el rosado comienza a teñirse de negro, no sé qué fecha exacta es pero presumo que se trata de una de tantas conmemoraciones en esta plaza.

Los que no están, los cientos de miles silenciosos bajo la tierra, los llamamos víctimas por dar un nombre a su extinción implacable. La plaza es inmensa, como un desierto que a su vez desecara nuestras vidas. Aquí se ha vivido el horror, bastaría hacer alusión a los devastadores sucesos vividos cada tanto resguardados por estos edificios que le hacen de marco a la plaza y por las montañas. Las piedras han sido lavadas pero la costra del dolor se resiste a ser retirada. Es en- tonces cuando percibimos esta sensación de frío y suciedad. De desasosiego. Algo se desmorona dentro cuando caminamos por aquí. Hoy está en silencio, sus cuatro esquinas han sido acordonadas para dar paso a la ceremonia. Jóvenes soldados bachilleres perfectamente uniformados e instruidos han sido delegados para impedir cualquier avanzada de los curiosos. No sé si es jueves o martes esta tarde. Si fuera domingo habría cientos de desocupados intentando ingresar, traerían a sus mujeres y a sus niños, la pareja miraría embelesada cómo se van prendiendo las luces, las llamitas de los cientos de velas, los niños se abstraerían cada tanto con el vuelo de las palomas.

¿Oirías todavía los tanques haciendo presión contra el edificio de la justicia?

En una esquina mi hermano se encuentra parapetado ante el horror. El, como cientos de jóvenes bachillerees espera encajar en el futuro, pero el futuro se cierra como un padre feroz. Su curiosidad está llena de nerviosismo. Las cosas comienzan a marchar mal. Los tanques hacen blanco contra el edificio. La tarde es rosada y alguna nube comienza a colorear tanta luminosidad. Hay como un silencio desesperante. Y movimiento y horror.

Los niños alzan su vista al paso de los cientos de palomas, ríen mientras distraen su dorada infancia. Los padres todavía enamorados quizá alcancen todavía un beso furtivo. Algunos perros callejeros merodean y logran atravesar el cinturón de seguridad. La plaza se congestiona, hay gritos, devastación. El fuego alcanza la totalidad de edificios en la carrera séptima. El silencio se puebla con esta especie de respirar intermitente de los cientos que caminan sin dirección, por momentos el rigor de la avanzada se rompe y cada cual traza su ruta, cada cual se mueve intempestivamente bajo el fuego. Algunas caras se desdibujan en manchas inexplicables de terror y repugnancia. Es inexplicable lo que sucede. Es evidente que todo ha cesado. Que nada bueno puede esperarse. El cielo está brillantísimo, por momentos el cielo azul intenso nos hace pensar que estamos en diciembre  y que es posible que tanto gris haga aparecer por instantes algo de color y de belleza.

Recuerdo la primera noche en Bogotá, mi hermano y yo mirábamos atónitos las estrellas en un parque de Palermo a pocas cuadras de la casa de mi abuelo, habíamos conseguido en alquiler dos habitaciones en la casa de una pareja joven, ella médico, él filósofo. Buscábamos nuestra libertad y creíamos encontrarla bajo ese cielo. En La Caracas rugían los árboles frondosos y todavía pasaban los buses eléctricos en que me subía con un amigo para llegar hasta el final de la ruta, era una forma de viajar sin viajar, luego de regreso desandábamos lo recorrido reconociendo calles y momentos de tiempo atrás.

Mi hermano y yo abrimos la puerta y nos topamos con una escalera larguísima, allí abajo contra la puerta era oscuro y se formaba una especie de saloncito inútil, una especie de zaguán pero no con forma alargada y vertical, sino como un cuadrado. Meses después bajando por esa escalera me encontré de frente con rostros que desconocía, supuestamente eran amigos, habían pasado la noche en ese saloncito a pocos pasos de la puerta de entrada y de la escalera. Esperaban el nuevo día para poderse marchar. Y mi hermano los guardaba de algo que yo no alcanzaba a comprender.

Las calles debieron arder pero sin espectacularidad, décadas después este horror fue documentado en las pantallas de un televisor que replicó sus imágenes haciéndolas irreales. Se conservan fotografías y algunas películas precarias de la época. Cada tanto los periódicos conmemoran estas aciagas fechas, cada tanto alguien escribe una novela, un poema, se filma una película, se hace una performance, una instalación; las fechas del horror no dejan de ser emblemáticas.

Fuego y machetes, gritos que perviven bajo el gris del pavimento. Sangre. Agua de aguacero golpeando las piedras. Humo. Tanques de guerra, helicópteros. Devastación. La ciudad sufre una nueva destrucción cada tanto. Linchamientos. Fuerza pública, Esmad. Tinta roja imitando la sangre derramada. Gases lacrimógenos, contaminación. Cientos de palomas testigos se acunan en los postigos y alfeizares cuando llega la noche, duermen a la intemperie,  inmóviles, evitando disipar el calor que con tanto esfuerzo han alcanzado. En alguna época intentaron extinguirlas para proteger los edificios de su suciedad, en los alfeizares donde se reúnen a dormir en las tardes fueron colocadas estacas de metal, como las piedras puntiagudas que se colocan bajo los puentes impidiendo que algún desgraciado se acueste a dormir aterido de frío. Las lanzas cubrieron las ventanas, las puntas hirientes desafiaban los vuelos de los pájaros.

Millares de personas lloran ante su féretro.

Todo lo que puedes tocar es tan frágil. Una esperanza que colmó apenas unos meses. Alguna posibilidad de otra cosa. Luego la muerte, la destitución, borrar toda memoria, cubrir de gris toda huella. No hay rastros, no hay edificios para la memoria. No hay Palabras.

Ahora es un billete inservible arrugado en un bolsillo.

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Entonces aparece el Museo. Se hace necesario, es su reemplazo impoluto. Apenas insignificante pero lo suficientemente visible para retocar estas fechas insalvables.

Los archivos tampoco existen, todas las pruebas han sido tergiversadas. Ningún etnólogo o viajero explorador de estas latitudes de la plaza se ha dado a la tarea de resguardarlas, de iniciar su verdadera búsqueda. En este lugar localizable por todos se abrió un abismo en nuestra Historia, se creó una grieta insoslayable, un infierno que contuvo un país que no tuvo lugar.

Los ficheros de estas latitudes apenas contienen algunas pesquisas, rememoran los cientos de ficheros desocupados que pueblan las bibliotecas de los pueblos. Alguna vez visité la biblioteca de Tocancipá, un vasto edificio sin libros, un fichero con unas cuantas tarjetas. En Villa de Leyva los restos de un edificio en ruinas albergan unos cuantos estantes de metal gris que contienen unas pocas colecciones infantiles, libros inútiles, revistas fuera de circulación, todos apilados y protegidos de las lluvias con plásticos blancos, en algún rincón, una sala oscura con computadores donados por alguna empresa y cuya tecnología hoy es inservible. La bibliotecóloga vestida de bata blanca me recibe con la mejor de sus caras  sonrientes y a continuación me invita a llenar una fichita para hacerme socia de esta red de bibliotecas inútiles que se extienden por el país.

Todas las que alcanzo a imaginar en diferentes latitudes serán igualmente precarias, de vez en cuando sin embargo encuentro algún título de nuestra contemporaneidad que me trae la ilusión del saber, quizá de hacer parte de algo más basto que toda esta insignificancia, mientras tanto un viento perturbador golpea el latón que intenta cerrar un hueco en  la pared frontal de este viejo edificio. Algún día todo esto fue un lugar de clausura, quizá una iglesia.

A pocos pasos de allí la plaza semejante en extensión a la de Bogotá.  Piedras de río, es difícil caminar, también aquí en el pasado hubo árboles y un mercado, campesinos, vida. Hoy estas plazas son lugares vacíos, encuadres previsibles para los turistas de cada momento. El registro se repite, la memoria se replica de manera idéntica. Ninguna novedad. Pero mirando bien hacia abajo cientos de fragmentos diminutos registran la devastación. Chinches, fragmentos de tapas de cerveza, alambres. Un turista drogado con algún alucinógeno  arrojado a la noche y al viento. La patrulla se demora en reconocerlo y albergarlo en alguna estación. Desechos. Muchos se han refugiado entre estas montañas.

Titulares para la memoria. “Los liberales fueron víctimas del premeditado engaño comunista”, “Sangrientamente se cumplió La Consigna Roja contra la Conferencia Panamericana” ”Honda conmoción por el asesinato del Doctor Gaitán” ”Aplastada la revolución Comunista”.

Queda el Arte. El Museo. Todas las memorias indoloras que podemos resistir.

Entonces se inclina, en sus rodillas alguna protección para evitar el roce con el asfalto crudo. Va encendiendo las luces de cientos de velitas. Velas blancas y candelas encendidas. Se inicia la memoria, la vasta plaza es ahora un Museo. Ningún visitante, todo el lugar está protegido para la memoria, un vasto salón irreal que mañana será otra vez la vasta plaza solitaria. Iteración de lo mismo, una velita y otra y otra, una silla, cientos de sillas, una mesa, y otra y otra, una camisa y otra y otra, un artista, y otro y otro. Otro. Una exposición y otra. Otra. Un museo y otro. Otro. La Violencia.

Un artista al que le crece la nariz. Otro que colecciona flores de plástico, alguien pinta sus obras en lo que debieron ser lápidas de muertos en el Cementerio Central, las zonas de los más pobres que también fueron desalojados de aquí, de su sepultura. Ahora es un Museo, un lugar para la memoria, objetos frágiles que pueden desaparecer de un momento a otro, volátiles, apenas la resonancia de un nombre, bursátiles como la época; el leit motiv es la mutación, la capacidad de reinventarse, ningún permanecer, nada naif. Se es alguien, una suerte de franquicia de sí mismo.

El museo es esta plaza tomada por el Arte, tomada por el silencio crucial de estas velas encendidas. Afuera los lugareños y curiosos no entienden, a pocos pasos de allí, su plaza es otra, no la misma de todos los días, se ha investido de una nueva aura que la aisla del tiempo espacio. Ella, la artista,  flota en realidad por sobre su superficie, no toca la plaza, es asistida por todas esas fuerzas invisibles que sostienen este intangible, el de un Arte llamado a la nueva época, llamado a la Historia, pero que quizá nos es ajeno y extraño como la plaza acordonada.

Por momentos la plaza es una transfiguración de si, estetizada cabe en el encuadre con que se la promueve en las vitrinas del mundo. La pasión de un pueblo en realidad triste. Vestida de negro hace de su andar algo solemne, ella misma da nacimiento a la memoria. Solo falta un réquiem y por un instante todo podría ser, tanta seriedad podría resultar.

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La última llama es encendida. Nos hace pensar en la fragilidad, en lo fugaz, en tanta inconsistencia. Somos conmovidos, somos presa de la rememoración, jugamos con este evento, con este frágil que se impone a la pesadez de estas fachadas. Creemos en este breve tiempo impuesto por la veladora. La fugacidad de este instante de duelo logra ser sublime y reaparece el terror, la teatralidad de nuestras emociones más profundas. Al cuidado de estos pequeños fuegos somos curados y cuidados. Creemos. Por momentos nos es devuelta nuestra fe, nuestra esperanza, por momentos podríamos entonar un cantico, un poema.

Las velas consumidas, la cera, los barrenderos inician su trabajo de limpieza. La plaza es otra vez este estremecimiento de gris y suciedad y  de otra vez esta lluvia pertinaz.

El museo se volatiliza. El mercado perdura. El Capital sigue su marcha.

“Sin ambición ni apetitos realizables, ¡fácilmente realizables, vaya!, más desdeñados. Sin un deseo. Ante la mentira. Y en la mentira. Y con el alma leal y franca y brava y erigida! En el engaño. En el ajeno y en el propio engaños. ¡Y con el corazón viril y aventurero! ¡Y con el alma leal y franca y brava y erigida!

Ante la nada. Solo. Absolutamente solo. Y con el espíritu en alto y avisor y oteante!

Vámonos, oh Gaspar, por el mar inasible.”

León de Greiff, Prosas de Gaspar.

 

Claudia Díaz, abril 8 de 2014.